En una escena del drama-parodia Vice (Adam McKay, 2018) se encuentra un hombre tratando de manipular, de convencer a otro de que haga algo que al primero le interesa, y el montaje de la conversación de ambos está acompañado, de manera intercalada, por imágenes de alguien pescando, un juego metafórico que hemos visto recientemente, por ejemplo, en la obra de Lars von Trier. En realidad tiene cien años: el llamado montaje intelectual aparece de la mano del soviético Sergei Eisenstein para asociar imágenes más o menos arbitrarias que deberían llevar al espectador hacia conceptos e ideas preestablecidas por el cineasta. Desideologizado, este recurso puede resultar poderoso y atractivo; si no, y si se hace de manera tan chata, resulta en la anterior escena del manipulador y el manipulado, e incluyo aquí tanto a los personajes como al director y al espectador (si este se lo permite).

Los personajes de aquella escena son George W. Bush (Sam Rockwell) y quien fuese su vicepresidente, Dick Cheney (Christian Bale). Vice cuenta la vida de este último en la política norteamericana en un tono paródico como el de los trabajos anteriores de McKay tanto en cine como en televisión (The Big ShortVeepSNL). Los insertos de comedia abundan en la cinta, como esa escena en la que Cheney y su esposa (Amy Adams) recitan textos shakespearianos cuando han decidido aprovechar la oportunidad que les ha dado W. Bush de pertenecer al gabinete, no funcionan porque no hay verdad detrás. Es decir, en lugar de literalidad extremada al absurdo, hay una suerte de humor alegórico artificial, vacío. McKay pareciese querer repetir lo que ha hecho en Saturday Night Live, y ojalá así hubiese resultado, pues tal vez la brevedad habría jugado a su favor. El humor siempre será algo bueno, caricaturesco o no, sin embargo no está de más notar que, si cree el director que la política norteamericana es caricaturesca, no ha bajado la mirada a su vecino antiimperialista del sur. Que Cheney es el demonio comeniños sí se lo cree la izquierda norteamericana –que no come niños sino otra cosa–, sin embargo la hambruna provocada por un régimen comunista, eso sí que es imposible. Lo de siempre.

Quien ha entendido realmente al sujeto de su biografía paródica, como Iannucci al círculo cercano de Stalin (en La muerte de Stalin, 2017), logra que la cinta sea realmente hilarante. McKay no ha entendido porque no le ha dado la gana, porque lo aborda todo de manera superficial, no tanto por distancia con aquello que pretende despreciar, sino (me aventuro a especular) por temor a darse cuenta de que en realidad le gustaría ser él mismo un Cheney. Si McKay no se toma en serio la burla al sujeto de su trabajo, tampoco tiene por qué hacerlo el espectador. Me permito cerrar con el acertadísimo comentario del crítico Brian Tallerico en la página de Roger Ebert: Vice es insufrible porque es como si el borracho de la fiesta te retuviese porque quiere contarte algo que le pareció muy, pero muy gracioso.


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