Dice Jacques Ranciére, en La división de lo sensible. Estética y política (Salamanca: Editorial Consorcio Salamanca, 2002): La revolución estética vuelve a distribuir las cartas al hacer solidarias dos cosas: la mezcla de fronteras entre la razón de los hechos y la de las ficciones junto con el modo nuevo de racionalidad de la ciencia histórica. Al declarar que el principio de la poesía no es la ficción, sino una cierta combinación de los signos del lenguaje, la era romántica confunde la línea de división que aislaba el arte con respecto a la jurisdicción de los enunciados o de las imágenes, al igual que aquella que separaba la razón de los hechos y de las historias. No es, como a veces se dice, que haya consagrado la “autoliteralidad” del lenguaje, separado de la realidad. Es todo lo contrario. Su­merge en efecto el lenguaje en la materialidad de los rasgos por los que el mundo histórico y social se hace sen­sible para sí mismo, aunque solo sea bajo la forma del lenguaje mudo de las cosas y del lenguaje cifrado de las imágenes. Y es la circulación en este paisaje de signos lo que define la ficcionalidad nueva, la nueva manera de contar historias, que es en primer término una manera de asignar sentido al universo “empírico” de las acciones oscuras y de los objetos corrientes. La ordenación ya no es el encadenamiento causal aristotélico de las acciones “según la necesidad y la verosimilitud”. Es una ordenación de los signos. Pero esta ordenación literaria de los signos no es en modo alguno una autorreferencialidad solitaria del lenguaje. Es la identificación de los modos de la construcción ficcional con los de una lectura de los signos escritos sobre la configuración de un lugar, un grupo, una pared, un vestido, un rostro. Es la asimilación de las aceleraciones o reducciones de velocidad del len­guaje, de sus mezclas de imágenes o saltos de tonos, de todas sus diferencias de potencia entre lo insignificante y lo supersignificante, con las modalidades del viaje a través del paisaje de los rasgos significativos dispuestos en la topografía de los espacios, la fisiología de los círculos sociales, la expresión silenciosa de los cuerpos. La “ficcio­nalidad” propia de la era estética se despliega entonces entre dos polos: entre la potencia de significación inhe­rente a toda cosa muda y la desmultiplicación de los modos de palabra y los niveles de significación. (…) De este modo se revoca la línea de división aristotélica entre dos “historias” –la de los historiadores y la de los poetas–, que no separaba solamente la realidad y la ficción, sino también la sucesión empírica y la ne­cesidad construida. Aristóteles basaba la superioridad de la poesía, que relata “lo que podría suceder” según la necesidad o la verosimilitud de la ordenación poética de las acciones, en la historia, concebida como sucesión empírica de los acontecimientos, de “lo que ha sucedido”. La revolución estética trastoca las cosas: el testimo­nio y la ficción corresponden a un mismo régimen de sentido. De una parte, lo “empírico” lleva las marcas de lo verdadero en forma de rastros y huellas. “Lo que ha sucedido” denota directamente un régimen de verdad, un régimen de presentación de su propia necesidad. Por otra parte, “lo que podría suceder” no tiene ya la for­ma autónoma y lineal de la ordenación de las acciones. La “historia” poética articula en lo sucesivo el realismo que nos muestra los rastros poéticos inscritos en la propia realidad y el artificialismo que monta máquinas complejas de comprensión”.

Dice Silda Cordoliani, narradora y ensayista, en “José Balza, émulo de Rodolfo Iliackwood”, prólogo de Trampas. (Ejercicios políticos y otros relatos). Antología (Caracas: Editorial El Estilete, 2016) del narrador (novelista y cuentista), ensayista, crítico literario y de arte, y antólogo José Balza: “Así pues, tal como en sus numerosos libros de ensayo, en los que las obras y nombres fundamentales de nuestro quehacer cultural ocupan buena parte de sus reflexiones, la realidad del país nunca ha dejado de ser reflejada en la obra narrativa del autor. (…) Mi intención aquí se resume a hacer un somero repaso por determinadas preocupaciones políticas (cursivas propias) del escritor, evidentes en algunos rasgos de sus, por él llamados ‘ejercicios narrativos’”.

