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A cien años de la muerte de José Gregorio Hernández (Isnotú, 26 de octubre de 1864 – Caracas, 29 de junio de 1919), su figura se agiganta por el inmenso sentimiento de bondad, por la irradiante dimensión ética; y en la paradojal confluencia de la afirmación vital de vida y el irrenunciable impulso hacia lo divino.

Puede decirse que la bondad, el amor al semejante: mano extendida para, desde la fragilidad de sí atender a la fragilidad del otro, tal como ocurre de manera contundente en el amor materno; y en vertiente contraria,  la crueldad y la violencia contra el otro se encuentran también paradojalmente, en la estructura pasional del ser, constituyentes también de la condición humana, como la otra orilla del río de la vida, y que, de Plauto a Hobbes es posible sintetizar en la expresión homo homini lupus; quizás podría decirse que el gran aporte del cristianismo a la aventura humana sobre la tierra es el sentimiento de la bondad y el bien, como entrañable lazo de un humano ser y otro. Y ese lazo se enhebra  en la eticidad, acaso la más humana de las configuraciones de la espiritualidad sobre el lienzo del mundo. El cristianismo le da a la civilización los dones de una ética de la bondad y el bien; y una ética de la esperanza y el perdón.

En el horizonte de 153 años de su nacimiento y cien años de su fallecimiento, el arco de una vida, la de José Gregorio Hernández, brilla con las resonancias de la bondad y de una dimensión ética a toda prueba.

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Si recordamos la hermosa frase kantiana, “El cielo estrellado sobre mi cabeza, la ley moral en mi corazón”, y si nos permitimos jugar un momento sobre su sentido para reflexionar sobre la vida de José Gregorio Hernández, podríamos decir que dos fuerzas contrarias y complementarias tejen en esta vida: la vocación de santidad, que lo llevará por los caminos de la oración hacia una discreta soledad donde se abrirá el camino a lo divino, con su llamado y su imposibilidad a la vez; y su vitalidad en el estar-en-el-mundo, orientado por la ley moral de su corazón, desplegando la bondad, en su práctica médica y en la enseñanza, que lo llevó a ser una de las personas más queridas por sus contemporáneos; amor que no deja de multiplicarse desde aquel fatídico día de junio de 1919. El ansia de santidad va unida sin duda a la humildad,  otro de los grandes sentimientos cristianos que lo llevaban a no sentirse digno, tal como dice en profundidad la oración, “señor, no soy digno de que entres en mi casa”;  iluminado por el brillo de la fe desde niño que lo lleva a “estar en Dios”, a intentar alcanzar la experiencia de lo sagrado. La fe, ese escudo que, como la atmósfera que protege a nuestro quizás errático planeta de los devastadores rayos cósmicos, nos protege contra la angustia, según las palabras de Kierkegaard, y que nos es arrebatada por los vientos de la modernidad y la secularización.

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Una vida como desprendimiento y viaje a lo sagrado que lo llevará a habitar la oración como se habita el verso de un gran poema, a intentar huir del mundo; y así, en 1908 su retiro a la Cartuja de Lucca, en Italia, donde, como Fray Marcelo vivirá en el silencio y en la oración; y luego, en 1913, insistirá en el Colegio Pío Latinoamericano de Roma, pero la salud le impedirá cumplir con su fundamental intencionalidad: viaje de la vida hacia el cielo estrellado; hacia la casa de Dios; y regreso en una suerte de imposición divina para estar-en-el-mundo y asumir su destino en la enseñanza y en la práctica de proteger la salud de sus contemporáneos, desde el presidente de la República, Juan Vicente Gómez, que admiraba su genio profesional, hasta la casa más humilde de la ciudad, a la que llegaba, atendía al humilde paciente, y muchas veces salía a la botica más cercana y regresaba con los medicamentos y los pasos de su bondad.

El doctor Hernández fue un distinguido académico de la UCV. Después de estudiar becado en París con el famoso bacteriólogo Matías Duval, trae el primer microscopio al país, funda la cátedra de Histología, inicia una investigación experimental, en el espíritu mismo de lo que será la universidad venezolana, y será uno de los pioneros de la moderna medicina venezolana.

