A lo largo de las décadas, por la conjunción de varios factores, Nicolás Gómez Dávila ha permanecido en la periferia. O en un discreto segundo plano. A pesar de ser un escritor al que poco se recuerda en medios de comunicación, su obra opera con magnetismo tan potente, que tiene lectores devotos y verdaderos especialistas en Colombia, Chile, Argentina, México, Alemania, Italia y España. Y es muy probable que los haya en otras partes y en otras lenguas.

Gómez Dávila nació y murió en Bogotá. Vivió parte de su infancia, su adolescencia y su primera juventud en París. Cuando volvió a su ciudad, con 23 años, era un hombre precozmente cultivado. Dominaba el griego y el latín, había leído a decenas de autores de la literatura clásica y había dado grandes zancadas a favor de su objetivo de leer en varias lenguas. Quienes han estudiado su biblioteca –ahora bajo la custodia de la gran biblioteca de Bogotá, Luis Ángel Arango– no solo testifican que poseía más de 30 mil volúmenes, sino que en sus estanterías los había en francés, alemán, español, inglés, portugués y otras lenguas. Si toda biblioteca arroja información sensible de su propietario, la de Gómez Dávila esboza a un lector persistente, múltiple, refinado y políglota. Se sabe incluso que, en algún momento, intentó aprender danés para arribar a Kierkegaard en su propia lengua.

Poco se sabe del transcurrir de Gómez Dávila en París. Durante dos años, a causa de una enfermedad, fue educado por preceptores. Asistía a un colegio de sacerdotes benedictinos, de donde seguramente provienen las bases de su persistente fe cristiana. No hizo estudios universitarios. Nacido en el seno de una familia de la alta sociedad bogotana, al regresar a su país debió dedicar parte de su tiempo a la dirección empresarial. No solo eso: también frecuentaba el Jockey Club de Bogotá y mantenía alguna actividad social. Se casó y de su matrimonio con Emilia Nieto nacieron tres hijos. El imaginario de un Gómez Dávila encerrado en su biblioteca, separado del mundo y dedicado exclusivamente a leer y escribir, no es exacto. Álvaro Mutis, Alberto Lleras Camargo, Hernando Téllez, Ernesto Volkening y otros, fueron cercanos interlocutores. Es probable que esos amigos hayan visto crecer la biblioteca y la curiosidad vital de Gómez Dávila. Que hayan sido testigos de la prolijidad con que trataba sus libros –ni un rasguño, ni una anotación–. Y que hayan sido sorprendidos por la anchura y profundidad de su cultura literaria, filosófica, histórica, religiosa y científica.

Devoto de la lengua española

Si tomamos como referencia la edición de Atalanta, que contiene las cinco colecciones –Escolios a un texto implícito 1Escolios a un texto implícito 2Nuevos escolios a un texto implícito 1Nuevos escolios a un texto implícito 2, y Sucesivos escolios a un texto implícito–, cabe estimar que Gómez Dávila publicó entre 11 mil 500 y 12 mil escolios. Cada uno, pieza de sugestiva perfección: “Pocas ideas no palidecen ante una mirada fija”. Cada uno, delineado artefacto luminoso: “El orden es el más frágil de los hechos sociales”. Cada uno, dotado de una irrenunciable voluntad de movilizar el pensamiento: “Nadie es ridículo en su sitio; cualquiera en sitio ajeno”.

Que Gómez Dávila haya eludido el término aforismo y haya optado por el uso de escolio –comentario, nota que se propone explicar– de entrada, nos sugiere la extrema conciencia, la precisión de relojero con que emplea la lengua española: “Mientras más generalicemos, más crecen el error, la inanidad, el tedio”. No la desperdicia, nunca hay una palabra prescindible. Quien haga el ejercicio de suprimir solo una palabra de cualquiera de los escolios, se encontrará con que este se derrumba o pierde su sentido. Gómez Dávila escribe –decanta, limpia, pule– sus escolios (“El escritor que no ha torturado sus frases, tortura al lector”), para así ejercer el control pleno de cuanto se propone decir: “Comprender no es rozar la frase, sino asirla”. Y justo porque asume que los excesos de la lengua entrañan sus propios peligros, establece, para sí mismo, un precepto de uso: “Hay que escribir en voz baja”.

