…ni cuándo las noches son,

sino por una avecica

que me cantaba al albor.

Matómela un ballestero.

Dele Dios mal galardón.

Del romance “El prisionero”

(Anónimo)

1.

En 1983 se cumplió el primer centenario del nacimiento de José Ortega y Gasset. El embajador de España a la sazón en Caracas, que respondía por el nombre de Amaro González de Mesa y San Miguel, se puso en contacto con la Coordinación General de la UCV –entonces a mi cargo– para ver si era posible celebrar un simposio sobre tan importante efeméride.

El simposio, que se celebró con la solemnidad del caso en la que entonces se llamaba la Sala E de la Biblioteca de la UCV, sede de tantos foros políticos y culturales, fue presidido por el doctor Arturo Uslar Pietri.

Quede dicho, con admiración y no sin sorpresa, que la conferencia del señor Embajador fue de tal calibre que un acuerdo generalizado la calificó como lo mejor del simposio (y eso que junto a la de él se unieron las voces más autorizadas sobre la materia de la Escuela de Filosofía de la UCV). El único apoyo de que se sirvió fue alguna que otra caricia al micrófono que imitaba los primeros que se usaron en forma de cebolla en los estudios de radio.

―Son gente de carrera, muy preparada, estos embajadores ―me susurró el doctor Uslar Pietri―, muchos de ellos bien podrían desempeñarse como presidentes de cualquier nación latinoamericana.

―Lo que pasa es que yo he escuchado hablar de Ortega a mucha gente, ya que me formé un poco bajo la influencia del pensamiento de Ortega y realmente es admirable cómo el señor domina el tema.

En mi ponencia yo había glosado el sentido de la existencia ritual que creía rastrear en El hombre y la gente, de Ortega.

Concluido el acto y un poco también después de la sobrecharla, me dirigía a mi oficina cuando me alcanzó quien entonces era el jefe de la página de Opinión del diario El Nacional.

Me pidió si podría resumirle lo que había dicho en dos cuartillas para publicarlo en la cuarta página del periódico.

El día previsto le entregué las dos cuartillas.

Yo había publicado ensayos, artículos y sueltos, tanto en la revista Imagen como en otras revistas nacionales, pero seguía siendo en palabras del mismo Ortega “un honorable ninguno”. Era de El Nacional de donde salían quienes figuraban como escritores y tenían presencia en el país: los intelectuales.

Esa fue mi primera andadura con El Nacional. En términos marinos, fue como correr un mascarón de proa.

Días después, Julio Barroeta Lara, jefe de la página de Opinión, me ofreció una colaboración cada quince días sobre un tema cultural accesible al público del periódico.

Así lo hice.

Colaborar, si no tenías recadero –y yo dejé de tenerlo un año después del simposio de marras–, suponía trasladarse en persona hasta Puerto Escondido, sede del periódico.

Por allí coincidí de vez en cuando con escritores como Armas Alfonzo, tan injustamente hoy olvidado, e incluso con otros a quienes, por respeto, ni siquiera me atrevía a abordar.

Desde entonces han pasado 36 años en número, pero, sobre todo, en letras. Mis colaboraciones se extendieron más tarde al Papel Literario.

Un día después de leer una de las notas que le entregué, Julio Barroeta Lara me dijo que esa nota cuadraba mejor en el Papel Literario.

Levantó el teléfono y me puso en contacto con Luis Alberto Crespo.

Tuve la impresión de que el examen al que me sometió Luis Alberto respondía a una pregunta: ¿Y este pardillo de qué nido se habrá caído?

Pero meses después la empatía fue total.

―¿Y tú has jugado mucho al fútbol? ―me preguntó un día.

―¿Por qué?

―Porque parece que metes los goles por la escuadra…

―Cuando podía los paraba, porque, salvo excepciones, mi puesto fue el de portero.

Ha sido una amistad y, de mi parte una admiración por su poesía, pero sobre todo por su léxico llanero, uno de los puntos de esta vinculación con él. Creo que el respeto ha sido mutuo, pero eso pertenece más bien al terreno especulativo. El va por su camino y yo he seguido el que me corresponde.

2.

En referencia al periódico, me he considerado siempre un colaborador externo que no ha participado ni conocido las intrigas –que ha debido haberlas– ni he participado en las grandes reuniones donde se ha definido la trayectoria del periódico y se han tomado las decisiones claves.

–Funcionas más bien como un huésped –me dijo un día alguien tan connotado como fue el doctor Simón Alberto Consalvi.

–Es lo que toca.

Yo dirigía por entonces Video Fórum, de Radio Caracas, que fue, de la mano del profesor Moraña, una de las revistas más importantes de comunicación en Latinoamérica cuando todo solía pasar por el tamiz de la semiología y se había llegado a la conclusión de que el producto más apetecible sería en los próximos años el de la información. Llegaban un poco retrasados ya que el mismo Lutero al expandir sus tesis sobre la Reforma lo hizo sobre esa base al editar 600.000 copias por vez primera de sus obras. Este es y fue el camino. Sea como sea, mis ocupaciones antes de jubilarme como profesor en la UCV no me daban para más.

