Hoy me desperté con la imagen del rostro lacerado de esa muchacha, la mitad hecho una masa sanguinolenta; le dispararon a quemarropa una carga de perdigones, perderá la visión de ese lado. En la semipenumbra intenté imaginar el andar sonámbulo de los familiares de los asesinados desde el 12 de febrero, Día de la Juventud, admiro su dolor pues yo no estoy hecho para eso, cómo tender un hilo de solidaridad con esa tragedia personal, íntima, de unos deudos que se encuentran bruscamente en un reparto de horror. Dislocados, sufren sin haber atisbado la cercanía del espanto, el ruido de la calle debe ser para ellos como la música ejecutada por un loco; sus muertos no son héroes, ni símbolo de nada, solo son cadáveres persistiendo en una memoria mecánica, imágenes de congoja. A ellos les tocó ponerlos, el azar les dio nombres a esas víctimas propiciatorias, pero propiciatorias de qué. Por ahora de la banalidad, sin sentido, ellas nada conjurarán en un Olimpo de los dioses terribles, son solo un funeral doméstico, ni siquiera aparecieron en los periódicos del día siguiente. Su sahumerio será el humo pestilente de las barricadas de neumáticos y sus laureles los restos vegetales de la basura echada a las calles. No diré que son mis hermanos, tampoco signaré esa juventud perdida, mucho menos me salpicará la retórica siempre de moda, esa de ciudadanos y promesas de la patria. Apenas puedo comprender que serán llorados largamente. Solo me admira el dolor de sus amantes, de sus muertes inútiles, y quiero aclararme por qué lo son, me deja pasmado el alto precio, no porque la vida sea un valor en sí mismo, y aquí no puedo sino recordar a Tomás Lander, quien le mandó decir a sus antagonistas que fueran a buscarlo y los esperaba desarmado, “como si la vida fuera una gran cosa”. El precio siempre es alto cuando no se sabe lo que se quiere, cuando transamos no con temeridad sino con frivolidad.

Qué buscan esas muchedumbres indignadas, de dónde salieron sus muertos, sabrán con alguna certidumbre cuál es la raíz del mal, tienen acaso alguna idea convincente, ya no de la equidad sino de la justicia, de su ausencia real en la estructura social, saben acaso qué es la justicia; quiero poner en abierta duda la respuesta afirmativa. No es la opresión lo que concita y une para protestar, es la comunidad del consumo; aquella duele y angustia, mueve a esa elocuencia donde siempre es posible reconocer algo de metafísica, esta, la unidad de los consumidores, es objetiva y se resuelve en reivindicaciones. Pero si se trata de amparar una república de compradores, entonces no me esperen. Hambreados y arruinados encaran al administrador perverso, pero nadie repara en que dentro de la tribu tienen a sus propios actores del crimen, los consienten y toleran, la horda siempre fue poco apta para la mea culpa. Este esfuerzo de rebeldía de la clase media empobrecida, echada a la calle sin guión y dando una eficiente lección a sus líderes que ya no lo son, será solo una mueca, un suceso policial, si en la agenda de su vindicta no ponen sus propias teratologías, su vida incestuosa.

Hace tiempo me levantaba todos los días con la firme convicción de que el mal estaba en el petroestado y que era preciso desmontarlo, ingenuo y casi cándido solo me hubiera bastado contrastar la regularidad de unos hábitos con el precario bienestar, o su retorcida definición. Sin el petroestado hubiéramos retrocedido a la condición de los días previos a la Guerra Federal, o lo que es lo mismo, hasta la extinción. Lo que debía ser desmontado era el alma de la horda, no el petroestado, para así estar en condiciones de experimentar con la República. Cuando veo esos estudiantes lánguidos, echados en los pasillos de la universidad, repantigados en su comodidad de seres inerciales, no puedo sino reconstruir sus vidas: van y vienen sin la menor sensación de estar en una relación de deberes con la institución. El del pie de la escalera fuma un cigarro, antes estuvo en el cuchitril llamado cafetín y pagó 50 bolívares por la cajetilla, desayunó dos pastelitos y un jugo natural, pagó 70 bolívares, es el mismo que se disgusta por el servicio del comedor y que muy peripuesto paga allí 5 bolívares. Este sujeto también tiene servicio médico-odontológico, transporte y además dispone de una oficina de atención social estudiantil, este espécimen no tiene la menor idea de la vida cultural e intelectual de la universidad, su vínculo es solo clientelar y sus espacios son para él mucho menos sagrados que los del centro comercial, pues en este no tira al piso el amasijo de la caja de cigarrillos. Este patán, cuando se gradúe creerá que no le debe nada a nadie, para él todo es su propio mérito, ni la viejecita que frió empanadas y lavó ropa, ni aquel excelente profesor, ni la matrícula gratuita (en la universidad de costo por estudiante más alto de América Latina), tuvieron vela en su entierro. Este antisocial saldrá a la calle a medrar con su título; cuántos abogados, médicos, ingenieros, trabajadores sociales, odontólogos, sociólogos, arquitectos, conoce usted que dediquen una hora gratis al servicio social. Desde hace rato los estudiantes dejaron de ser un sector contestatario, pero se los sigue enalteciendo como los puros de la sociedad de masas. En la Venezuela del petróleo retuvieron un cierto dejo de niñitos malcriados, se quedaron solo con el pensum y el horario, un mundo se había desvanecido ante sus ojos y se limitaron a parpadear, los más bribones han descollado como delincuentes en la preparatoria de los Centros de Estudiantes, bien munidos de presupuesto y tickets de transporte; los soñolientos, piden cursos de veranos y subsidio –el 1 de octubre de 2008 el Presidente del Centro de Estudiantes de la Universidad del Zulia fue cazado a tiros al salir del acto de conmemoración de la reapertura de esta universidad, lo mataron sus compinches de averías, era un zar que controlaba tickets del transporte estudiantil y demás.

