Aproximación

El mundo que vivimos ha podido ser el resultado del enfrentamiento ideológico de dos sucesos de naturaleza mítica, es decir colectiva y poética, nacidos de grupos humanos desde que el hombre tuvo conciencia. Uno se sustentaba en un estadio inconmovible, asentado en la idea de una edad de oro y que nos decía que hubo un tiempo de paz y abundancia. Era la Arcadia del poeta Virgilio, o el Edén bíblico: un lugar bucólico de felicidad inmaculada. Y sin embargo, esta idea de paz, al ser estática, condenaba al hombre a la inmovilidad respecto de la creación. El pasado era un continuum fundado en la piedra tradicional. A ese pasado el hombre ha querido regresar con la idea de la felicidad como propósito vital.

El otro mito, también con base histórica y raíz poética, proviene del peregrinaje humano que se inició cuando el fundador Abraham abandonó su lugar natal, Ur, en la Mesopotamia que hoy es Irak, para buscar la Tierra Prometida. Era el inicio de la utopía que miraba el futuro y el cambio fermentado por las revoluciones. Este tránsito iniciado por Abraham se afirmó con el cristianismo, con la llegada del Mesías que instauraría el reino de Dios que proclama la agonía, el ‘agon’ griego. No es ahora el extático mundo de la contemplación, sino la contradicción dialéctica que origina oposiciones y la revolución en sus distintas expresiones. El Cristo lo dijo explícitamente: “Vine a meter fuego en la tierra, ¿y qué he de querer si ya prendió?” (Luc. XII: 49-54). Su dicho era el anuncio de la discordia que todavía nos divide.

Los grandes pasos del humanismo occidental tuvieron el precedente de la cultura griega, a la que se abrió el mundo romano del siglo I A.C., para recibir los ciclos de estudio de las escuelas filosóficas del período helénico.

Nos lo dice Marguerite Yourcenar, a propósito de su obra dramática El misterio de Alcestes:

“Si la humanidad está destinada a sobrevivir, la civilización de mañana será, como fue la de ayer, construida evidentemente siguiendo las líneas de las grandes tradiciones humanistas y clásicas, líneas que fueron trazadas por Grecia en su mayor parte. Pero, justamente, esa tradición tan variada, tan poco exclusiva, pertenece ya a todos: Shakespeare y Tolstoi me parece que forman parte de ella tanto como Sófocles; Einstein con el mismo derecho que Euclides”.

I

El personalismo ha sido el fundamento de la civilización occidental desde el renacimiento, y surgió del cristianismo, concebido entonces como conjunto de principios ideológicos de civilización que surgieron de sus acciones y parábolas, y no como filosofía o religión, creador de efectos perdurables en todos los sectores de la vida.

El misticismo oriental, concretamente el budismo, propone la disolución de la personalidad, el instante en que el individuo es capaz de traspasar los límites de su individualidad para integrarse en el ritmo del universo: es la renuncia a la personalidad.

La idea del personalismo, propuesta por Emmanuel Mounier, no es una filosofía de la historia ni una teoría política. Es un movimiento de acción social de tipo cristiano que une fuertes elementos comunitarios con la reflexión sobre el sentido transcendente de la vida. No propugna una ideología ni posee un método desarrollado para difundir alguna tesis: no son sus seguidores militantes de ningún sistema. Se trata de orientación de la vida en sentido comunitario. Para comprender su propuesta es necesario asumir, casi como un axioma, o como una regla de vida, que “persona” significa mucho más que hombre, e incluso que el sentido de lo individual.

Alma es el impulso vital y de la sensibilidad, pero es también el principio irreductible, una sustancia que mueve la actividad espiritual del ser humano. Es la singularidad que hace del hombre una entidad única. La cualidad de persona se refiere al ser UNO, un ser propio distinto de los demás. En palabras precisas lo expresó Tomás de Aquino: “El ser pertenece a la misma constitución de persona”.

Quiero decir con esto que se trata de un complejo unitario de civilización y cultura.

Es la persona humana como individuo la que constituye el centro de interés de todos los sistemas sociales y políticos desde la instauración del cristianismo, y que asume carácter determinante en el renacimiento. Se planteaba la valoración de la persona, para que fuese la conciencia individual la que dictara modos de conducta conciliables con principios de razón.

La filosofía ha tomado a la persona como fundamento del humanismo, y en todos los sistemas filosóficos el ser humano es el centro de atención predominante hasta hoy.

