Espectros mexicanos

La obra narrativa de Roberto Bolaño es una de las propuestas más originales de la literatura latinoamericana de la última década. Es asimismo, uno de los proyectos más lúcidos, inteligentes y atrevidos, de lo cual da perfecta cuenta el hecho de que Los detectives salvajes acaba de obtener el Premio Rómulo Gallegos.

Bolaño posee un especial talento para unir lo divertido con lo dramático, para integrar las aventuras literarias en las sórdidas aventuras de la vida, para reconstruir con eficacia la dinámica de espacios geográficos que le son familiares como México, Santiago de Chile, París o Cataluña, y para dar un contenido político (el golpe de estado de Pinochet, el mayo del 1968 mexicano) y humano sin caer en la rigidez ideológica o en el moralismo. Escritura en la que apenas si hay descripciones, la trama depende casi exclusivamente de la agitada y variada presencia de numerosísimos personajes que nunca pierden su marcada individualidad y que, en consecuencia, tienen, cada uno de ellos, cierta presencia protagonizante. Es por esta razón que las novelas de Bolaño están concebidas fragmentariamente, como una feliz acumulación de escenas –dentro de una tradición inaugurada por Cervantes y que comparte con Rayuela de Cortázar y Lo demás es silencio de Augusto Monterroso, lo mismo que la percepción absurda o visionaria de la realidad más mezquina que vemos en Juan Villoro o en el barcelonés Enrique Vila-Matas.

México (del DF al desierto de Sonora) es el centro geográfico de la última y más ambiciosa novela de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes. Los detectives son dos: Ulises Luna, un tipo aindiado y fuerte que en realidad se llama Alfredo Martínez, y el alter ego de Roberto Bolaño, Arturo Belano, un atractivo chileno nacido en 1953 y que llegó a México en 1968. Ambos son los fundadores del realismo visceral, movimiento poético vanguardista. La creación, la difícil identidad y la desintegración del grupo es uno de los temas centrales del presente narrativo. Un presente en el que se subraya el aspecto generacional. Los jóvenes iconoclastas rechazan, con una inconsistencia que es reflejo de la realidad histórica de México, la figura de Octavio Paz como maestro.

Ulises Lima y Arturo Belano, personajes también contradictorios y ambiguos, a los que es imposible juzgar moralmente y mucho más (dada la fuerte carga sentimental) racionalmente, buscan las raíces del movimiento en un grupo vanguardista de los años veinte, los realvisceralistas del norte, contemporáneos de los estridentistas. El nombre no es una coincidencia. “Más bien un homenaje. Una señal. una respuesta”. Los realvisceralistas se perdieron en el desierto de Sonora, entre ellos la enigmática figura de Cesárea Tinajero o Tinaja. Es así como se iniciará la búsqueda por parte de esos dos oportunistas, traficantes de drogas o rebeldes. Difícil saberlo, porque en esta obra llena de testimonios parece ser que todos han perdido la memoria.

La búsqueda es doble: por un lado, afecta a las relaciones humanas, en las que el sexo es un factor determinante. También la necesidad de romper con la soledad. Por el otro, una búsqueda literaria. La novela está dividida en tres partes: en la primera el narrador es Juan García Madero, joven de diecisiete años que vive con unos tíos suyos y que forma parte del grupo realvisceralista. Aquí dominan las relaciones entre los distintos miembros del grupo, con personajes como María Font dispuesta “a coger hasta perder el sentido”, y su hermana Angélica, que si no ha perdido la virginidad la perderá pronto. Las camareras Rosario y Brígida, la fallecida poeta Laura Damián, mágica ausencia, la joven prostituta, Lupe, Piel Divina, Ernesto San Epifanio, etcétera, etcétera. El contacto con la generación de los mayores se establece a través de Joaquín Font, Quim, quien acaba loco por culpa de sus hijas y de la desaparecida Laura Damián y que se convierte en uno de los personajes más ricos y trágicos. Aunque en realidad “no estoy loco, dije yo, solo confundido […], y pensé en los terremotos de México que venían avanzando desde el pasado, con pie de mendigos, directos hacia la eternidad o hacia la nada mexicana”.

Esta búsqueda desesperada de una identidad humana y esta constatación de la locura tienen un valor simbólico. El mismo que encontramos en la segunda parte del libro, centrada en la búsqueda de los desaparecidos Lima y Belano, que a su vez están buscando a la no menos enigmática Cesárea Tinajero. La reconstrucción está hecha a través del contrapuntístico testimonio de una variada galería de testigos. La generación de los mayores está representada aquí por otra de las figuras más conmovedoras y completas del libro, Amadeo Salvatierra. Su testimonio se desarrolla a lo largo de una noche. La locura de Quim, su peculiar y melancólica forma de ver la realidad, está sustituida por el alcohol. Gracias a él recuperamos el pasado: “Y así como hay mujeres que ven el futuro, yo veo el pasado de México y veo la espalda de esta mujer que se aleja de mi sueño, y le digo, ¿a dónde vas, Cesárea?, ¿a dónde vas, Cesárea Tinajero?”.

