Tengo la fortuna de tener un amigo, un maestro, ignorante. Como debe ser un buen maestro, un buen amigo, uno que sepa que poco sabe, y te sostenga, en las dudas. Sea cuenco, contenedor, para verterlas en él, junto a él. Suele decir que cuando peor piensa es cuando se fuerza a pensar. Para mí también resulta cierto. A veces sucede que una idea o un deseo flota en el aire o en el agua, en los meandros de mi cerebro o en una intuición corazonada, como partículas dispersas y me cuesta agruparlas, hacerlas estaca. “Clavar la palabra en la tierra”, leí en un verso de Edda Armas.

Entonces, camino, me muevo, ando, como si en el espacio que existe, entre un paso y otro, al contemplar las nubes, o los contornos de colinas y de valles, las sinuosidades de la superficie del agua, al estar al “aire libre”, lograra escribir mejor: clavar palabras en una parcela de papel.

Como soy propensa a errar, me equivoqué, salí en busca de mar. A un lugar desde donde alguna vez le conté había vuelto a leer la Odisea. “Ahora sé que me está permitido llorar”, le escribí. En la Odisea lloran todos los personajes. Sollozan de tristeza, por añoranza, por desgarro, por desconsuelo, por alegría finalmente alcanzada… y, a los hombres les tiemblan las rodillas, de miedo, de emoción, de angustia. Sienten, sienten, en lo más profundo de su alma, de su ánimo. Es su ánimo exaltado quien impulsa sus acciones y sus aladas palabras. También se desvelan y logran alcanzar el dulce sueño si la diosa de ojos glaucos vierte sobre sus párpados el cansancio alejando de ellos las penas. 

Este pasado 1 de mayo de 2019, para despejarme las ideas esta mañana, le contaba, leí el editorial de El País, dedicado a la nueva era del Japón. Pensé, que en un registro más global, son tiempos de transición para muchos pueblos. El japonés es milenario, un pueblo anciano. Después de perpetuar sobre otros, y sufrir ellos mismos, mucha violencia, dolor y sufrimiento, pueden vislumbrar pasar de la difícil adquirida “era de la paz” a la “era de la armonía”. A nosotros también nos corresponde, es tiempo, de otra “era”: de alegría creadora, añadí. Debemos ser un pueblo de edad de adolescentes imberbes buscándonos a nosotros mismos, peleando con puños mortíferos por un juguete: el poder. 

¡Cuán equivocadas mis palabras! El venezolano es un pueblo joven, de ímpetu valiente, que en la búsqueda de sí mismo, de ser libre, ha teñido el camino transitado con la sangre de sus jóvenes, el desgarro de sus padres, ha madurado a los carajazos, a los… y, detengo mi exaltación por no devaluar yo también el uso de las palabras, preservarlas para intentar con ellas escribir.  Aproximarme al tema de la libertad a través del mito de los argonautas analizado en un libro que me acompaña en estos días: La Part du Héros, le mythe des Argonautes et le courage de aimer (1), de la escritora italiana Andrea Marcolongo.

Para los griegos, el héroe era aquel que sabía escucharse, erigirse en el seno del mundo y aceptar la prueba exigida a todo ser humano: la de no traicionarse a sí mismo. En la Antigüedad, no existía el estatus absoluto de héroe como hecho establecido: el valor, la fuerza, la virtud, el espíritu no valían sino una vez puestos a prueba en el mundo. Los antecedentes, el estatus social, la ciudad de origen no contaban: uno no nacía héroe. Pero elegía devenirlo, aceptando afrontar una serie de trabajos cuya finalidad suprema era la de ayudar a los otros –haciendo de lo desconocido, conocido de todos; y la trayectoria: posible, porque alguno la había hecho antes. La medida heroica estaba dada por la experiencia de sobrepasarse a sí mismo, y no por el resultado. Aquel que había aceptado el desafío de medirse a algo más grande que él mismo.

Explica la autora que la etimología de la palabra “héroe” propuesta por Platón “estalla de sentido”. Según el filósofo, no existe sino una fuerza que pueda empujar a los hombres a devenir héroes: eros, el amor –habían dos vocales que diferenciaban estas dos preciosas palabras en el griego antiguo: ἔρως (eros) y ἥρως (héroe).

