Con los elementos de juicio que le aporta su condición de filósofo y su profesión de cocinero –o viceversa– el intelectual de los fogones, a partir del detonante de una pregunta sobre el porqué la cocina de su país es una de las mejores del continente, prepara una chispeante disertación. Desde Platón hasta Lyotard, pasando por sor Juana Inés de la Cruz, y con los condimentos de la lingüística, analiza los sabores y sinsabores del sentido del gusto y lo que con él se relaciona, cuando se someten al tamiz de la reflexión filosófica.

Si de clichés se trata es fácil imaginar a un cocinero en sus fogones y a un filósofo entre libros y anotaciones, pero ¿cómo imaginaríamos a un cocinero filósofo? Pasaría algo como lo que me sucede a mí: soy un cocinero que podría quedarse ensimismado en sus pensamientos hasta que se le queme el arroz. Pero para no llegar a esos extremos, en esta ocasión permítanme ser más filósofo que cocinero, y concédanme divagar entre conceptos culinarios de rama en rama. Este es el paseo conceptual que les propongo.

Conocí Caracas el año pasado, gracias a una invitación para hacer una exposición sobre la cocina peruana en el Salón Internacional de Gastronomía. La experiencia no pudo ser más gratificante; la ciudad resultó ser compleja e interesante y su gente muy hospitalaria. Conocí la Colonia Tovar, un precioso enclave tirolés en medio del Caribe, y también El Hatillo, una pequeña ciudad con aires de antigua historia. Probé arepas de queso de mano, hallacas caseras, pepitos, en una calle que le dicen “calle del hambre”. Buenos recuerdos guardaré de la capital venezolana. Ya me fui por una rama –pienso–, así que vuelvo al camino original.

Semanas antes del evento dicho, desde Caracas me hicieron una entrevista telefónica que cambió el enfoque que le había dado a mi ponencia. Me preguntaron de todo: “dónde”, “desde cuándo”, “quién”, pero también preguntaron “por qué”. En ese momento, un flashback filosófico me tomó por sorpresa y desplazó por un momento al cocinero que también habita en mí. “¿Por qué la comida peruana es tan buena?” fue la pregunta, exactamente. Y cuando a un filósofo le preguntan por un por qué, no le están haciendo una pregunta sencilla, sino que le están regalando algunas noches de insomnio.

Y mientras combatía el insomnio buscando respuestas, reconocí que a lo largo de la historia, la cocina ha sido fuente de inspiración conceptual para muchos grandes pensadores y artistas. Poesía, novela, pintura y hasta cine se han nutrido de esta pródiga musa. Sin embargo, y extrañamente, no ha sucedido lo mismo con la filosofía. Tan lamentable es esta constatación, que la famosa poetisa mexicana sor Juana Inés de la Cruz, además gran amante de la cocina barroca, sin poder comprender el porqué de este divorcio entre cocina y filosofía dice que “bien se puede filosofar y aderezar la cena”. Peor aún, ante el desdén filosófico por la inspiración proveniente de los fogones ella solía decir irónicamente: “Viendo estas cosillas, si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”.

Condena platónica del placer

Este menosprecio filosófico por la culinaria viene desde la época dorada de la filosofía clásica, desde Platón. Dice el discípulo de Sócrates, partiendo de la dualidad alma-cuerpo, que la justicia es para el alma lo mismo que la medicina para el cuerpo. Y continúa: “La retórica sería a la justicia lo que la culinaria es a la medicina”, con lo que está insinuando que la culinaria es un tipo de engaño bien disfrazado. Y claro, su razonamiento se asienta en el carácter adulatorio de la cocina, por preocuparse esta del agrado y del placer. Pero el error platónico, con el que inaugura más de dos milenios de indiferencia filosófica hacia la cocina, radica en pensar que la cocina es solo adulación y placer, sin una verdad ni un saber en el trasfondo. Nos ocuparemos de corregir este error.

Aristóteles, por su parte, reafirma el camino trazado por Platón cuando hace su valoración de los cinco sentidos, y ubica al sentido del gusto, junto con el olfato y el tacto entre los últimos en importancia cognitiva. El lugar que le asigna al sentido del gusto responde a la manera como este se relaciona con su objeto. Mientras que la vista y el oído no se mezclan con el objeto percibido, manteniendo así la muy apreciada distancia de “imparcialidad”, el gusto por el contrario, se pone en total contacto con su objeto, al punto de tener que tragárselo y hacerse uno con él. La distancia desaparece totalmente, de la misma forma como el objeto se pierde confundido con el sujeto que lo percibe. Con semejante característica, resulta imposible que Aristóteles lo tome seriamente como fuente de información confiable sobre el mundo. Podríamos pensar, en la misma línea, que el sentido del gusto, al carecer de distancia objetiva, está limitado solo al ámbito de la apreciación subjetiva. Y como sobre gustos y colores no hay discusión, cuando no es posible la discusión, tampoco es posible la filosofía.