Entre 1909 y 1913, el doctor Hernández realiza una serie de publicaciones científicas que lo llevan al más alto reconocimiento. Se reeditan sus Elementos de bacteriología, de consulta recurrente por los estudiantes; y como resultado de su investigación, acompañado de estudiantes y colegas, publica su importante trabajo “De la nefritis en la fiebre amarilla”; en abril de 1910 aparecen publicados en la editorial de El Cojo Ilustrado, sus Elementos de embriología; en abril, en La Gaceta Médica de Caracas su trabajo “Lesiones anatomopatológicas de la pulmonía simple o gripal”; en 1912, con su discípulo Felipe Guevara Rojas, publica el “Estudio sobre la anatomía patológica de la fiebre amarilla”, entre otros trabajos.

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A lo largo de 1912 publica en El Cojo Ilustrado tres hermosos cuentos: Visión del arte, donde hace confluir belleza, arte y divinidad; En el vagón, atravesado por la reflexión sobre determinismo y libertad; y Los maitinis, en homenaje a La Cartuja que representará  para el escritor el centro de la sacralidad. Es también el año de publicación  de su Elementos de filosofía, donde problematiza la relación entre ética y estética y donde pone en evidencia su conocimiento de momentos fundamentales de la filosofía en Occidente, de manera especial de la filosofía griega y de la filosofía cristiana de la Edad Media.

José Gregorio Hernández repartía los dones de la bondad en su entorno familiar, de la que era sostén y guía espiritual; en sus amigos, en especial en su amigo de estudios y de pasión por el conocimiento, Santos Dominici, en su entorno académico y científico, donde practicaba una aguda tolerancia, tal como ocurría con Luis Razzeti, eminente médico y profesor, de manera especial en la polémica auspiciada por este sobre creación y evolución, en el eco de las recientes propuestas de Darwin. Especial atención merece su relación con Rafael Rangel, frágil y genial, quien en situación conflictiva de vida, y teniéndolo como modelo a seguir, demandará su amor y protección. Enceguecido quizás en su conflictividad, no veía la continua mano extendida del maestro que de manera discreta, donde una mano no se enteraba de lo que hacía la otra, lo protegía y le abría puertas para que el joven de Betijoque encontrara sus oportunidades. Hernández sufrió  en silencio, como si de un cilicio se tratara, los torvos señalamientos de una persona u otra, después del suicidio de Rangel.

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En la trayectoria de vida de José Gregorio Hernández cabe destacar sus dotes de bailarín, en fiestas familiares en Caracas e Isnotú de su juventud, y su talento musical, sobre todo para el piano; y es de destacar la claridad ética de su vocación de vida dedicada a Dios, atravesando con bondad y firmeza las “tentaciones en el desierto”, tal la expectativa amorosa de la hermana de Santos Dominici, rápidamente desencantada, tal la serena actitud ante Madame Chatton, cuando sus amigos de estudios quisieron  hacerle una broma en sus días en París.

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En sorprendente frase del “Prólogo” a la segunda edición de Crítica de la razón pura, Kant dice: “Tuve… que suprimir el saber para dejar sitio a la fe”: el pensamiento y la fe como líneas paralelas para forjar distintas visiones de mundo, la necesidad de recuperar la fe como escudo para salvarnos de la condición abismal del sin sentido. En la vida de José Gregorio Hernández esas dos líneas se materializan en dos tipos de viaje, con distinta intencionalidad, atravesandoel Atlántico: el viaje hacia la formación académica; y el viaje para la separación del mundo y así acceder a la plenitud de la sacralidad. Testimonio del cruce de esos dos tipos de viaje, vitales en su vida, es la foto tomada en Nueva York el 6 de octubre de 1917, convertida luego en ícono de su estar-en-el-mundo. El escritor Raúl Díaz Castañeda, su más importante biógrafo, nos ha revelado la poderosa gravitación de la figura de José Gregorio Hernández como hombre de conocimiento y de pensamiento y como hombre de inquebrantable fe y bondad; ha señalado su aporte a la cultura venezolana; y a la espiritualidad, acaso lo que justifica la presencia del hombre en el cosmos. 


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