Ojalá en estos días se estrujen los ojos con algo de ciudadanía. Una historia similar acarrea tras de sí la clase obrera –y en el mundo–, contingente prescindible en la era de la simplificación y la sociedad del conocimiento, en nuestro país negoció los sindicatos con un patrón que les prometió la jornada laboral más corta del planeta, el trabajo fue definitivamente estigmatizado, aunque el desempleo truena usted no consigue quien le dé una mano sin arruinarse. Ahora no son un sector sino una profesión, un oficio, casi una condición.

Los mensajes anuales presentados al Congreso por López Contreras (1936-40) y Medina Angarita (1941-45) están regados de concesiones, condonación de deudas, provisiones y toda clase de beneficios para el empresariado instalado y en la expectativa de atraer los espectadores, compradores a cuotas y al contado, más que ciudadanos. Desde 1936, y hasta hoy, el sector terciario, sobre todo, ha sido tutelado y protegido por un estilo de gerencia que constituyó en el país una claque de atesoradores a expensas de la demanda solvente, importando con dólares subvaluados o preferenciales y realizando a precios de especulación y estafa, esto ha obrado como un efecto desangrador de esa demanda, restringió el bienestar y deterioró el ahorro, el venezolano nunca supo de esta estafa.

Estamos hablando de un país exclusivamente importador, circunstancia que excluye la dinámica producción-costo-valor-precio. En Venezuela el empresariado tradicionalmente le exige al Estado que genere empleo, como si esta no fuera una economía capitalista, de mercado, para esta gente es ajena toda diligencia de promoción social, inversión en servicios como salud, comunicaciones, esparcimiento, educación. Conozco algunos centros comerciales de Maracaibo en los que el condominio ha solicitado a organismos públicos que les asfalten el estacionamiento. Son grupos que en un tiempo de construcción de lo público se atrincheraron en su domesticidad a usufructuar los logros institucionales de la sociedad beligerante, por esta vía llegaron a ser perturbadores de la herencia societaria.

El notable florecer de los años cuarenta –desde legislación hasta amparo directo de los grupos en riesgo, circulación de dinero, urbanización– ha debido ser entendido por esta gente como una donación para estimular la solidaridad y emulación, pero ellos no vieron la aurora de una ciudadanía sino clientes, consumidores. Son los mismos que hoy tiemplan el cordón de la inflación, desde ferreteros hasta concesionarios de automóviles, desde clínicas hasta agentes de transporte, desde el bodeguero de barrio hasta el importador de línea blanca. El empresariado en Venezuela ha sido de esa manera un aprovechador de la gesta cívica de la democracia, sin responsabilidades con la estructura de servicios, su grado de compromiso con el acuerdo es casi nulo; el consumidor antes no percibía la magnitud de la estafa porque la movilidad y la circulación misma de dinero, aunado esto a su modesto nivel de exigencia, mantenía la solvencia en una frontera límite.

Cuando en una insigne polémica Uslar Pietri sugirió que el Estado había arruinado a la sociedad, Mayz Vallenilla le contestó con argumentos, no el Estado, dijo, sino la empresa privada. El deplorable ta barato, dame dos mayamero le ayudaba a conciliar con el espejismo, es decir, si allá podía comprar dos y aquí uno, entonces la cosa no andaba tan mal. Pero es indudable que los altos precios de base especulativa y delictual condicionaron la capacidad de compra, en la relación horas de trabajo-bienes, y el bienestar del venezolano desde 1936 hasta hoy. Entonces, sí, querida Gisela Kozak, no son los portugueses de la panadería quienes nos roban, es el portugués que cada venezolano lleva dentro.