El idealismo afirma que mi “Yo” es el centro de la realidad. Conciencia significa que el concepto de universo nace de la percepción individual: el universo es mi universo, y a esa visión intransferible se vincula el correlato del yo: el mundo, pero no en su aparición física, mundanal, sino como mi visión inmediata en la realidad circundante, porque si desaparezco yo, conmigo también desaparece mi mundo. Seguirá para los demás, sin duda, pero el único mío es el que me ha rodeado y en el que he existido y al que he valorizado, y el sentido de valoración está en todo el ámbito humano.

La vida es coexistencia del yo y del mundo, es ocuparse del conjunto que compone la existencia: seres humanos, forzosamente juntos, y las cosas de las que nos servimos.

Y aquí entra en juego la ética: es decir la costumbre como el modo de relación armónica de los individuos. El filósofo y académico venezolano Atanasio Alegre nos ha explicado que “la ética era en el indoeuropeo el lugar donde los animales regresaban de noche a dormir”, con la conciencia en paz y lograda la seguridad del entorno. La costumbre regulaba el comportamiento humano, y se erigía así la idea de la ética como virtud o como costumbre del actuar con excelencia. El vocablo virtud fue sustituido por la palabra valor, cuya función remite al juicio crítico del imperativo moral kantiano.

Todo lo que está fuera de mí o más allá de mí se manifiesta y tiene expresión solo en mi propia vida. Las demás entidades del mundo: seres humanos y objetos mundanales se dan únicamente en mi realidad radical, a mi vida corresponde el primado en el concepto del universo. De allí que la realización de los valores solo tiene sentido para mí, que es vida individual.

El fenómeno social está sostenido por la ética o la conducta del individuo frente a los demás; es decir por el comportamiento ordenado y armonioso dentro de la diversidad individual: cosmos. La persona es la finalidad del grupo, y este un instrumento al servicio de los individuos, para que puedan cumplirse de ese modo los valores más altos en beneficio de la totalidad social. La civilización como técnica racional de existencia estatuye las reglas.

II

Erasmo de Rotterdam ha sido, quizás, el ejemplo del individualismo mejor realizado. El pensador holandés concedía a todas las ideas sus derechos, y no le espantaba la diversidad del mundo ni sus contradicciones. El espíritu humanista no valora las contradicciones como elementos hostiles y busca una unidad superior. Erasmo sabía conciliar el cristianismo y la Antigüedad, libertad de fe y teología escolástica, renacimiento y Reforma. Y la vía del humanismo para lograr ese acuerdo fue para él la cultura. La violencia que limita la libertad individual y la de opinión: la inquisición y la censura, hogueras y cadalso de tiempos superados, se han impuesto hoy por el fanatismo de mirada estrecha y voz sin contrastes.

La persona ha encontrado su opuesto en las concepciones transpersonalistas, que no consideran al hombre como ser moral, es decir como persona con una misión propia. Tales ideas están enfocadas en un sentido utilitario destinado a la obtención de finalidades ajenas al individuo. De allí surge el nacionalismo romántico como desvalorización del sujeto a favor de una realidad sustantiva: el alma nacional.

Me he permitido tomar algunas ideas del pensador venezolano José Rodríguez Iturbe, modificándolas en lo que sea pertinente a esta exposición:

“Marco misterioso el de la historia. Marco de libertad y gracia. Marco humano y sobrehumano, de grandeza y de bajeza, de héroes y canallas. Marco sobre el cual, en el estudio, se vuelve, una y otra vez, buscando desentrañar, comprender, un poco más a quienes nos han precedido, la razón o la sinrazón de los comportamientos rectos y de los torcidos. Porque la exigencia de la racionalidad en la comprensión de la historia no es una exigencia de simple racionalidad, sino de una racionalidad moral en función de vida social, es decir Ética, sin la cual lo propiamente humano quedaría velado, oculto bajo una lluvia de múltiples escorias”.

El escritor rumano E.M. Cioran, a quien se ha calificado de escéptico cuando da su visión del ser humano ante la avalancha ciega del pensamiento único, nos ha dejado estas palabras:

“En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas”.

Resulta ingenuo hablar contra las ideologías en sí mismas, pues no es posible al hombre vivir sin ideas organizadas como vehículo para un fin determinado. Tampoco puede la sociedad organizarse y progresar sin un esquema intelectual. Se trata en sana aplicación de interpretar lo existente y explicar el pasado para crear el modelo ideal. La deformación dañina ocurre con la implantación de un sistema en el que la idea pierde su natural esencia de expresión humana, para convertirse en el bloque pétreo de normas y principios que se imponen como fundamentales y de obligatorio acatamiento: el fundamentalismo ciego.

