El año pasado estuve dos veces en Margarita, trayéndome de vuelta a casa, en cada una de ellas, varias perplejidades. Tengo a la isla atravesada en el corazón. Una de esas admiraciones, recogida principalmente en un par de restaurantes italianos, se llama absurdamente tomate español. La sencilla y famosa ensalada caprese, o lo que por tal nombre se conoce y se vende en Venezuela –o sea, queso mozzarella y tomate en rebanadas, aceite de oliva, pimienta y albahaca–, hecha con esos tomates jaspeados de verde y, por lo que se podía colegir en las rodajas, de un tamaño considerable, difería del plato realizado con tomates ordinarios. La prueba, si fuera necesaria reiterarlo, de que el más sencillo de los condumios –porque esa conspicua ensalada de trattoria lo es– adquiere relieve y hasta grandeza cuando se acomete con la ayuda de un ingrediente superior.

El simple placer reivindicatorio de esa ensalada, prólogo de oficio en ambos establecimientos, me llevó a interesarme por el caso del tomate margariteño, y eso sin ser fanático del tomate y menos aún de la investigación, científica, histórica o sencillamente periodística. La única pesquisa que acometo con felicidad es la que se puede hacer alrededor de una mesa bien regada o con el codo en una barra, empinando el vino o el destilado idóneo, en el arbitrario, laberíntico e inagotable terreno de la memoria afectiva.

El tomate, aborigen de las Indias occidentales, marcó los hábitos del Viejo Mundo hace alrededor de dos siglos. El nombre de la fruta roja es azteca, lo cual no impide a Larousse Gastronomique, reconociendo lo primero, darle partida de nacimiento incaica. Las pastas italianas, las salsas provenzales y el plato nacional de Cataluña quedarían huérfanos si desapareciera. Toda una industria y el símbolo de una cultura –el ketchup– sucumbiría sin el tomate. “El ketchup, invento del americano Henry Heinz”, leo por cierto en un almanaque que compré hace poco en New York, “es de origen antiguo. Los chinos”, asegura el libro de consulta, “fueron probablemente los primeros en preparar una salsa llamada ketchap o ke-tsiap, especie de salmuera de pescados o mariscos. Introducida en Europa a finales del siglo XVII por los ingleses que la habían descubierto en Malasia bajo el nombre de ketchap, fue adaptada a los ingredientes disponibles en Gran Bretaña. Los navegantes del Maine la llevaron a Estados Unidos. El uso del tomate como condumio, agregado al ketchap oriental, le sugirió a Heinz la idea de su famosa ketchup de tomate”.

Los europeos mantuvieron un cerco desconfiado alrededor de la fruta americana desde su llegada a España en el siglo XVI, hasta, en el caso de los franceses, casi trescientos años más tarde. Una historia de infantil recelo que recuerda la de la papa, esa otra emigrante americana mal recibida en Europa. No obstante, el rojo pomodoro –la manzana de oro, como todavía la llaman los italianos– conquistaría luego con su agridulce aroma las ensaladas y salsas de toda Europa. Pero su forma tiene que haber cambiado mucho desde el siglo XVIII, a juzgar por los espléndidos testimonios que dejó en sus bodegones el gran pintor ibérico Luis Meléndez (1716-1780).

El liso manzano o la simpática perita deben de ser, a juzgar por los dramáticos bodegones de Meléndez que descubrí un año antes que el tomate español en Margarita, el producto de una artificial modificación de la fruta original. Son conjeturas, nada más que conjeturas. La forma dócil y refinada del tomate perita o la placidez y bonhomía budista del tomate manzano no pueden representar más que la evolución posterior, el amansamiento deliberado y la civilizada decadencia del cerrero tomate que en sus bodegones retrató una y otra vez el pintor. La dramática musculatura y la viril asimetría hacen pensar en una fuerza desbordante y en un combate cuerpo a cuerpo.

La forma salvaje de estos tomates, me explicaba una amiga conocedora de hierbas, plantas y flores, hechos de chichones y pliegues profundos, presenta inconvenientes para el comercio. La accidentada superficie de la fruta dificulta una pareja insolación, por lo que el color del tomate se distribuye con irregularidad. Los tomates en Margarita no son nunca del todo verdes, nunca en su totalidad rojos. Un tomate predecible, uniforme y placentero al ojo calza mejor a los objetivos de la industria agroalimentaria que la figura colosal e inconstante, monstruosa y perturbadora, del arcaico margariteño, vital y como recién salido de un bodegón del bueno de don Luis.

Esa es la causa, tal vez –y soy incapaz de adentrarme en una investigación más allá de la cómoda consulta amistosa–, de que, a pesar del magnífico aroma y la impresionante majestuosidad, el llamado tomate español sea hoy en día una rareza circense para contemplar en los cuadros de un célebre pintor del siglo XVIII o comer cuando se viaja a Margarita. Los vendedores de la isla dicen que hay que comérselos de inmediato, porque su madurez es pasajera, otro obstáculo para el consumo masivo. La verdad es que, para mí, los tomates margariteños valen más que las ilustres perlas de la isla, y cada vez que vuelvo a Margarita lo hago anhelando más que ninguna otra cosa una ensalada caprese o un simple perico con los tomates del Siglo de las Luces.

(De Fihman, B.A. Boca hay una sola. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2006).

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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