A su vez, el venezolanaje terminó convencido de que la existencia de refrescos de dos litros en las panaderías era un signo de abundancia y bonanza, para él su destino manifiesto se le revela en la bodeguita variopinta, en el quiosco y su cuchicheo, en el ventorrillo de toda laya donde cree percibir la actividad santificadora y el aroma del éxito. Pero esta ralea milita, tres de mis vecinos compran y venden, uno adquiere la totalidad de las asignaciones de una agencia de vehículos, lo que compra lo vende por cinco veces entre su particular clientela, otro no tiene la exclusiva y su departamento de usados es grande, el tercero le alquila transporte a Pdvsa, el pobre diablo apenas sabe escribir, pero cambia de camioneta todos los meses, quiere irse a vivir al norte de la ciudad pero nadie le dará lo que pide por casa actual en el suroeste. El que estafa al gobierno habla poco, los otros se quejan del gobierno y dicen que los negocios no van bien, militan.

Pero en otras áreas a estos capitanes de empresa el género tampoco los hace decentes. El año pasado una editorial nacional próspera me solicitó un estudio introductorio para los relatos completos de uno de nuestros clásicos. A mitad de la tarea les pedí los títulos ya publicados de la colección para familiarizarme con el formato y demás, no me dijeron que no pero nunca los enviaron, el monto que pagan por esta clase de estudio es casi simbólico, como para que te envíen, de obsequio, apenados, todas sus colecciones.

El venezolanaje, pagado del qué dirán, asocia solvencia con capacidad de pagar, no de compra, aquello le da seguridad, lo hace sujeto y actor, no pregunta cuánto cuesta ni se propone juzgar la relación precio-valor, así como comer en la calle le da un aire de hombre de mundo. Hace unos años, en Cumaná, José Balza preocupado me llevó a conocer la librería de Rubi Guerra. Estábamos en la Casa Ramos Sucre, pasó un taxi y le preguntó cuánto costaba el viaje, el malandro pronunció una cifra que indignó a Balza, luego otro y otro, hasta que nos fuimos en aquel que cobró el precio justo, es la manera de los nuevos ricos de modelar la inflación, también de los que confunden pudor con sentido común. El incidente me moralizó, ver a alguien como Balza ejecutando una de las maneras prácticas de mi fe.

En octubre de 1998 la Gobernación del Zulia le donó a una clínica de Maracaibo, conocida por su costosa hotelería, la bicoca de 50 millones, en los meses finales del gobierno de Lusinchi le fue perdonada a los ganaderos una deuda galáctica: el Estado roba a la sociedad y se lo entrega a estos plutócratas, Robin Hood al revés. En la citadelle, allá a finales de los setenta, otra clínica de esas se convirtió en un emporio con el seguro de los profesores de la centenaria Universidad del Zulia –hoy no le fía a la universidad ni una radiografía. El monto de las indemnizaciones (saqueos tras la muerte de Gómez en diciembre de 1935) que recibieron los comerciantes de Maracaibo en noviembre de 1936 es, al menos, escandaloso. En una rápida gestión López Contreras les entrega la totalidad de lo solicitado: 2.928.111.15 Bs., para tener una idea de la desmesura recordemos que la partida acordada para la reinstalación de la Universidad del Zulia, diez años después, es de 400.000 Bs. Estos mismos comerciantes crearon una situación de desabastecimiento en los días de la Segunda Guerra Mundial, se dedicaron a acaparar productos básicos para especular en los momentos de aprovisionamiento crítico, pues los mercantes eran asechados por los submarinos alemanes; el gobierno regional requisó los depósitos y fueron detenidos algunos de estos bodegueros. Estos son los “capitanes de empresa” de la sociedad renacida tras el gomecismo, salvada de la anarquía por una élite esclarecida, pero cuyo futuro debía estar en entredicho si iba a depender de aquella clase de fuerzas vivas, grupos ventajistas y predadores, entre ellos la felonía nunca estuvo mejor representada.

La gran novedad de los zafarranchos de estos días es la movilización espontánea de un sector de la ciudadanía, su insistencia ocupando espacios públicos y en una especie de resistencia pasiva, sin representación de organismos ni líderes reconocidos, parecen emerger de un letargo, el del fetichismo electoral y el presidencialismo. Pero me pregunto si estas muchedumbres, de claro sentido público y levantándose de la cobardía civil, son conscientes de los hábitos nauseabundos que pesan detrás de su indignación. Se me antojan la propia “muchedumbre solitaria”, forzando la esperanza y con el alma estragada.