Resulta paradójico: el hombre que se formó en el intercambio con diversas lenguas, leyó a los antiguos en griego y latín, recorrió los clásicos principalmente traducidos al francés, y logró desenvolverse en otros idiomas, hizo del español su brillante vehículo expresivo. Su conocimiento de otras lenguas lo volvió cada vez más exigente. Su preciso español fija contornos (“La historia no conoce soluciones, solo situaciones”); deslinda (“El léxico filosófico se divide en palabras para pensar y en palabras para creer que pensamos”); y adopta la plasticidad necesaria para pensar en lo vital (“Madurar es ver crecer el número de cosas sobre las cuales parece grotesco opinar, en pro o en contra”).

El tallado del escolio

Gómez Dávila publicó en 1959 el único libro que reúne escritos en “prosa continua”. En un ensayo que apenas alcanza las dos páginas, elogia, pero también establece una distancia con el género de la novela, que “ignora las iniciaciones caprichosas y las interrupciones repentinas, mientras que otras artes, al contrario, saben seleccionar trozos abruptos de existencia para alzarlos, señeros, pensiles, en el espacio estético que los absuelve de sus nexos vulgares”. Este dardo contra la aspiración de continuidad, de visión total que es signo de la novela, me sugiere esto: en el universo de autores que gravita en los escolios, salvo Dostoievski, apenas se siente la presencia de narradores.

En uno de sus textos de prosa continua, escribe: “Si hubiera que elegir entre todos los libros el más grande, yo elegiría la Historia de la Guerra del Peloponeso”. En un escolio habla de otras de sus grandes querencias: “Mis santos patrones: Montaigne y Burckhardt”. Tucídides, Tertuliano, Pascal, Montaigne, Kant, Baudelaire, Nietzsche, de Maistre, Barres, Maurras, Kierkegaard, Renan, Donoso Cortés y más: estos son algunos, solo algunos, de los autores que, en el criterio de los estudiosos, podrían estar presentes, por afinidad, por espíritu, en la obra de Gómez Dávila.

Durante años y años, en el silencio de su biblioteca, nuestro hombre leía y escribía. Tomaba notas en cuadernos: se cumplía así el primer paso que conduciría a la forja de cada escolio. La idea del “texto implícito”, me parece, puede resultar equívoca. Por ejemplo, que se lea cada escolio asociado a una obra o a un autor o a una determinada tesis. Los escolios son el producto autónomo, fruto de la constante ejercitación de la mente, los pensamientos de un hombre que vivía en el pensamiento, los pensamientos de un hombre que acumulaba cientos de miles de páginas leídas, cientos de miles de horas de escritura. Gómez Dávila no contestaba al pensamiento de otros, sino que construía una ruta propia, personalísima: “El hombre cultivado no es el que anda cargado de contestaciones, sino el que es capaz de preguntas”.

El método Gómez Dávila –si cabe llamarlo de esta manera– no es ni el de Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799), quien resumía, en sus Cuadernos, el filtrado de lo cotidiano: en sus páginas no solo hay aforismos, sino una variedad de anécdotas, ocurrencias, cartas, frases sin claro significado, quizás destinadas a servirle de recordatorios para otras posibles escrituras. Ni es tampoco el método de Voces, del ítalo-argentino Antonio Porchia (1885-1968), que hizo, del formato del aforismo, el vehículo de su hacer poético, autobiográfico, imaginativo y lúdico (Borges escribió de Porchia: “Podemos sospechar que el autor los escribió para sí mismo”).

El procedimiento de Gómez Dávila me parece más afín al de Elias Canetti, autor de esa obra inmensa –documento capitular del siglo XX– que son sus Apuntes. En 1942, una vez que planificó la investigación y redacción de Masa y poder, Canetti creó una obra autónoma, constituida por anotaciones breves y aforismos. Cuando, 17 años más tarde –1959– terminó su proyecto, entendió que ya no abandonaría más esa práctica. Y así fue. Como Gómez Dávila, se dedicó a producir un inmenso muro de anotaciones depuradas, luminosas y polivalentes, irrenunciable proyección de la riqueza de su vida de hombre de letras.

