Esto escribí en 2009, en esto sigo creyendo: “En 1993, si mal no recuerdo, Silda y yo comenzamos a trabajar en el guión para un largometraje basado en una novela de Carlos Noguera. Fue una locura, nadie nos lo había pedido, nadie quería comprarlo ni llevarlo a cabo, pero nosotros creímos firmemente en que Inventando los días merecía llevarse al cine. Fue una gozosa tarea, como solo lo pueden ser las que se hacen por el simple placer de hacerlas, nos llevó tres años, cientos de tardes, miles de camparis, millones de discusiones y carcajadas infinitas. Pero lo que no sabía en ese momento, y ahora lo percibo con la lejanía del recuerdo, es que no (solo) estaba escribiendo un guión con Silda, no; estaba presenciando, una tarde tras otra, el work in progress que ya tenía décadas cociéndose (produciéndose) en su imaginario y que iba emergiendo poco a poco, y que se ha ido materializando en los libros de relatos que conforman la obra de esta escritora única. Tengo que repetir, y enmendarme: quise decir que he tenido el exclusivo privilegio de presenciar la fuente de la imaginación a pleno rendimiento”. No hay nada que enseñe más sobre el arte de la escritura que tener el privilegio de estar cerca de un escritor cuando su obra va tomando forma. Entiendes sus palabras, comprendes sus motivos, te acercas a sus filias y a sus fobias y aprendes a respetar sus silencios. Luego, más adelante, vendrán los estudiosos y dirán, hurgarán e interpretarán, seguramente mejor que los testigos, el resultado de la obra que queda como legado. Pero el testigo atesorará esto: la vibración de la carne, de esa carne que puso en el papel las inmortales palabras.

Por eso quiero sospechar que al inicio de su prólogo a este Verdades, mentiras y silencios (Editorial El Estilete, Caracas, 2018) Carmen Ruiz Barrionuevo, catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca, resalta que los relatos de Silda Cordoliani (Ciudad Bolívar, 1953) “gravitan en torno a las mujeres y su mundo, las sitúa, las indaga, las analiza, penetran en su psicología y en su vivir”; y dice bien, porque la obra de Cordoliani no esconde su mirada desde y hacia lo femenino, pero la prologuista sabe que tras esta intención subyace –como subyace, consciente o inconscientemente, en la obra de todo gran artista– una mirada que va más allá de los propósitos iniciales. Así, pues, Ruiz Barrionuevo apunta que “si toda obra tiene que ver también con el entorno en que surge, los cuentos de Silda Cordoliani nos dicen también de ese espacio y de esa sociedad, pero tales referencias, pocas veces demasiado explícitas, hacen desbordar ese mundo para hablar y hablarnos de todos los seres humanos”. No podía ser de otro modo: la autora no escribe para exigir reivindicación alguna ni lugar en el mundo que no haya sido ocupado, sino para mostrar a los lectores cómo ve el mundo, desde ella misma: “Sospecho también que el erotismo presente en alguno de mis cuentos tiene que ver con esa consciencia obsesiva de mi feminidad, explícita fundamentalmente en las características del cuerpo que me acompaña”, ha declarado la autora en alguna ocasión, lo cual no obsta para que su propia consciencia de escritora no esté presente y a pleno rendimiento, incluso cuando se dispone a “armar” un libro, a confeccionar un volumen con sus cuentos y establecer los nexos correspondientes: “Este libro no tuvo un proceso lineal en el sentido propiamente literario o de intención”, declaró cuando publicó su tercer libro, La mujer por la ventana (1999), “sin embargo sus cuentos corresponden a un determinado periodo de mi vida. Se podría decir entonces que su unidad viene dada por ciertas obsesiones que creo se repiten y que corresponden a un momento particular de la existencia. Y cuando hablo de un momento me refiero a un lapso de varios años”.

En estas declaraciones hay dos claves para entender la escritura de Cordoliani: el tiempo de cocción de la literatura y los motivos que se repiten a lo largo de estas páginas: vida y, más importante aún, vida con los otros. Hay un relato incluido en este Verdades, mentiras y silencios, “Océano”, uno de mis preferidos, en el que la voz narrativa se desdobla en dos a partir de una simple pregunta, la más irritante de todas en una relación (“¿en qué estás pensando?”), pues el relato deja implícito el hecho de que se supone que esa pregunta suele sobrar y, en cambio es indicio de algo doloroso: que ambos han sido incapaces de cumplir el juramento implícito en cualquier relación amorosa: la felicidad del otro. Comprimir, destilar, mejor dicho, estos elementos en unas pocas páginas es la labor de la artista; saber escoger cuáles serán esos elementos, la labor del ser humano que habita detrás de la piel. Y conjugando estos dos oficios, Silda Cordoliani ha sido, desde sus inicios, una maestra. Su relato más antologado, “Babilonia”, que da título a su primer volumen de cuentos, era ya señal de la capacidad de la autora para sacar humanidad allí donde algunos solo ven historia. Lo mínimo elevado a la categoría esencial de lo que no se puede postergar, incluso si la protagonista es una sacerdotisa de una civilización lejana a nosotros.

Sacerdotisa o no; demiúrgicos o no: la autora ha ido madurando su voz narrativa a lo largo de varias décadas (presumo que desde su infancia en Ciudad Bolívar) y ha erigido una obra –este feliz libro que ahora reúne sus cuentos– que desde hace tiempo es referente fundamental en la narrativa venezolana y que precisaba habitar en un solo volumen que es llegada, pero también continuación de una labor que promete cada vez más humanidad, más literatura y más vida. Con la palabra justa, la que detiene, la que seca, la que señala las precisas oscuridades, la que estimula y dice, no explica. ¿Y qué más se le puede pedir a un narrador?


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