Cuando en 1989 Camilo José Cela ganó el Nobel de Literatura, en Caracas se supo un viernes, Consalvi me llamó a la casa y me dijo si podía prepararle algo sobre el personaje que mereciera la pena para que saliera el domingo en el Papel Literario.

Ese sábado de regreso de Puerto Escondido, pasé como tenía por costumbre por la librería Lectura para palpar alguna de las novedades. Me di cuenta de que también se encontraban en la librería el director de la revista Imagen Juan Calzadilla y su esposa.

En un momento, oí que el hombre le decía a su mujer: “Ese es el profesor Alegre”.

La mujer, ni corta ni perezosa, se acercó a saludarme.

Luego vino él.

―Creo ―dije― que en estos días va a salir en Monte Ávila una recopilación de algunos de mis ensayos y artículos no desechables –o sea de aquellos que creo van a disfrutar de cierto aire de permanencia– bajo el título Sombras de tejado. Si me da la dirección, tan pronto como tenga ejemplares, le envío uno.

Y así fue.

Otro día, viniendo de la librería de la UCV donde se estaba vendiendo bien –el librero diría saliendo bien– mi novela El mercado de los gansos y había un par de lectores interesados en que les firmara un ejemplar, me di cuenta de que, a las puertas de la oficina de Prensa, junto al Aula Magna, formaban un corrillo comentando sobre la situación universitaria, que era siempre tema de actualidad, Héctor Mujica y otros dos personajes.

Suelo –solía– caminar de prisa. Me llamaron.

―Profesor, aquí hay alguien que quiere conocerlo.

Hablamos, y de repente el profesor Mújica me preguntó: “¿Y usted a qué escuela literaria española pertenece?”

―Bueno, se habla de una escuela literaria leonesa, pero yo salí de León a los catorce años y ya no volví a vivir allí. Otras escuelas y otras tendencias españolas tampoco me dicen gran cosa. Voy por libre. Creo que tanto aquí, en Venezuela, si se organizaran bien las cosas, es decir, el sistema de divulgación, como en México, Argentina, Colombia y la misma España, la literatura venezolana tendría mucho que decir.

Por aquella época oficiaban en la ceremonia literaria en Venezuela escritores como Salvador Garmendia, Eugenio Montejo, Juan Nuño, Cadenas –que pareciera que nació ya aprendido–, Elisa Lerner y sobre todo el que fungía como mascarón de proa, Adriano González León, que ya había puesto el pie en el boom latinoamericano.

Para ese momento, tanto el Papel Literario como el mismo periódico, debido en parte a las colaboraciones internacionales, gozaba de gran prestigio.

Un día Francisco Umbral, que por aquel entonces vivía en la calle Félix Bois, en la zona Costa Fleming de Madrid, en el mismo edificio que un amigo mío, de Venezuela, después de habernos hecho el encontradizo con él, me presentó como “columnista de El Nacional”.

―Un gran periódico, dijo, un poco tardón, para pagar… pero solvente.

Él fue colaborador por temporadas. Hablamos de Victoriano Crémer, el gran poeta leonés en cuya casa nos habíamos conocido cuando publicó su novela El Giocondo, descatalogada hace tiempo. Pero ya para esa época, Umbral era uno de esos hombres que van quemando etapas y más que de un tacómetro necesitan un espejo para registrar cada uno de los movimientos en que andan invertidos.

Umbral ha pasado como uno de los grandes memorialistas de la posguerra y de la política españolas. Como él, en El Nacional ha habido figuras internacionales de gran relieve. Las sigue habiendo.

3.

Un día al hacer entrega de la nota correspondiente a la semana –ya me había ganado el título de columnista–, el jefe de la página de Opinión me dijo que si portaba la cédula de identidad conmigo.

―Acompáñame.

Nos fuimos a la oficina de la Dirección en Puerto Escondido, donde se encontraba Miguel Otero Silva.

―Como usted sabe ―dijo―, he dado la orden de que en la cuarta página (la de Opinión) no pueden aparecer trabajos bajo seudónimo, pero me dicen que usted se llama como firma, y no me lo creo… Demasiada coincidencia.

Le enseñé mi cédula, soltó una de aquellas risas suyas y dijo:

―No me queda más remedio que rendirme a la evidencia. Si con esos dos nombres, Alegre y Atanasio, no llegas a ser un escritor en toda regla, estás perdiendo el tiempo.

Se levantó, me dio una palmada afectuosa y hasta ahí llegaron las cosas, siendo así que yo creía haber metido la pata la razón por la que el jefe de página me hubiera llevado hasta la oficina del jefe de los jefes.


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