En una conferencia dada por Jean-Paul Sartre en 1945, el polémico filósofo defendió su tesis del existencialismo para darle el rango de humanismo. Fue la denominada Querella del Humanismo, que tenía como propósito atribuir al vocablo un sentido invariable, después de las distorsiones que la Segunda Guerra Mundial había producido haciendo del concepto humanista una idea siniestra. Estaban en la querella ideas contrapuestas que en ningún caso pretendían desconocer la validez del humanismo como tema de especulación filosófica.

Una tendencia iniciada por Heidegger renunciaba a la idea de “Hombre”, para quitarle la cualidad de sujeto y llevarlo a convertirse en pastor del “Ser”. Una posición estrictamente ontológica.

También el marxismo prescindió del humanismo como objetivo de su programa ideológico: mirar al hombre concreto, ajeno a las abstracciones del planteamiento existencialista y, más aún, al sentido trascendente de la filosofía nacida de Platón, y situarlo en el sistema social del capitalismo como un elemento material de riqueza que se propone combatir.

Sartre ha fijado su posición al afirmar que el humanismo está en el fondo de la existencia: el hombre situado fuera de sí mismo, proyectándose hacia el otro para existir, persiguiendo fines trascendentes que lo rebasen de su propio yo. “En el centro de ese rebasamiento no hay otro universo que el universo humano”.

El filósofo francés se propuso exaltar al hombre, al que antes había olvidado en su entidad constitutiva, para situarlo ante la vida activa y hacer de la existencia humana algo concreto capaz de separarse del reduccionismo marxista. En la idea de compromiso surge la “situación” sartreana, con el espíritu de Pascal como sostén. “Comprometerse en una situación concreta es la consecuencia de asumir que no se puede vivir en la pura abstracción conceptual. Todo el mundo está siempre en una situación determinada y nos toca ser responsables de ella”.

Dentro del existencialismo, Albert Camus puso la vida por encima de todo sistema, y lo expresó diciendo que la única moral capaz de hacer vivible el mundo es aquella que sea capaz de sacrificar las ideas cuando ellas colidan con la vida, aunque sea de una sola persona.

La filosofía, antaño solo metafísica, se torna humana y social, en guerra contra un mundo ajeno al hombre ante la existencia.

Nuestras inquietudes por hallar un equilibrio entre esencia y existencia encuentran hoy una conciliación: no son inseparables la esencia y la existencia. Totalidad y unidad deben ir parejas en la constitución de un humanismo real, o quizás una utopía real, como denominó Erich Fromm a este nuevo humanismo que pone el enfoque en la ética como ciencia de la conducta: la finalidad y los medios de la naturaleza humana para alcanzar la convivencia. Lo que constituye la existencia individual nace de la propia conciencia, es nuestra propia voz radicada en la personalidad como motor del funcionamiento de todas las capacidades del hombre.

En Kant advertimos otro elemento: la lógica. El problema ético ha quedado vaciado de su propio contenido y pertenece al razonamiento como guía de la conducta humana. Es la ética un engranaje lógico, no obstante el predominio de la moral. La bondad de una acción se califica por su corrección lógica: “Obra de tal manera que la máxima de tu conducta pueda servir de ley universal para todo ser racional”. Se propone crear una ética formal, a priori, universal y necesaria para todos los hombres, y de ese modo establece el imperativo categórico del obrar rectamente.

El kantismo parece unir la moralidad y la ética en una sola expresión. No juzgamos ya el motivo singular o factor individual; es la razón pura práctica, patrimonio cultural del hombre en tanto ser colectivo.

Lo contradictorio se presenta cuando la idea abstracta cobra un sentido personalista que se pretende fundar sobre el concepto de libertad. Surgen así las oposiciones: la libertad concebida como una idea impuesta. Negamos al otro y terminamos negándonos a nosotros mismos.

Es lo que dijo nuestro Mariano Picón-Salas, recordando a Locke: “La pretensión de imponer lo mejor suele engendrar la tiranía”.

El hombre es la unión de la virtud y de las pasiones irracionales, y nunca en la historia ha habido tregua en estas oposiciones. Si vemos la presencia continua de la guerra, llegamos a un callejón cerrado: habrá guerra mientras exista el hombre. Admitió Erasmo que: “Se ha llegado a tal punto, que pasa por bestial, necio y anticristiano el que se abra la boca en contra de la guerra”. “Todo derecho tiene dos aspectos, todas las cosas están teñidas y descompuestas por el partidismo”.