Dios, el hombre, el pensamiento

Nicolás Gómez Dávila no siguió un programa de pensamiento. En el océano de sus escolios hay cuestiones que regresan, siempre reinventadas, apariciones más que reapariciones, revisiones de fondo, incluso, nuevos puntos de vista. Sin duda, Dios es el tema axial de los escolios. Al comienzo de su primer libro, muy pronto puede leerse: “Para Dios no hay sino individuos”. Doce escolios más adelante, escribe: “Todo fin diferente de Dios nos deshonra”. En alguna otra parte, su enunciado toma otro camino: “Dios es la verdad de todas las ilusiones”. O, este, que podemos leer como un gesto de provocación: “Dios mismo es el autor de ciertas blasfemias”.

Si nos fuese dado extraer y ordenar todos los escolios que nombran a Dios, ¿podría derivarse alguna teología o, al menos, una colección de principios? No lo creo. Los escolios, más que enunciados, son indagación. Construcciones que interrogan. En ellos Dios no permanece inamovible. A veces es un Dios humanizado (“La sed de lo grande, lo noble, lo bello, es un apetito de Dios que se ignora”). En algún escolio, una entidad menos determinante: “Dios acaba de parásito en las almas donde predomina la ética”. En otro, un ser que abre el campo para un debate filosófico: “Solo a Dios podemos perdonarle la impertinencia de perdonar porque comprende”. Pero Gómez Dávila no es un fanático, sino un pensador que reconoce los riesgos de la fe extrema: “Quien no esté dispuesto a violar de cuando en cuando sus principios, más que de mártir, acaba de asesino”.

Al mismo tiempo, de forma recurrente en los cinco libros, Gómez Dávila se muestra severo y tajante con respecto a los hombres. La siguiente sucesión de ocho escolios puede sugerir la plasticidad y poderío de sus críticas: “El hombre cree que su impotencia es la medida de las cosas”. “Para desafiar a Dios el hombre infla su vacío”. “Todos tratamos de sobornar nuestra voz, para que llame error o infortunio al pecado”. “Humano es el adjetivo que sirve para disculpar cualquier vileza”. “El hombre es más capaz de gestos heroicos que de gestos decentes”. “La vulgaridad consiste, básicamente, en tutear a Platón o a Goethe”. “La mayoría de los hombres muere sin que les haya nacido alma”. Y, el que me parece el más terrible de sus escolios, una incursión en los territorios del nihilismo: “El Anticristo es, probablemente, el hombre”.

Una tercera e insistente corriente sobre la que quisiera llamar la atención, donde me parece que el pensamiento de Gómez Dávila alcanza sus más altas cotas de belleza y sofisticación, son los escolios que dedica al pensar. Son pensamientos sobre el pensamiento. Cada una de las piezas que anoto a continuación es, en su exigente brevedad, síntesis de un recorrido, pero también incitación a tomar el testigo y seguir adelante: “Nada más difícil que impedirle a una idea salirse del lugar donde es cierta”. “Inmanente es, en el fondo, lo que podemos definir. Trascendente, lo que podemos describir tan solo”. “Lo calculable es subalterno”. “El mito corrige la precisión del concepto”. “Basta que la sensación se mire a sí misma para que se pervierta”. “La verdad de lo paradójico es experimental”. “Visto desde adentro nada hay totalmente vacío”. “La idea desarrollada en sistema se suicida”. A Gómez Dávila le interesaba cómo razonamos, cómo usamos el lenguaje, cómo construimos los argumentos para dar cuenta de errores y debilidades. Diré más: le inquietaba lo provisional que puede ser nuestra relación con Dios, con los demás seres humanos y con la palabra.

