Trata de quedarse como encapullado en una especie de limbo que se consigue evitando dormir del lado izquierdo o del lado derecho, boca abajo o en posición fetal. Ese limbo es un instante de alivio que alcanza girando la cabeza como quien intenta darle cuerda a un reloj que se ha trancado. El nervio ciático sigue actuando como uno de sus torturadores.

Es una verdadera puñalada trapera, un torero clavándole sus banderillas. La columna tampoco ayuda. Cruje y castiga. A veces se abstrae, vence el dolor y en sus ojos cerrados vuelve a ser un niño. Se observa destapando una lata de sardinas como si le diera cuerda a un reloj que se tranca. Toma una sardina descabezada, con su aceite oloroso. La abre en dos mitades perfectas, siguiendo las instrucciones naturales del filo del lomo y entonces descubre la columna fragilísima de la sardina.

Ay, qué dolor tan intenso el que fabrican en Corea del Norte. Los carceleros te miran con la crueldad de quienes no comparten idioma, costumbres ni añoranzas. Ninguno de esos rostros se parece a una de las miles de caras que ha visto desde la infancia en su pueblo natal. Le gustaría reconocer a un compadre, a un primo, a un amigo, en uno de esos rasgos.

Su cabeza toca una pared y sus pies sienten el frío de la otra. Ahora es cuando se da cuenta de la preciosa trascendencia que contenía aquella vida, cuando podía salir a la calle y echarse a caminar sin que ningún obstáculo detuviera su paso. Sentirse derretido por el sol, consolado por la brisa, y anhelado por las refrescantes sombras de algunos patios mozárabes.

El dolor que se origina por problemas en la columna es en realidad una multiplicación del dolor; cientos de aguijones pinchan todo el cuerpo invisible: el cuello, la espalda, los muslos. Y el nervio ciático empeora el cuadro. Punza crudamente cuando él trata de enderezarse: ese espacio es tan estrecho que no puede abrir los brazos para llamar a Cristo.

Los dolores se agudizan cada vez que comprueba la posibilidad de ahogarse en tanta estrechez. Además, el lugar es putrefacto, hiede, no solo porque tardan en llevarse el tobo con los excrementos y la orina, sino porque también, de lado y lado hay otras celdas donde hombres y tobos conviven apretujados y hermanados, injusticia con injusticia, mierda con mierda, mientras el sol, el agua y el aire fresco se ausentan. Hasta el punto de no existir.

Recordar a Carora y a sus rincones es como una medicina eficaz. Con todos los libros que ha leído y con toda la imaginación que tiene no puede ver el futuro, pero sus poemas son mensajes metidos en botellas que van por el océano del tiempo y está seguro de que un día llegarán a su destino. Piensa en cardones, en tunas, en queso de cabra. En nombres: Alirio Díaz, Chío Zubillaga, La Otra Banda. Piensa en Andrés Eloy Blanco, en Chejov y en Víctor Hugo. En Guillermo Morón, en Oscar Guaramato y en Miguel Otero Silva.

Sabe que está soñando ahora con todo eso. Debe ser por la incomodidad que va generando el calor. El olor a libros viejos pasa de repente cortando el aire como un murciélago en la noche.

Juan Páez Ávila es hechura de su tierra natal porque tiene la resistencia y la nobleza del cují; la capacidad de sobrevivencia del cardón; en cada casa donde estuvo encontró el oasis de la lectura. En Carora, la lectura es una sombra fresca y particular.

Es normal que el ser humano se aferre a sus orígenes y que la tierra donde ha nacido y crecido se traduzca en voz, en sensibilidad, en ubicación espiritual. Por esa razón, él nunca dejó de comportarse de acuerdo con la influencia de su tierra: “Esto lo escribo, lo cuento, lo hablo, lo convierto en memoria porque tiene que ver con Carora”.

Era de natural obligación escribir sobre la vida y la espiritualidad de un poeta de Carora, que estuvo encerrado siete años en una cárcel de Corea del Norte. Lo meditó, lo pensó, lo sintió tan profundamente, que escribió el libro como si él fuera Alí Lameda.