En el mito de los argonautas, Jasón no sabía cómo alcanzaría el vellocino de oro; sin embargo, sabía por qué debía, por qué deseaba partir. Se trataba de una necesidad, la de soltar las amarras y navegar sobre el mar. Su tío Pelias, usurpador del trono, había decidido alejarlo del reino enviándolo en una misión, a los ojos de todos, imposible para este joven, traer de regreso el vellocino de oro, para solo así liberar a su padre y devolverle su legítimo trono. Fue entonces cuando Jasón se sintió dispuesto a desprenderse por primera vez de su familia, listo para partir para salvarlos a ellos y para salvarse a sí mismo de todos aquellos que le habían dicho que jamás lo lograría. Demostrarles que estaban equivocados, que ningún viaje, inclusive el desconocido, no es imposible si se conoce el propósito. Él conocía hacía dónde conducir su nave Argo, en dirección de Cólquida, en búsqueda del mágico vellocino de oro.

Partieron. Todos los argonautas miraban orgullosos hacía adelante, hacia puertos que no veían ni conocían todavía, ebrios de coraje. Solo Jasón se autorizó una señal de fragilidad, un gesto humano, en la antigüedad visto hasta heroico, y no como una debilidad: sintió miedo, y también nostalgia: ¿regresaré algún día a mi hogar?, se preguntó.

¿Acaso nosotros no hemos sido alguna vez argonautas, en la vida de cada uno –y en nuestra vida en comunidad, como venezolanos– a quienes no nos importó que nos dijeran que nuestro propósito vital era imposible, descabellado, y sin embargo, para nosotros era más que posible, era necesario? ¿Acaso no hemos sentido la urgencia, la necesidad de intentarlo, atrevernos a soltar amarras para lanzarnos en la travesía, para expresarnos en lo personal, más libres, y como colectivo, en libertad?

“Somos libres cuando nuestros actos emanan de nuestra entera personalidad, cuando ellos expresan, cuando tienen con ella, esa semejanza indefinible que a veces conseguimos entre una obra y el artista” (2), escribe Henri Bergson. Ser libre es una gesta propia y singular en la que se expresan todas nuestras facetas, sin la dicotomía entre pasiones y razones, entre el bien y el mal, entre atributos y debilidades, una personalidad entera, completa, que se enfrenta ante la realidad que le resiste. Albergar dentro el honesto y genuino sentimiento que nuestras acciones se parecen a nosotros mismos, en una auténtica aceptación de quienes somos dentro de la realidad. En ese encuentro de aceptación interior con lo real que se resiste, se abre el espacio para la libertad. Alcanzarla implica escuchar el instinto que nos empuja al cambio, tener la fuerza de elegir, el coraje de amar, el honor de ser fiel, sobre todo a nosotros mismos, he ahí lo que permite a los seres humanos expresarnos íntegramente y con dignidad. Cada uno es la única medida de aquello que cada quien ha de alcanzar. Cada quien es el capitán de su propia nave. Y, a la vez, como aquellos argonautas, provenientes de todos los confines de Grecia, nosotros venezolanos, vamos juntos, unidos, solidarios, cohesionados, en equipo, paisanos, nativos y adoptados de un país, hacia una única meta común y necesaria para todos y cada uno: expresarnos libres y en libertad compartida.

“La tristeza y el sentimiento de falta de realización dejan una sensación de frustración que los griegos llamaban ἀμηχανία (amechanía), la impotencia que paraliza todo impulso de vida. La encarnación de esta parálisis, esta inacción, era la hermana y compañera de una de las más penosas condiciones humanas, la pobreza: su nombre era πενία (penia). La miseria y la insatisfacción representaban, en la antigua Grecia, el mayor peligro para los hombres, porque ellas los disminuían en vez de permitirles elevarse. Para los griegos, amechanía hacía imposible esta fuerza acordada a todos y exigida a todos: intentar ser héroes, humanos, cada quien en su vida y según su propia medida”.