El mundo actual se apoya cada vez más en la ciencia y la técnica, y ha desplazado al terreno de algunos pocos el estudio de aquellas disciplinas de las artes. Esta situación ha creado un humanismo distinto, llamado por el filósofo venezolano Ernesto Mayz Vallenilla “humanismo político”, que no es el de la praxis de la política como expresión del poder, sino una actitud que concibe la sumisión de todo programa ideológico al hombre y su existencia terrenal, y tiene como sostén del nuevo concepto la libertad y la dignidad del ser humano. Las ideologías hablan vagamente del hombre y de la humanidad, pero pretenden sujetarlo a la idolatría de las ideas y las aberraciones a que conducen las utopías ideológicas. Se trata, entonces, de integrar la existencia humana al nuevo orden social de dimensión planetaria, con un sentido de compromiso en el destino colectivo. Es la actitud humanista de Mayz Vallenilla.

III

El humanismo no plantea la oposición entre las ideas de lo trascendente o divino ante lo humano en sentido estricto (sin tratar en forma individual ninguna de las doctrinas teológicas que nos ha dado la historia). Lo cierto es que en el concepto de humanidad está implícita la idea del Dios omnipotente: la verdad de Dios ilumina la verdad. En el fondo del pensamiento están unidos: por el misterio, por la virtud del individuo, por la otredad y la conciencia intransferible. Nuestra conciencia se dirige a Dios aun sin proponerlo. Así como buscamos al otro que completa la existencia, hacemos como dijo Pascal que le habló Dios: “Me buscas ahora porque ya me habías encontrado. De otro modo no me buscarías”.

Nada podemos conocer racionalmente de lo divino mediante el análisis para llegar a la esencia de Dios. Esta imposibilidad racional nos deja en la incertidumbre y el silencio: Dios está más allá de toda proposición racional vinculada con lo finito, es decir con el hombre. Y es allí donde se halla la revelación. Si tuviésemos certeza racional plena, acabaríamos en la intemperie de la desilusión.

El hombre primigenio tenía un sentimiento de confianza hacia lo que estaba en su hábitat, su mundanal espacio: era un cosmos: orden y armonía. Después, con la entrada del posmodernismo y hasta hoy día, el ser humano está imbuido de desconfianza, y el mundo es caos.

Gilbert K. Chesterton desarrolló estos planteamientos con el fino humor compasivo que lo caracterizó, sin perder la orientación de sus intuiciones. El entendimiento racionalista desconoce las energías exteriores y la aparente y generosa indiferencia de la tierra. El racionalismo explica los hechos humanos, pero no piensa en las realidades humanas que estremecen por su contingencia: el sentimiento y la pasión del amor, el miedo, la duda, la ansiedad de infinito; o el hecho estético que nos toca como la inminencia de una revelación, tal como nos conmueve el gran Magnificat de Juan Sebastián Bach.

El cosmos es la mística del poeta o del filósofo, y puede ser tan grande como el mundo. En la Grecia olímpica Apolo fue designado dios de la imaginación y de la salud, al mismo tiempo: padre, a la vez, de las ciencias y de la poesía.

La doctrina del espíritu no opone obstáculo al pensamiento racional junto a la imaginación: por el contrario, deja entrar las emociones y la magia oculta en el paisaje, da paso a la fe y la esperanza y las hace vivos alicientes para no caer en el hondón de los actos banales de la rutina. Lo que sí suelen hacer las negaciones sostenidas por el materialismo es cerrar la intuición y llevarnos a la fatalidad. Y así lo dijo Chesterton: “Bien hacen en llamar a su ley la ‘cadena de la causalidad’. Es la peor cadena que han podido padecer los hombres”.

Dios es Unidad, Dios es Colectividad.

Conclusión

No podemos comprender el mundo y el acto de existir sino desde y para el individuo libre en el mundo; el hombre vive en libertad dentro de su espíritu, y ella consiste en que debe elegir sus propios actos y omisiones y es responsable del ejercicio de esa libertad ontológica.

José Vasconcelos, el gran ensayista mexicano, ha afirmado la necesidad de la purificación de la conciencia individual mediante la yuxtaposición del pensamiento crítico con la fantasía, producto de la imaginación no racional. Es un punto de magia compuesto por el conocimiento y la sensibilidad poética: “En la conciencia se aprende, se disuelve y se vuelve a engendrar todo lo que existe. El mundo entero se vierte en mi ser y de él sale organizado, viviente”.

El efecto de esa fusión debe producir la comunión de lo disímil: diversidad en la unidad. La razón y la poesía conciliadas.

Atrapar la regla lógica –el logos: palabra y razón– y soltar el corazón para que mueva la fantasía poética; porque de otro modo, ¿quién nos consolará del minuto que pasa, quién nos persuadirá de aceptar la muerte de la rosa, de ver extinguirse la frágil belleza del atardecer?


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