Mientras los aprovechadores cierran sus tugurios y actualizan el inventario, mientras los ventorrillos descalabran a los compradores de empanadas, mientras el médico ajusta el precio de la consulta y se cepilla los dientes para acudir a la cirugía de la tarde, mientras la maestrica apura a los alumnos y no digiere los monosílabos trilíteros, mientras el ferretero dedica el domingo a remarcar precios de mercancía sin vencimiento, mientras el chofer de taxi decide dónde va y dónde no, y los por puestos de “Circunvalación 2” parten la ruta en tres tramos para cobrar tres veces por el mismo itinerario, mientras el vendedor de telas del Centro Comercial Caribe se echa una sábana encima y orina en pleno pasillo y luego tira su porquería a la acera como si fuera el patio de su casa, mientras la Alcaldía de Maracaibo nada hace para crear y resguardar los puestos de PCD, y el mismo día que un conjunto de personas distinguidas le hace la exigencia resuelve la solicitud de una pizzería para permitirle a sus clientes estacionar en la avenida 5 de Julio, en fin, mientras la infamia de los socarrones evoluciona, una calificada representación de la ciudadanía marcha y expone el pellejo. Pero si no son conscientes de aquella traición, entonces más les valdría haberse quedado en sus casas. Si detrás de aquellos muertos no hay un diagnóstico de los males, si aún no se ha hecho el descubrimiento de ese pozo infecto del cual fluye un vaho que todo lo inficiona, entonces esos muertos deben ser bien enterrados, digo, para que no se salgan de sus tumbas como espectros bañados en llanto, o para que las aves de rapiña no escarben entre sus despojos.

Por allá en 1944, en los días de la fundación de Anaco, la Guardia Nacional se estrena en una de sus funciones dilectas: reprimir a los ciudadanos, expulsa a plan y perdigones un grupo de familias que se instala en terrenos de la Socony Oil Company. Cuando oigo en estos días encarecer la unión de agredidos y agresores, especie de guerra florida confirmada por una mujer que comparte su agua fría con un guardia, siento que se pondrá de moda la retórica de la paz, pero esta vez acorazada de cursilería. Me pregunto qué entienden los desarrapados por paz, cómo puede haberla en un país que el año 2013 tuvo 25.000 homicidios, y casi 200.000 en quince años. En la guerra el armisticio es el cese del fuego y cesan los muertos, pero en una sociedad tomada por el crimen y derruida su estructura de convivencia, qué significa la palabra paz –violencia y criminalidad, carencias y desempleo no cesan con la firma de un acta. No me venga nadie a edulcorar el paisaje con una imagen mediática el día del blackout, cuando los medios se cortaron la coleta y se mostraron en su impudicia y desvergüenza; les advierto que soy débil de estómago, en todo caso pónganse lejos. El día que vi por primera vez la imagen de Geraldine, su rostro machacado por perdigones (mientras escribo ya sé que ha muerto), en la radio de la ciudad oigo la voz de una mujer que pide una canción para su marido, era un programa de complacencias. Más adelante observo la larga fila de los taciturnos en su diaria tarea del bachaqueo, para ellos el mundo es normal y perfecto. De vuelta a casa veo que alguien da unas instrucciones por Facebook, cómo debe ser la correcta protesta: no romper los materos, meterse el papelito en el bolsillo, dos pasos alineaditos, botellita de agua, escrutar el cielo, en fin; al lado, aquello que no debiera ser, un matero roto, con el escudo de la Alcaldía, donación del BOD. Entonces, la mujercita de la radio y los impasibles bachaqueros (sujetos que se dedican a comprar toda la existencia para revendérsela a los consumidores) son el tipo del ciudadano correcto, me digo.

Qué es una papelera rota o un semáforo rayado al lado de 25.000 homicidios. Pero no se trata de una predilección azarienta, la pizzería que tiene 65 años en ese lugar resuelve presto un conflicto espacial que atañe a una cuadra, pero una exigencia constitucional, consignada en una ley y normada por una Ordenanza municipal no es atendida y es pospuesta por la Alcaldía, aunque se trata de una demanda que atañe a un 15% (porcentaje de PCD) de la población de todo un país, no de una cuadra. Aunque la pizzería sea mayorcita, la República tiene 200 años. Ahora reparo en la total certidumbre de la vocecita de la radio y en el solaz de la mirada de los bachaqueros: son la sociedad real. La de los pragmáticos, tienen mayor capacidad de fuego, es decir, de chantaje, el orden está hecho para ellos, para la sobrevivencia de lo irregular.


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