Hubo momentos durante el viaje de los argonautas que estos jóvenes sintieron miedo. Hubo quien les dijera: “no lo lograrán jamás”. La crueldad del rey Eates es inhumana, y está protegido por pueblos salvajes de fuerza desmesurada. Si lograsen vencer al soberano, el vellocino está resguardado por una serpiente que ignora la muerte y el sueño, preparada para destruir a cualquiera que ose acercarse. Estas advertencias las escucharon hasta de sus amigos, como Phrixos que ya alguna vez había naufragado. ¿Acaso no suena como ese supuesto amigo, quien, al esconder su propia falta de audacia, por envidia o resentimiento, alguna herida o miedo, nos dice: “ya has fracasado una vez, no te arriesgues más. Después no digas que no te advertí. Déjalo así, yo sé de lo que te estoy hablando, ya yo pasé por ahí”. Sin embargo, los jóvenes de Argo, un poco locos quizás, conservando en sus espíritus el viaje que a cualquier precio querían realizar, decidieron continuar.

“El deseo es uno de los impulsos más poderosos del ser humano. Nos toma como un sueño, pasivo que deviene activo, una acción concreta con efectos reales en nuestra realidad personal. Desear. Del latín desiderare, compuesto de de-, preposición que indica separación, y por lo tanto perdida, y de sidera, ‘estrellas’. Literalmente fijar la mirada en una cosa o en una persona que no poseemos, pero que ejerce una atracción y que ambicionamos. De la misma manera que durante la noche, desde hace milenios, nos fijamos en los jeroglíficos de las estrellas en búsqueda de algo más grande que nosotros. Los argonautas nos enseñan que durante el viaje, el deseo es un arma invisible pero invincible”. ¿Adónde fue a parar nuestro cor-aje de desear, que no viene del espíritu sino del cor-azón?

Según dice Andrea Marcolongo: “Los antiguos sabían que toda meta no es un punto de llegada: es el punto de irreversibilidad. Y que el sentido de cada escogencia, de cada viaje, no es solamente el adónde, el lugar de llegada: todo reside en el por qué, la razón de partida. En latín meta no significa en su primer sentido el objetivo […] La meta era para los romanos de la Antigüedad un montón de piedras, una pequeña columna, una simple señal puesta en el circo para indicar el punto preciso más allá del cual los caballos de carrera no podían volver atrás”. Al leer me pregunté si nosotros como venezolanos, ¿no habíamos alcanzado el 30 de abril de 2019 ese punto: el punto de irreversibilidad? El punto sin retorno, en nuestro deseo de libertad, de liberar el territorio de aquellos que usurpan los cargos de instituciones arruinadas, de todos aquellos que como sanguijuelas le devoran las entrañas.

Volvamos a la larga travesía de los argonautas. Después de detenerse en la isla de Lemnos, de devolver a la vida fértil a la reina Hipsípila y a todas las mujeres que allí yacían como naturalezas muertas, Heracles les recuerda su verdadera meta, más allá de la tentación de permanecer en la seguridad monótona que habían alcanzado, y los impulsa a partir. Navegan hacia la tierra de Doliones, donde son recibidos con gran hospitalidad por el rey Cícico. Al zarpar de nuevo, una tormenta sorprende a los argonautas y sin saberlo regresan a la tierra de Doliones. Inmersos en una bruma espesa, no se reconocen los unos a los otros, como amigos, y se enfrentan como guerreros hostiles cual feroces enemigos. ¿Acaso no hemos visto escenas parecidas en las calles de toda Venezuela, soldados tan hambrientos, empobrecidos, tan oprimidos como sus paisanos que, ante las armas de los primeros, frente a frente, enfrentados, solo tienen para alzar una bandera, la misma que los une como amigos oriundos de una misma tierra? ¿Por qué no me reconoces? Mírame. Soy yo. Eres tú. Somos nosotros. Ambos cargamos a cuestas este pesar, un cruel dolor: ver como unos hampones, unas arpías, nos arrebaten nuestro mañana –compartido– bajo un mismo cielo tropical. ¿Acaso estás ciego, incapaz de ver esta hermosa tierra devastada en la que han convertido la tierra de gracia donde naciste?