La dirección marcada por Platón y Aristóteles conduce a la filosofía por un camino en el que durante dos mil quinientos años la reflexión sobre el mundo gustativo estuvo ausente o, peor aún, fue tratada con desprecio.

Qué dice la lengua

Otro es el panorama desde el punto de vista lingüístico, en donde gusto y conocimiento están vinculados estrechamente. En español, por ejemplo, el verbo “saber” reúne dentro de su semántica la dimensión cognitiva y la gustativa. Podemos decir tanto “el ingeniero sabe de estructuras” como “el postre sabe a frambuesas”. La conexión entre ambas dimensiones es estrecha y original. Se halla en la raíz misma de la palabra “saber”. El origen de este verbo está en la raíz latina sapere, que conjuntamente con sapore, tienen un origen común en la raíz griega soph. Esta raíz griega está presente en la palabra philosophia, lo que le da apoyo al conocido filósofo francés Jean-François Lyotard para hablar de una inmanencia del filosofar en el deseo. ¿Y qué es el deseo? Es movimiento. Movimiento de algo que va hacia lo otro como hacia lo que le falta a sí mismo. Eso quiere decir que el objeto deseado está presente en quien lo desea, pero presente “en forma de ausencia”. Quien desea ya tiene lo que le falta, de otro modo no lo desearía; y al mismo tiempo no lo tiene, puesto que de otro modo, tampoco lo desearía.

Coincidiendo con lo que hemos sostenido líneas atrás, Lyotard afirma que saborear una cosa implica tanto degustarla, mezclarse con ella, como mantener cierta distancia de ella para poder juzgarla. La boca, dice el filósofo francés, es el “afuera del interior”. Lo que ponemos en nuestra boca está a medio camino entre lo externo (la cosa percibida) y el interior de nosotros mismos, que es nuestro cuerpo. Más aún, la boca es el lugar compartido por el gusto y la palabra; y la palabra es el pensamiento. Esto no puede ser coincidencia.

Podríamos preguntarnos, ¿en qué momento la filosofía olvida el vínculo entre saber y gustar? Pero esta pregunta se vuelve compleja si advertimos que junto con el olvido de la relación estrechísima entre ambos términos, el olvido mismo ha caído bajo su propio velo. Tal como lo señaló Heidegger, para el problema del ser, en nuestro caso “el olvido del olvido” de esta relación borra de la discusión filosófica durante siglos el tema del conocimiento a partir del gusto.

Preguntémonos ahora si el olvido fue universal. Afortunadamente respondo de forma negativa. Hay un lugar en donde este olvido no sucedió, sino que al contrario, el vínculo entre saber y sabor se mantuvo muy vivo a lo largo también de siglos. El lugar del que les hablo es el Perú, y ha sido la comida peruana la instancia que nunca se apartó de esta doble dimensión del gusto. Permítanme una explicación más precisa.

Seña de identidad

La cocina peruana es reconocida actualmente como una de las mejores del mundo. Para un peruano su comida es un orgullo y un motivo de identificación. Dicen, con razón, que cuando un peruano no está comiendo, está hablando de comida. En un país tan diverso y segmentado como el Perú, resulta una grata sorpresa comprobar que su gastronomía ha conseguido más en identificación, unión y sentir nacional que el himno o la bandera.

¿Y por qué pensamos que la cocina peruana no perdió de vista el vínculo saber-sabor? Más aún, y por el mismo camino, ¿por qué creemos que la gastronomía peruana es una objeción a Platón? Pues porque si fuera como pensaba el filósofo griego, que a través de la comida no se expresan conceptos, entonces no hubiera sido posible la experiencia culinaria peruana. Si los peruanos nos identificamos con nuestra comida, si encontramos en ella nuestro ser nacional, esto solo es posible porque nuestra cocina nacional no sólo consta de sabores sino también y sobre todo, de conceptos que nos describen.

Y estos conceptos vienen evolucionando a lo largo de una tradición milenaria de la que los peruanos actuales somos herederos. Desde hace más de mil años los hijos del Perú sabemos de buen comer, de comensales exigentes. Somos gourmets prehispánicos. De esta manera, proponemos como tesis central que la buena mesa no es algo nuevo ni foráneo para un peruano.

Más allá de la muerte

Al buscar los orígenes de estos conceptos retrocedemos en la historia peruana mucho antes de la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo. Les presento a los moche. Unos mil 600 años atrás, en la calurosa y desértica costa norte del Perú, la cultura moche o mochica se desarrolló venciendo los desiertos con obras de irrigación y logrando tener una excelente producción agrícola complementada con lo que provenía del mar.

