Nueva York. 1983: ¿todo estaba ya construido? 2001: ¿todo estuvo a punto de ser destruido?

Cuando yo fui a Nueva York en 1981 tenía más de 50 años. Me la imaginaba a través del lente de la desmesura. Por ejemplo, pensaba que ya todos sus rascacielos estaban construidos y que no había que agregar más nada al plano de la Gran Manzana. De boca de mi tío Edmundo Ponce oía el relato de su breve estancia allí como emigrado; y mi tía Cristina Ponce hablaba del viento incesante que golpeaba su cara y entumecía sus pies, cansada de acompañar a su amiga Lourdes Ceballos, elegante, bien vestida, mariposeando en los ambientes refinados de la moda. Sonaba con frecuencia el merengue “El Norte es una quimera”, compuesto por Luis Fragachán la vez que emigró a Nueva York en los años 20 en busca de fortuna, y no la consiguió. Me metí en los libros para poder encontrar un perfil más exacto de la ciudad, pero el conocimiento quedó limitado a las calles de Manhattan, su trazado cuadricular, y memoricé sus tiendas más famosas, la ubicación de las redacciones de periódicos y agencias publicitarias en Madison Avenue, y de sus espectáculos en Broadway. Desapareció aquella imagen de obreros montados a caballo sobre vigas de acero tocando las nubes. Todo estaba edificado. Era la ciudad eterna.

En 1981 obtuve la visa norteamericana, “palanqueado” por Sofía Ímber y Simón Alberto Consalvi. Llegar por primera vez a Nueva York, con canas y batiendo en mi mente los aires de mi antiguo hogar, con su religión, sus calores infantiles y la mente abierta a todos los razonamientos, produjo una sensación angustiante.

Cosa natural, hubo que pagar el noviciado.

Subir a un yate de la “Circle Line” para recorrer los ríos Hudson, East River y Harlem River, otear las barriadas de Richmon, Brooklyn, Queens y Bronx, los puentes Brooklyn, Williamsburg, Queensboro, Triborough, Henry Hudson y George Washington Memorial, el Yankee Stadium, la tumba de Grant, la Torre de la Chrysler. Ascendimos hasta el piso 102 del Empire State Building. Recorrimos Broadway, Times Square. Apreciamos cuán altos son los edificios de la Metro, el Hilton Center y el Rockefeller Center. Desayunamos en el Edwardian Room del Hotel Plaza.

Nos sorprendió la cantidad de amigos con quienes nos tropezamos en Nueva York. Vimos a la fotógrafa Lydia Fischer a la salida de una tienda. Hablamos con Ricardo Armas. Paseamos con Rolando Peña por el Soho y el Village y además cenamos con él, Gabriel García Márquez, Mercedes Barcha y Soledad Mendoza en el renombrado “Elaine”, sin necesidad de hacer cola a la entrada, para envidia de una hija del ex Presidente colombiano Carlos Lleras Restrepo, quien llevaba ya un cuarto de hora esperando mesa, todo porque el Príncipe Negro era un habitué del local donde tocaba con frecuencia Woody Allen. Saludamos a Kalula Neri a la salida de un hotel. Fuimos a la exposición de Rafael Barrios en la Cayman Gallery. Y alguien, no supimos quién, nos saludó con un grito enorme, de acera a acera, en la avenida Lexington, como si estuviéramos en plena Sabana Grande.

Lo lamentamos, Fragachán, pero Nueva York no es una quimera.

Sin embargo, todo el mundo pensó que Nueva York iba a desaparecer el 11 de septiembre de 2001.