Los argonautas continuaron su difícil travesía. No relataré todas las vicisitudes de estos jóvenes  pues confieso no he leído el relato del mito de una primera fuente como sería las Argonáuticas de Apolonio de Rodas, apenas me ha impactado la honestidad en la escritura de esta autora italiana, al punto de, atreverme a mirar, a través de sus palabras, este momento histórico que atraviesa mi país. Llega entonces Jasón junto a sus compañeros a la lejana Cólquide. Pelias, el tío usurpador, lo había desafiado echándolo a la mar para deshacerse de él. Sin embargo, obtuvo el efecto contrario, el joven Jasón se sobrepasó a sí mismo, para devenir adulto, para descubrir su propia medida heroica. Como esos momentos en los que cada uno de nosotros es llamado a dar lo mejor de nosotros mismos. Ahora bien, el rey Eetes era considerado por todos “inhumano”, incapaz de empatía, sobre todo para los griegos, era un ser “sin mesura”. Los trabajos que impone a Jasón a cambio del vellocino de oro, sobrepasan el heroísmo, son pruebas inmensas, desmesuradas, ante las que podía fallecer. La empresa a todos los compañeros de Argo les pareció irrealizable, quedaron postrados ante lo que parecía una desolación sin remedio. Mas, siempre hay una luz, sobre todo cuando la oscuridad proyecta las sombras más espesas. Todas las preguntas vienen del exterior, ¿qué hacer?, ¿de quién es la responsabilidad?, ¿la situación es injusta y cruel? Y las respuestas solo llegan de nuestra interioridad. A veces no queremos escucharnos, no logramos sostener un diálogo sincero con nosotros mismos, discernir, que viene de cernir, de separar, de tamizar nuestros pensamientos para sopesarlos con espíritu crítico, elegir libremente.

No existe un camino más directo hacia el fracaso que elegir ir contra sí mismo, pensar que no existe otra alternativa y traicionar la única lealtad que merece el mayor respeto en una vida: aquella hacia uno mismo, hacia nuestras propias promesas, nuestros propios sueños, nuestra propia medida. Me pregunto: ¿Acaso no vemos en los ojos, en la mirada, en los gestos, las palabras de un hombre como Juan Guaidó, un ser comprometido consigo mismo, con sus sueños, con la ambición de crecer cada día ante su propia medida? Jasón comprendió que el coraje no podía venir sino de la determinación de su propio corazón. Eligió desafiar a Eetes y confrontar la terrible prueba.

En este mito aparece la fuerza más poderosa y dolorosa que exista: el amor. La joven Medea, flechada por Eros, es colmada por una inexplicable dulce angustia al cruzar su mirada con la del joven extranjero Jasón. Ella también es llamada a elegir, hacerse mujer, buscarse, comprenderse, crecer en el amor. La alegría del amor es la que sentimos cuando nos abrazamos para ser nosotros mismos, entonces, lucimos más bellos, más ligeros, más enteros, más completos. Medea, dueña de sí misma, decide ayudar a Jasón. Le entrega la poción –veneno y remedio– de invencibilidad, con la que logrará sortear todas las riesgosas pruebas impuestas por su propio padre, el rey. Por las calles de toda Venezuela, ¿cuántos no hemos marchado movidos por una fuerza que nos une a nuestros más profundos afectos, por el futuro de nuestros seres más queridos, por los hijos, por no desprendernos de nuestros padres, abuelos, amigos, vecinos, paisanos, de ese calor humano de nuestra gente buena, por nuestra propia alegría? ¿Por qué habrá todavía militares incapaces de crecer, de adueñar-se, en sentido reflexivo, de sí mismos, de elegir por amor a sus familias antes que servir las órdenes de un tirano?

La libertad es la condición del hombre desprovisto de trabas, al contrario de la condición servil, del esclavo. Solo un hombre libre puede elegir pertenecer a una entidad mayor, un Estado, un credo, un gremio, una profesión, una familia, un amor. El esclavo pertenece a otro, a título de objeto, no por adhesión sino como una posesión. ¿Por qué no luchar contra aquello que nos impide elegir lo que queremos hacer, dónde ir, cómo pensar, en qué creer, a quién amar? La libertad es un viaje que cada quien debe llevar a cabo por sí mismo. Libres tenemos derecho a exigir, pero también a asumir nuestras decisiones, por eso tantas veces asusta, la libertad. Para los griegos, el ser hombre libre, el ser heroico, implicaba ser verdaderamente sí mismo, centrados interiormente en quienes somos. O volviendo a la cita de Bergson, cuando expresamos nuestra personalidad entera, aún en nuestras fragilidades y contradicciones.  

