No sería exagerado asociar las expectativas de Paul Parrella con aquella aspiración de Cezanne: “Quisiera pintar espacio y tiempo para que devengan las formas de la sensibilidad de los colores, porque a veces imagino los colores como grandes entidades monumentales, seres de vida pura”. A partir de una semejante convicción, Parrella impulsa una pintura que transcienda cualquier limitación y que trastoca supuestas referencias. El resultado perceptivo se hace entonces generativo en tanto que cada mancha cromática promueve lo que ella no era antes. Calzan, con cierta precisión aquí, las ideas de caos, abismo y germen con las cuales Deleuze alude al concepto de “Diagrama” en la pintura. Afirma el filósofo: “Una pintura que no comprende su propio abismo, que no presiente un abismo, que no pasa por un abismo, que no instaura sobre la tela un abismo, no es una pintura”.

La esencia de esos efectos de caos, abismo y germen está muy relacionada con la sustantivación que adquiere la mano en la resolución de estos cuadros. En efecto aquí la mano adquiere una extrema “voluntad” que se subleva a los designios del cerebro y de los ojos. Incluso, podríamos aseverar que, así como Gauguin hablaba del “ojo en celo del pintor”, en el caso de Parrella podríamos pensar en la “mano en celo del artista”. Esta sensación se hace tan intensa que algunas obras transmiten la sensación de que la mano no solo puede llegar a imponerse al ojo, sino que incluso puede ir en su contra. En este contexto es posible recordar que mientras en la pintura figurativa la mano sigue al ojo, en la pintura abstracta es la mano la que prevalece por encima del ojo. En cierto sentido, la mano de nuestro artista alcanza una ceguera que la hace independiente y hasta arrogante, vehemente, impositiva y violenta. Deleuze llega a utilizar la expresión “mano desencadenada” y de manera explícita precisa que “la mano desencadenada es la mano que se libera de su subordinación a las coordenadas visuales”.

Sin duda, la plenitud desencadenada y libertaria de la mano conduce a Parrella hacia las estelas e, incluso, hacia el propio núcleo del expresionismo abstracto. No teme asumir explícitamente sus categorías estéticas porque este resultado no proviene de un acomodamiento forzado y menos de una nostálgica “retrotopía” (según el concepto de Bauman) o de una estratégica “retroproyección” (según la noción de Pániker). Su respuesta se instala, más bien, en la fuerza de un regocijo vivencial y en la intensidad de una realización estética y, como sabemos, estas fundamentaciones no aceptan eufemismos. Nos auxilia en esta explicación la poderosa afirmación de Deleuze: “Para un expresionista la pintura abstracta no peca en absoluto del ser demasiado abstracta, peca de no serlo lo suficiente”. No podríamos descartar que, en el marco de estas especulaciones interpretativas, el artista pretenda ir más allá del expresionismo abstracto a partir del expresionismo abstracto, con lo cual adopta un esfuerzo semejante al que se planteó Theodore Adorno cuando pensó en ir más allá de un concepto a partir del concepto.

Es conveniente decir también que el arrebato impulsivo de la mancha pictórica no actúa como una catarsis que libera totalmente al artista de su expectativa reflexiva. No se trata solo de un desahogo sino también de una afirmación en la cual pasa revista de su responsabilidad ante la realidad y de su conciencia respecto a su aporte. Muchos artistas entienden que lo importante es la denuncia explícita e incluso el panfleto desnudo frente al entorno, en cambio, otros aprecian que no se puede impactar la realidad si previamente no se ha operado una transformación interna y profunda. Dentro de la segunda acepción se encuentra Parrella, en tanto que su disposición se proyecta hacia una visión prospectiva que en ningún caso sacrifica lo más prístino de su compromiso creativo. En efecto, cuando él revisita singularmente un cuadro en ejecución también se opera una redimensión de su autopercepción. El artista nunca se ausenta bajo la excusa de delegar toda la dinámica creativa al impulso instintivo de sus manos. Las potencialidades que adquieren sus ejecuciones en este desenvolvimiento también se convierten en curiosos grados que intensifican su reflexión como artista.

Sin duda, la pintura es el fin de su obra pero también es pauta para su vivencia creativa. En esta acepción se explica su afirmación de que: “Para hablar de pintura hay que sentir la pintura, vivir la pintura, devorar la pintura”. Él suelta un pedazo de su espíritu en cada realización pero, igualmente, recoge un pedazo de su espíritu en cada una de sus ejecuciones. En el marco de esta interpretación puede entenderse que, en épocas tan aciagas y cargadas de tanto vértigo, se estimula la protección que proporciona la abstracción; pero también ocurre que la abstracción puede servir de recurso de concienciación de un entorno y de vinculación con una sensibilidad. Es en este ámbito donde Parrella es capaz de agigantar su voluntad creadora. Incluso, podría pensarse que es algo semejante a lo que ocurre cuando uno adopta la adecuada distancia ante un cuadro para capturar la mayor profundidad de sus estatutos conceptuales y de sus códigos plásticos. Desde muy cerca no siempre se comprende mejor una realidad, más bien pueden operar distorsiones que embriagan la actitud inmediatista, a costa del alejamiento personal de una vivencia esclarecida. Debe advertirse que, muchas veces, por abordar ansiosamente la denuncia de una realidad se promueve la pérdida de su entendimiento. Cabe entonces parafrasear aquella sentencia de Rafael Cadenas, según la cual, no encontrarás lo que buscas porque lo que buscas salió a buscarte. En el caso de Parrella, este riesgo no opera en tanto que lo que se busca no es lo de afuera sino la primordialidad de lo que procede desde adentro.

Lo anterior, quizá, nos ayuda a comprender las secretas sugerencias que emanan de sus cuadros. En efecto, muchas veces, en lo visiblemente indeterminado y abstracto hay significados escondidos que, más que referencias, cristalizan esencias poéticas que se revelan como un misticismo cromático. Pensamos que esta asociación admite la acepción de Ludwig Wittgenstein, según la cual se puede vincular lo místico con el mostrarse de lo que no puede ser dicho. Sin duda implícitamente aquí atendemos a su célebre sentencia: “Sobre aquello de lo que no se puede hablar, se debe guardar silencio”.


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