Para los moche, amantes de la vida, la muerte no constituía el final. Los hombres seguían viviendo en otra esfera del mundo con sus mismas obligaciones y privilegios, razón que llevó a sepultarlos con provisiones y bienes. Los entierros reflejaban así la función y lugar de cada hombre dentro de su sociedad.

En 1987 el arqueólogo peruano Walter Alva descubrió una tumba moche en perfecto estado de conservación. Luego de excavar tres metros encontró el cuerpo de un hombre joven, con escudo y con los pies amputados, celoso guardián del personaje que yacía más abajo.

Debajo y al centro de la tumba, surgió la figura de un señor gobernante, conocido ahora como el Señor de Sipán, cubierto de oro y telas preciosamente bordadas. La gran cantidad de ornamentos de oro eran signo de su gran estatus social y el cetro dorado que empuñaba dejaba claro que era el que tenía el mando.

Sobre la cabeza y a los pies del señor, yacían los cuerpos de dos mujeres jóvenes, de alrededor de 20 años, probablemente sus esposas. Y flanqueando al señor los cuerpos de dos varones. Uno de ellos era claramente un jefe militar por los símbolos que lo acompañaban; el otro, un edecán, con el esqueleto de un perro a sus pies, tal vez para ir de cacería. Otra mujer y un niño se encontraron también, haciéndole compañía al señor en su viaje al más allá. En total ocho osamentas servían de séquito real para que este gran personaje siga gobernando en el mundo de los muertos con la misma autoridad con la que lo hacía en este mundo.

El Señor de Sipán ocupaba la cúspide de la estructura social y política de su tiempo con un carácter divino, a juzgar por los objetos encontrados y por sus acompañantes. Murió a una edad promedio de 40 años y con excepción de una incipiente artritis, gozaba de buena salud. Su estructura corpórea demuestra poco trabajo físico y el escaso desgaste dental habla de una dieta especial.

La información recogida nos lleva a pensar que sus laboriosos súbditos elaboraban para el señor una comida digna de un dios en la tierra. Lo mejor del mar peruano, lo más selecto de la huerta norteña era combinado con gracia, audacia y delicadeza para honrarlo con comidas soberbias, cuidadas hasta en los detalles más mínimos. Si el comensal era divino, como lo era el Señor de Sipán, sus cocineros deberían lograr en sus preparaciones los más altos niveles de calidad, válidos incluso hoy en día. Ninguna carne con hueso, ningún pescado con espinas, ningún trozo de comida muy grande o muy pequeño o mal cortado. Tal era la divinidad del señor, que cada cosa que tocaba quedaba convertida en divina también, con lo que ningún mortal podía utilizarla o tocarla siquiera. De esta forma, platos, vasijas y hasta restos de comida debían ser depositados en relicarios especiales porque eran divinos, luego de haber sido usados por el señor.

Finalmente, el esmero en honrar la dignidad del gobernante con comidas extraordinarias, sabrosas y creativas, ha sido transmitido y ha cimentado a lo largo de los siglos la tradición culinaria norteña, la más variada y sabrosa del Perú, hasta llegar a la comida peruana actual, gran heredera de este vasto legado.

Tiradito de mero, pejerreyes y conchas negras como lo habrían hecho para el Señor de Sipán:

– 150 gramos de mero fresco en filete limpio

– 6 pejerreyes limpios

– 4 conchas negras

– 5 unidades de tumbo

– 3 unidades de parquita

– 1/4 kilo de camu-camu

– 2 onzas de chicha de jora

– 1/4 kilo de ají amarillo molido

– 1 ají limo picado

– Maíz seco tostado (cancha) como guarnición

Preparación:

Picar el mero en láminas delgadas con un cuchillo muy afilado para no maltratar el filete. Los pejerreyes, que son pequeños pescaditos de carne muy blanca, se deben desespinar cuidadosamente. Las conchas negras, fruto maravilloso del mar cálido norteño, se deben conseguir vivas y abrirlas al momento. Para lograr un macerado ácido típico del tiradito, pero sin utilizar el limón por no ser precolombino, vamos a hacer una mezcla de los jugos cítricos del tumbo, el camu-camu y el maracuyá o parchita. Mezclamos estos jugos con un poco de chicha de jora, bebida ancestral de los Andes peruanos, el ají amarillo y el ají limo. Sazonamos con sal y tenemos el marinado con el que vamos a rociar nuestro pescado. Disponemos el mero, los pejerreyes y las conchas negras en un plato hondo pero de base amplia, esparcimos sal y los bañamos con el marinado. Para darle color, podemos decorar nuestro tiradito con ají limo de varios colores finamente picado.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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