A dónde va Cesárea lo descubrimos en la tercera parte gracias a la búsqueda de Lima, Belano, García Madero, de nuevo en su papel de narrador, y Lupe. Ahora es Cesárea la que representa la difícil vinculación con la generación de los mayores, con “el otro México”. También ella parece tocada por la locura, por la desgracia y por la derrota. La paradoja es que finalmente la encuentran, pero para llevarle la muerte. Todo parece haber sido un lamentable malentendido oculto en una telaraña de malentendidos. Por eso no hay respuesta final. “Ay, Lupe, cómo te quiero, pero qué equivocada estás”. Hay, en estas palabras de García Madero, una afirmación de amor, la única estable del libro, pero ni siquiera podemos saber en qué está equivocada Lupe. Ni qué va a ser de Lima y Belano. Los realvisceralistas se han desintegrado definitivamente, como se desintegró casi cincuenta años atrás el mundo de Cesárea Tinajero: “todos los mexicanos somos más realvisceralistas que estridentistas, pero qué importa, el estridentismo y el realismo visceral son solo dos máscaras para negar a donde de verdad queremos llegar. ¿Y a dónde queremos llegar?, dijo ella. A la modernidad”. Lo que nos remite a una escena espléndida, la de Octavio Paz caminando en círculos por el Parque Hundido, que nos remite a su vez a la ventana del final del libro: una ventana vacía, a punto también ella de desaparecer.

Bolaño nos ofrece, pues, en esta novela de más de seiscientas páginas, la desgarradora búsqueda de una generación, la suya, que ha estado buscando el vacío y que, en un país sin futuro, solo parece encontrar respuesta en un pasado ya perdido. Un vacío que no es solamente literario. La unidad del libro se encuentra en el aliento y el desaliento, en la locura, las sombras, el olvido, el llanto, los malos olores, el sueño, la búsqueda, la huida y las desapariciones, la vejez y la muerte, la libertad y el desamparo, el misterio y las ideas desmesuradas y, sobre todo, las relaciones espectrales.

Y están asimismo, para subrayar lo fragmentario, los cambios, los viajes, los monólogos y los diálogos. Todo se convierte en narración, el libro se puebla de historias, “su gusto por contar historias desesperadas, mi gusto por escucharlas”. Un gusto que comparte el lector al leer o escuchar la historia del sordomudo que de pronto habla, las nuevas mujeres en la vida del narrador, el triste destino de Impala de Quim Font, la aventura de las cuevas, la navegación en el Isabel, la herencia de Hermito Künst, el proyecto de fundación de Estridentópolis, la historia de amor de la millonaria y el vagabundo, un cuento “un poquito sublime y un poquito siniestro. Como todo amor loco, ¿no?”, el duelo en la playa, la aparición de la Virgen, y, a destacar, las conversaciones de Amadeo Salvatierra, Auxilio Lacouture, la madre de los poetas de México encerrada en el váter de la universidad “cuando fue violada la autonomía en aquel año hermoso y aciago” de 1968, “ese váter fue mi trinchera y mi palacio del Duino, mi epifanía de México”, Quim Font en el manicomio de La Fortaleza, donde los locos “deambulaban como pajaritos, serafines o querubines con el pelo manchado de mierda”, las visiones de Quim Font, el ya mencionado encuentro de Ulises Lima con Octavio Paz, la historia africana de López Lobo y sus dos hijas o la de la sima contada por Xosé Lendoiro.

Nos encontramos, pues, ante una novela concebida cortazarianamente como un juego que “conserva intacta la felicidad y el misterio de toda mi triste y vana historia”, que es la historia de toda una generación para quienes, tras la desintegración del sueño de la revolución y la libertad, “ocurrió lo que suele ocurrirles a los mejores escritores de Latinoamérica o a los mejores escritores nacidos en la década de los cincuenta: se les reveló, como una epifanía, la trinidad formada por la juventud, el amor y la muerte”, es decir, los tres temas centrales de Los detectives salvajes, una de las mejores novelas mexicanas contemporáneas escrita por un chileno que reside en Cataluña.

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El ensayo “Palabras contra el tiempo” está estructurado en dos secciones. La primera, que aquí publicamos, se concentra en la novela Los detectives salvajes. La segunda reflexiona sobre los vínculos que existen entre 2666 –la novela póstuma de Bolaño– y Los detectives salvajes. Forma parte de la segunda edición de Bolaño salvaje (Editorial Candaya, España, 2013), cuya compilación, edición y prólogo estuvo a cargo de Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón Patriau. El volumen incluye 28 textos: algunos de talante ensayístico, otros de disciplina académica. Además, la edición incluye un CD, que contiene un reportaje de 40 minutos de duración, dirigido por el cinesta Erik Haasnoot, que tiene por título “Bolaño cercano”.


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