Dardos y anhelos

La cantidad y diversidad de los recorridos por sus escolios es inagotable. Vienen y van en todas las direcciones. La fe: “Lo que creemos nos une o nos separa menos que la manera de creerlo”. Las ejecutorias sociales: “La sociedad premia las virtudes chillonas y los vicios discretos”. La crítica: “El que no entiende que dos actitudes perfectamente contrarias pueden ser ambas perfectamente justificadas no debe ocuparse de la crítica”. Las conductas humanas: “La vanidad no es afirmación, sino interrogación”. La religiosidad: “El católico debe simplificar su vida y complicar su pensamiento”. La tensión entre el bien y el mal: “El mal no vence como seducción, sino como vértigo”. La filosofía: “Una filosofía supera a otra cuando define con mayor precisión el mismo misterio insoluble”. El romanticismo: “El romanticismo expresa esencialmente el anhelo de no estar aquí: aquí en este sitio, aquí en este siglo, aquí en este mundo”. La problematización del mundo: “Los verdaderos problemas no tienen solución sino historia”.

Una amplia corriente de sus escolios tiene la forma del dardo: contra el marxismo (“El marxista heredó su desdén por los derrotados del desdén burgués por los fallidos”), contra los intelectuales progresistas, contra la destrucción de las jerarquías, contra la ignorancia (“Con quien ignora determinados libros no hay discusión posible”), contra el periodismo (“la lectura del periódico envilece al que no embrutece”), contra el academicismo, contra las ideologías (“La historia, si la seguimos con ojos de partidario, en lugar de observarla con ojos de curioso, nos mece tontamente entre la nostalgia y la ira”), contra el progresismo (“El progresista recorre las literaturas, como el puritano las catedrales: martillo en mano”), y contra muchos otros fenómenos.

Otra, lo que llamaré la corriente de sus anhelos, irradia el hondo placer que le producía la secuencia de leer, pensar y escribir: “El diablo no logra adueñarse del alma que sabe sonreír”. “La naturaleza resucita en manos de la metáfora”. “La poesía onírica no vaticina, ronca”. “El mundo no está intacto, ni abandonado”. “Cada obra de arte responde a una pregunta que no la precede”. “El placer estético es criterio supremo para las almas bien nacidas”. De este cauce de sus anhelos, una frase merece levantarse y exhibirse, puesto que se trata de una de sus ejecuciones más espléndidas: “Negarse a admirar es la marca de la bestia”.

Que todo quede abierto

En las páginas finales de Textos, Gómez Dávila incluye “El reaccionario auténtico”, donde delinea la figura del reaccionario, en contraste con la figura del progresista, en dos variantes: el liberal y el radical. Es una pieza en la que, además, expone una visión de la historia como la articulación de un sinnúmero de “actos libres y procesos dialécticos”. En el cierre de ese ensayo memorable, se enuncia un doble deslinde: “Si el progresista se vierte hacia el futuro, y el conservador hacia el pasado, el reaccionario no mide sus anhelos con la historia de ayer o con la historia de mañana. El reaccionario no aclama lo que ha de traer el alba próxima, ni se aferra a las últimas sombras de la noche. Su morada se levanta en ese espacio luminoso donde las esencias lo interpelan con sus presencias inmortales”. El texto cierra con este breve párrafo: “El reaccionario no es el soñador nostálgico de pasados abolidos, sino el cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas”. En un escolio que puede leerse como un dictamen de sí mismo, Gómez Dávila escribe: “El pensamiento reaccionario es impotente y lúcido”.

Elias Canetti escribió precisos y argumentados elogios sobre Blaise Pascal. Sus Pensamientos no solo habían mantenido su natural frescura a lo largo de siglos (“Todas las frases, las cortas y las largas, todos los fragmentos de sus frases son como de hoy”), sino lo más importante: aunque contundentes, siempre dejan una puerta abierta. Esa misma legitimidad, que no exige estar de acuerdo con cada escolio, es patente en la obra de Gómez Dávila. Quien lo lea experimenta el rigor, la mente en búsqueda, el pedalear de su pensamiento. No se repite. Evita toda gratuidad. No dice nunca: esta es la última palabra. No entrega nunca un escolio que no sea portador de un sentido, de una interrogante, de una invitación –casi de una exigencia–, que es la de seguir pensando.

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Escolios

Nicolás Gómez Dávila

Ediciones Atalanta

España, 2009

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Textos

Nicolás Gómez Dávila

Ediciones Atalanta

España, 2010


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