Remy, el chefcito, sale a descansar tras un exitoso servicio de cena. Ha improvisado sobre una receta malograda del fallecido chef Gusteau. Durante este descanso se encuentra con Emile, su hermano, a quien le tiene la confianza suficiente como para dejarle saber acerca de su interés por la cocina. Emile está comiéndose un envoltorio de la basura. Remy lo obliga a escupirlo y lo hace probar un trozo de queso, que su hermano engulle de un mordisco. Remy lo regaña: le pide que lo mastique despacio, que saboree, que piense en su cremosidad, su sabor a sal y nueces.

El director ha construido la experiencia de saborear el queso con la imagen de Emile sobre un fondo negro y luces de colores que despiertan y se mueven como fuegos artificiales. Esta puesta en escena ya fue presentada antes, cuando es Remy quien tiene la experiencia de sabores: una suerte de carnaval de luces y colores que danzan y se combinan por todo el espacio, en comparación con la tenue intermitencia de un pulso de luz colorada, pálida y débil, que es la experiencia de Emile. De modo que al fin se dará por vencido al probar el queso, aunque algo roce, por allá, muy lejos. “Creo que estoy confundido”, le dirá a su hermano. En el mismo momento en que Remy cree haberle abierto la puerta de las sensaciones a su hermano, al complejizar la experiencia, al exigirle atención y sutileza, lo pierde.

La nobel Toni Morrison dijo una vez: “escribe el libro que quieres leer”. Su amiga Fran Lebowitz añadió: “Toni no quiso decir que lo haga todo el mundo”. En Ratatouille el lema es “cualquiera puede cocinar”, y el crítico Antón Ego aclara que no es que cualquiera pueda ser un gran artista, sino que un gran artista puede venir de cualquier parte. Y el director Brad Bird va más allá: el genio no es germinable. La mayoría somos lo yermo. La sentencia de Ratatouille podría ser que debemos sabernos insuficientes. Que los hay extraordinarios, que son los menos, y que el resto estamos llamados a reconocerlos y admirarlos. Emile es la mediocridad sin pretensiones, desinteresado, sin entusiasmo, sin talento. Al intentar ir más allá, de la mano de Remy, fracasa inevitablemente. Y hay mediocridad también en que no haya interés, como cuando Emile —que es feliz comiendo envoltorios— le dice más adelante a su hermano que “la clave está en no ser selectivo”. Es decir, en no juzgar. Y la consecuencia es inmediata, una metáfora: Emile termina en una jaula, pues la migaja que quería comer al soltar esta frase sujetaba una trampa para ratas. Bird sentencia entonces que ya es hora de ser habitables, de ser casa. “Y empieza cuando se decide”.

Ratatouille (EEUU, 2008). Dir. Brad Bird


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