I. La cocina del terruño

Viví con mis abuelos maternos hasta comenzar bachillerato. De lunes a viernes degusté una cocina venezolana, cotidiana, con una profunda influencia andina. En ese espacio los caballeros no ocupan un lugar, representan la dirección del condumio, su concepción inicial y procura.

El almuerzo, se realizaba en familia. La mesa se disponía cerca de las 11 am. La sopa de carácter obligatorio comenzaba su preparación a las 10 am. Los condumios habituales: cremas, pizca andina, consomé con vegetales o pasta corta, cilantro y queso parmesano. Asado negro, pebre de pollo, carne guisada, pabellón, queso de bola y pimentones rellenos, indios y envueltos. Ensaladas frescas y “cocidas”. Frutas, quesillo, dulce de leche cortada, conservas de guayaba, lechosa, bocadillos y aliados.

Las meriendas eran en dos tiempos. La primera transcurría en horas de la “siesta”. Preparaba a mis primos ensaladas, con la única intención de “enseñar” a comer vegetales. Ahí comencé a experimentar con vinagretas, hierbas y especias. El segundo tiempo era de: bizcochos, helados, chicha, buñuelos de yuca, natillas, cotufas y café para los adultos.

El café estuvo presente en las tres comidas: aguamiel, guarapo, colado, cerrero, aromado. Mi tatarabuelo tuvo unas haciendas cafetaleras en Rubio, por ello mi abuela era experta en el tema. Narraba vivencias de su niñez y juventud: la actividad que realizaban las recogedoras al cosechar y seleccionar los granos de café destinados a la exportación hacia países europeos. Contaba cómo llegaban a su casa las mercancías de distintas partes del mundo: ropa, telas, calzados, habanos, champagne, brandy y vinos. Así, mi abuela promovió mi afición por la gastronomía y su historia. Sus anécdotas años más tarde sirvieron de preámbulo para el deleite del libro Historia de la alimentación en Venezuela (1988) de José Rafael Lovera, entre otros del mismo autor.

Aprendí con mi abuela de carnes, usos y cortes, de calderos, ollas y sartenes, la temperatura y textura ideal para freír los buñuelos, el respeto por las cantidades en recetas de pastelería y repostería, conocí el manual de Carreño y aprendí que los colorantes pintan los dedos y la ropa.

Mis abuelos me han dado obsequios hermosos: diminutas ollas de barro para cocinar a mis muñecas. El libro de cocina más antiguo que poseo, Cocina universal, con prefacio de 1901 y cubiertos de plata de Camuso.

La primera parte de “mi gastronomía” transcurre entre juegos infantiles, manjares andinos e historias con poesía.

II. La cocina cosmopolita

Estudié primaria conviviendo de lunes a viernes con mis abuelos. Los viernes en la tarde me buscaban mis padres.

Papá, gastrónomo y sibarita, tenía una biblioteca nutrida. Destacaban clásicos de la gastronomía. Constructor e inmigrante. Colaboró con la edificación de Caracas y el interior con grandes obras: Centro Simón Bolívar, Parque Central, acueducto submarino de Margarita, entre otras. En esos tiempos se edificaba Caracas y se gestaba la Nouvelle cuisine.

Los fines de semana eran placeres culturales. Visitaba librerías, museos, galerías, iba a conciertos y obras de teatro. Las comidas eran fuera de casa. El itinerario: desayuno en el Hilton o Tamanaco (u otro lugar, viajamos con frecuencia). Almuerzo en: El Gazebo, La Cita, El Mesón Segoviano, Le Coq D’Or, Urrutia, Lasserre, Sorrento, Majestic, entre otros. Mis preferidos: El Tirol y Da Emore, donde “me retiraban la silla y me decían señorita”. Recuerdo el strogonoff de El Tirol y la crepe suzette; las cazuelas de mariscos y la natilla del Urrutia; las alcachofas, patés, terrinas de El Gazebo; las angulas de La Cita; los caracoles del Da Emore.