Jasón desbordado en su corazón de nueva fuerza, utilizó su cor-aje más que sus músculos, siguió todos los consejos de Medea y alcanzó su cometido: obtuvo el vellocino de oro. Transformados ambos, comenzaba un viaje aún más difícil, el de retorno. Para Medea un momento de contradicciones. Sufría y al mismo tiempo, nunca antes se había sentido tan feliz, enamorada. Había en ella alegría de partir y desespero de dejar su tierra. En el mito, la travesía de regreso a Grecia sucede por otra ruta. No podía ser de otra manera, pues ya ellos no eran los mismos, eran otros. No mencionaré los personajes femeninos que encuentran en el camino, muchos de ellos aparecerán decenas de años más tarde para transformar a Ulises en su Odisea. Quiero adelantar la travesía al momento en que la nave de Argos encalla en Libia. A pesar de tener en sus manos el vellocino de oro, los argonautas experimentan el fracaso. Todos, más de una vez, hemos tropezado, caído, errado, fracasado. Es una cualidad del ser humano: ser falible. Ante la sensación de abatimiento, al llegar la noche oscura sobre el desierto, los argonautas se abrazaron tristemente, como si quisieran preservar, más allá de víveres y agua, aquello que más necesitaban en ese momento: afecto. Y luego se echaron a dormir, cada uno por su lado, en solitario.

Explica con precisión la autora: “Los griegos nos enseñan que la preposición a la que debemos recurrir para ocuparnos de aquel que amamos, no es ‘con’, complemento de compañía. […] Es ‘estar allí para alguien’. Estar al lado de aquel que sufre no es cuestión de geografía, de presencia o ausencia física, de proximidad o lejanía, sino de comunidad de sentimiento. En el griego antiguo empatheia, empatía, estaba compuesto de ‘en’ y pathos, sufrimiento. Estar en sufrimiento con otro. La preposición del amor es ‘en’, el complemento de lugar dónde uno está, una presencia no física, sino sentimental. Estar en el mismo dolor, como en la misma alegría”. Más allá de todos los virajes lingüísticos, leer estas líneas me hizo pensar en todos aquellos que aún lejos, dispersos por el mundo, estamos en el mismo dolor del país, así como estaremos en la misma alegría, pronto.

Allí permanecían los argonautas llorando solos, cada uno por su lado, la misma impotencia, la sensación de imposibilidad de regresar a su tierra. Sin embargo, era como si todos lloraran el dolor del otro. Fue entonces cuando Jasón sin saber si deliraba, escuchó voces que le decían: ¿Por qué te dejas abatir por el desespero?, tras tantas difíciles pruebas, dolorosos sacrificios, tanta navegación errante. ¡Vamos! Levántate, deja de gemir por tus infortunios y levanta a tus compañeros… paguen la deuda que tienen con su madre, las penas que ella ha soportado por tanto tiempo de llevarlos en su vientre y entonces podrán retornar a su tierra. La madre era su nave, su embarcación, Argo, la que –con renovada energía– subieron a sus hombros, cargaron todos, unidos, juntos, a través del desierto, con sufrimiento, sudor y lágrimas hasta llegar al mar.

Así nos toca a todos los venezolanos, los que están cerca y los que estamos muy lejos, no abandonar nuestra nave, nuestro deseo más profundo, interior y colectivo, el de ser libres en nuestras vidas, y el de vivir en libertad. Debemos aferrarnos con tenacidad a la necesidad visceral de alcanzar nuestra meta, ese punto irreversible, rechazando los repliegues, las vacilaciones, con las que, sin duda, y a pesar de ellas, nos tropezaremos durante la travesía. Al llegar a puerto será como si la Vida nos atravesara en la vida,  rebosando a borbotones alegría.

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(1) En la versión en castellano el título es La medida de los héroes: un viaje iniciático a través de la mitología griega, 2019.

(2) Henri Bergson, Ensayos sobre los datos inmediatos de la conciencia, 1927.


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