Muchas veces se paseó por Carora tratando de conseguir los puntos de vista y los asuntos poéticos que atrapaba Lameda. Y también leyó los mismos libros que cautivaban al poeta. Inclusive, en uno de los enormes caserones de Carora, estuvo escribiendo Juan, analizando Juan, soñando Juan. Y dormitó un poco en el sopor del atardecer. Se quedó en el capullo de un limbo, sin ganas de moverse para acá o para allá. Y tuvo que despertarse premeditadamente, a propósito, porque ser Alí Lameda no es fácil, no es cosa leve. El dolor arreció en forma tan desastrosa y desesperada, que se vio en la necesidad de pronunciar los nombres de Cecilio Zubillaga, Jorge Wolker, El Diablo Suelto y Alirio Díaz, hasta que le llegó la paz.

Se había sentido conmovido al leer las palabras que Alí Lameda le dijo a su cuñado, el periodista y escritor Carlos Díaz Sosa:

―Cuando en 1967 fui detenido en Corea, la dirección del Partido Comunista de Cuba, por boca de su Primer Secretario, había condenado y estigmatizado a la dirección del PCV, acusándola de traidora, reformista y pusilánime, y de haber vendido suciamente a la revolución venezolana… Con esto se inició una soez y gigantesca balumba de insultos y anatemas contra los dirigentes comunistas de Venezuela, a quienes se les acusó, incluso, de haberse apropiado de no sé cuántos millones de dólares –obtenidos como ganga y limosna en varios países socialistas, entre ellos Cuba– y de haberse convertido en agentes a sueldo del imperialismo yanqui. Para algunos dirigentes de Cuba, Venezuela era una especie de provincia cubana donde había que repetir (a toda costa) la revolución que ya triunfara en la isla. Todo esto fue producto de un mal momento hoy completamente superado, por fortuna, donde no dejaron de jugar su espontáneo papel, la intemperancia, el eufórico verbalismo, el fácil apasionamiento y nuestra alma latinoamericana, dispuesta a inflamarse por cualquier cosa.

Alí Lameda estuvo preso siete años por un tejemaneje. Y no pudo retornar a sus años de frescura, de optimismo, de amoríos.

―Siendo yo miembro del Partido Comunista de Venezuela, venía a ser también la víctima de aquella confusión, hoy ya superada por la lógica, el buen sentido y la natural compresión de las cosas. El hecho de que todas las diligencias que hiciera el PCV ante el partido de gobierno de Corea, pidiendo que le diesen (al menos) alguna información sobre mí, y otras manifestaciones por el estilo, no tuvieron éxito alguno. Prueba esta actitud que la dirección del Partido del Trabajo de Corea se sumaba a la posición de los dirigentes comunistas de Cuba, condenando también lo que en aquel entonces, a los ojos de estos, era una traición del Comité Central del PCV a la revolución venezolana e internacional.

Cuando todo eso se convirtió en historia y no se habló demasiado de la incómoda cuestión, el poeta Alí Lameda comenzó a protagonizar el final de sus días, que también fue un gran peregrinaje hacia la poesía de su verdadera patria.

Juan Páez Ávila quiso reconstruir aquella odisea, aquel drama. Y se metió en el alma y el cuerpo de Lameda. Conoció de sus lecturas, de sus pasiones, de sus intimidades. Y lo puso a dialogar con el futuro a través de un libro que contiene todo lo que fue y lo que será, bajo cualquier circunstancia, ese tenaz y amoroso creador caroreño.

Mientras inventa y recrea la historia del poeta que estuvo encarcelado en el otro lado del mundo, trata de quedarse como encapullado en una especie de limbo que se consigue evitando las pesadillas interminables de las dictaduras. Cuando se siente a salvo se despierta sobresaltado porque la rudeza de alguien hace saltar un garrote por encima de las rejas. Y el grito se entiende, porque es el mismo en cualquier idioma:

―¡Requisa! ¡requisa! ¡requisa!


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