Añoro las comidas festivas de casa. Mamá era la anfitriona, Papá cocinaba, se compraba el vino por cajas o garrafas. En las noches siempre había invitados.

En 1983 mamá y yo le regalamos a papá el libro: Mi cocina de Armando Scannone. A partir de ese día la cocina de casa evolucionó. Se sumaron platos al repertorio: crema de aguacate, chupe, polvorosa de pollo, hallaca caraqueña, quesillo de piña, bienmesabe, entre otros. Mi cocina se convirtió en un libro de cabecera, referencia obligatoria y consulta familiar.

Mi abuela paterna también tuvo su influencia. Los domingos eran religiosos. Guisaba: granos, vísceras y en especial bacalao. Le acompañaban: comino, laurel, cebolla, ajo, aceite de oliva, pan fresco recién horneado, oporto, vino tinto, manzanas y conservas en vinagre. Nacían aromas y sabores mediterráneos.

La segunda etapa de “mi gastronomía”, se cuece a la manera de Caracas, con notas dulces, ácidas, amargas y picantes, con tonos mediterráneos, de la mano de mi padre y con un tutor virtual: don Armando.

III. De la casa a la academia

Mi primera incursión en la cocina (además de preparar galletas con mi madre a los 6 años) data de los 80. A los 16, con mi papá de promotor, hice mi primer curso de cocina francesa. Las recetas eran de Pierre Blanchard entre demi-glace, terrinas, patés y tartas. Todo conspiró. Sumé a mi repertorio, durante los siguientes años, más de 40 cursos de cocina de diferentes partes del mundo.

Aprendí la estandarización, control de inventarios y producción en serie en los arcos dorados: mi primer trabajo. He asistido y promovido diplomados, congresos, jornadas y salones en Caracas y otros lugares. Desde los años 90 mis viajes son planificados con el propósito de conocer ciudades en busca de ingredientes, restaurantes, mercados. Leo de historia, geografía, química, psicología, arte y otras disciplinas para comprender y “vivir” mejor la gastronomía. Compro libros con conciencia.

Estudié Administración y aprendí a conjugar sus principios con la formación académica en Artes Culinarias. Aproveché mis conocimientos de pregrado en costos, marketing, manejo de capital humano, inventarios, planificación, dirección, control y algunos detalles contables en el lanzamiento de productos, diseño de otros e incluso concepción de espacios. Compartí un café por tres años y viví la cocina italiana. Hice pasantías con Sumito, Héctor Romero y Alonso Álvarez. Escribí en una revista gastronómica española, he mantenido mi servicio de catering y tengo varios años aprendiendo, experimentando y recorriendo la cocina venezolana. Sin embargo, mi mejor experiencia ha sido la docencia.

Mi labor en la Universidad Metropolitana desde hace siete años (cinco como coordinadora de Arte y Ciencia de la Gastronomía) me ha brindado la oportunidad de conversar y compartir mesas de trabajo o condumios con chefs reconocidos y personalidades. Lovera, Scannone, Pasquali, Carrera Damas, Soria, Redmond, son algunos de los que han motivado y enriquecido mi haber de conocimientos gastronómicos.

Uno de los grandes momentos en la Academia fue la participación junto a las profesoras Natalia Castañón y Laura Febres en la postulación del Doctorado Honoris Causa a don Armando por su “destacada labor en la creación y formación de conciencia del valor gastronómico”. Pero sin titubear la mayor satisfacción ha sido en el aula (más de 5000 estudiantes). Son infinitas las anécdotas, sazones y preparaciones que hemos disfrutado en estos siete años.

Rescato desde hace cinco años referentes históricos venezolanos, recuerdos andinos, orígenes mediterráneos, sazón caraqueña y productos llaneros; la razón: soy madre y tengo por responsabilidad construir una nueva memoria gustativa.

Como escribió Wilde: “todo se convierte en placer, si se hace a menudo, y así sucedió con la gastronomía”. La cocina es un placer cultural como ningún otro, es un desafío filosófico.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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