A eso de las 8 de la mañana, una llamada de Lori Zett desde Queens me despertó: un avión se había estrellado contra una de las torres gemelas. Yo vivía en la calle 82, acompañando a mi hijo Giordano, que ya había salido ese día a su trabajo cerca de Times Square. Encendí la TV y vi una humareda que salía de una de las torres. La TV dio un flash del hecho y pasó a trasmitir propaganda, pero casi de inmediato volvió a enfocar las torres porque otro avión se había estrellado también contra la otra torre. La TV sintonizó al presidente Bush que hablaba en un acto en Sarasota y se le ve cuando le dan la noticia y se pone de pie de inmediato y abandona la escena. Diez horas tardó el presidente Bush en llegar desde Sarasota hasta Washington debido a la posibilidad de que los terroristas estuvieran acechándole en pleno vuelo armados con un cohete de pequeño alcance que pudiera alcanzar el avión presidencial.

La televisión se quedó atrás con la noticia. El primer choque fue anunciado por el canal 41 como accidente, y continuó con su programación habitual. Durante el choque del segundo avión las cámaras ni siquiera habíanse acercado al lugar de los hechos.

De inmediato, me eché a la calle. De las ventanillas de casi todos los automóviles tremolaban banderitas norteamericanas. En el cuartel de bomberos de la calle 85, entre Lexington y 3ª avenida, sede de la Engine Company 22 y de la Ladder Company 13, del 10° Batallón, había mucha gente apilada. Un cartel anunciaba la pérdida de uno de sus bomberos, Martin McWilliams, y daba como desaparecidos a ocho más, el capitán Walter Hynes, y los bomberos Thomas Casoria, Michael Elferis, Thomas Hetzel, Vincent Kane, Dennis MacHugh, Thomas Sabella y Grefory Stajk. Los transeúntes que llegaban depositaban flores a la entrada del cuartel, dejaban tarjetas, dibujos, velas, objetos diversos, como ofrendas por los caídos. Me llamó la atención un dibujo hecho seguramente por un escolar: dos altísimas figuras, la de un bombero y la de un policía, emergen del humo de unas ruinas, con una leyenda que dice: “Estas son ahora nuestras torres gemelas”.

Bajamos lo más que pudimos hacia el Downtown, hasta que un cordón policial nos detiene. Fachadas ennegrecidas, humo, cascajos, numerosos charcos de agua que dejan las mangueras. Los bomberos han sido los héroes de esta tragedia. Los vemos en la televisión como hormigas caminando sobre las ruinas humeantes, con sus chaquetas de franjas horizontales amarillas y negras. Cuando los enfocan, sus rostros lucen cansados, cubiertos de un hollín amarillento, con rasguños o pegotes de carbón y sangre. En las calles, hay muchos que reclaman castigo, venganza. Hay quien comenta que mientras los Estados Unidos se mete en todas partes del mundo para combatir a sus enemigos, el país ha quedado aquí desguarnecido. Noto algo que recuerda nuestra tragedia de Vargas: hombres y mujeres perturbados por la desolación, muestran las fotografías de sus familiares desaparecidos. ¿Están muertos? ¿Los ha visto usted?

La ciudad, de todos modos, pareciera que sigue su curso. En la Fifth Avenue he visto a una dama otoñal, de porte distinguido, anteojos oscuros y sombrero panamá, trajeada con saco y pantalón blanco-crema de lino, fumando con larga boquilla, mientras pasea un lindo perrito fox-terrier, muy lanudo. He caminado por Central Park. Es la imagen bucólica de siempre. Padres y madres paseando a sus hijos lactantes en coches que parecen mini-gandolas; parejas tiradas en la grama, jóvenes en bicicleta o en patines de línea o trotando; ancianos tomando el sol. A lo lejos, de todos modos, más allá de la aguja del Empire State (de nuevo con su altura no superada) vemos la humareda ominosa de algo que ya no existe, algo que se tragó bajo sus escombros calcinados a miles de modestos trabajadores, oficinistas, gerentes, vecinos tranquilos y corrientes.

No hay reportes de saqueos. Tampoco de violencia, salvo contadas agresiones a ciudadanos árabes residentes en Nueva York. Y mientras las máquinas de tractores y bulldozers trabajan a todo vapor con la tradicional eficacia de la tecnología norteña, me pregunto, vistos los terribles sucesos en una capital cosmopolita, ¿qué irá a pasar ahora? No sé, pero va a pasar algo.


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