Balza marcaría desde el subtítulo la estrategia literaria y la operación procedimental de carácter político que pretendería materializar el giro teórico de su poética narrativa: los “ejercicios narrativos” mutan a “ejercicios políticos”, no solo como denominación de los textos, sino como diferenciación no tan solo de su producción narrativa corta anterior, sino también de los “otros relatos” de Trampas. Esta estrategia se sostendría en una transformación de orden estructural, por una parte, y en una transformación de orden estético, por la otra.

Conservando la sensual y tersa prosa, cercana al orden poético: el fraseo sincopado, bruñido, musical, en la que la aceleración y el movimiento de la escritura ondula, oscila, va de un vaivén de lo privado a lo público, de la naturaleza a la cultura, en un campo de fuerzas imantadas por la imagen y lo sensorial, Balza diseña un recorrido antológico, mediante fragmentos de algunas de sus novelas (LargoSetecientas palmeras plantadas en el mismo lugarUn hombre de aceite) y “otros relatos”, en los que lo político impregna el universo diégetico, que situados, sin orden cronológico, en el índice, tras los “ejercicios políticos”: “Trampas” y “Uno” que abren el volumen, en una brillante ejecución y puesta en escena de su reconocida inteligencia estructural; operación escritural que señalaría la cesura política y estética entre estos “ejercicios narrativos” y los “ejercicios narrativos”: los “otros relatos”, que bajo un régimen acumulativo, dejarían expuesto, desde la diversidad y la multiplicidad, el realismo del rostro político de las pulsiones y mecanismos de la tradición del poder autoritario venezolano devenido en cruel, despótica y criminal dictadura.

“Trampas” expone la historia de un gobernante desde su temprana edad, “un zambito de boca gruesa y pronunciada, muy flaco pero fuerte”, en la que somete y mata a un potro, mediante una trampa, en medio de una relación con el animal caracterizada por las fuerzas terribles del deseo y del mal, su elección como presidente de un país, “de una feble democracia”, a través de “el método (…) –hablar, hablar mucho oponiéndose al sistema allí practicado: un uso insensato de las palabras– garantizará el secreto para dominar”, hasta su enfermedad y muerte, en tanto “que para él cuanto atraiga destrucción y final, como creen entenderlo sus fieles, es el acabose de los opuestos. Ha tendido una trampa más perfecta; aquella de la cual no escaparán los otros ni el posible líder de la remota región. Al considerarse rey del caos legal, al proponer la muerte en la calle entre ciudadanos y campesinos, al consagrar la enfermedad como un arma publicitaria de primera magnitud, el gobernante se sabe ungido: ha desatado el poder que solo él pude manejar, administrar, eliminar. Sabía utilizar la vida, se dijo complacido, ahora pude conculcar la muerte”. “Uno” expone la historia de un campesino enfrentado, por medio de una huelga de hambre; al “gobierno con sus ministros, con sus militares y todos los poderosos del partido”, por la expropiación de sus tierras, “desafía los poderes, la ley de la revolución. No hay en su conducta delirio ni espectáculo: requiere la devolución de su territorio, la aplicación de justicia, la defensa de la dignidad. El país entero, con su habitual frivolidad, se entera de su demanda: para algunos es un mártir, para otros una caricatura televisiva. El jefe de la revolución también sigue las noticias del caso, pero nunca responderá, para este es un simple campesino desleal que desobedece a su poder. Lo reta. Y es necesario someterlo. Después de meses y de mil humillantes horas, el hombre prácticamente convertido en un lúcido esqueleto, muere de hambre”. Testimonio y ficción cruzarían las fronteras de los hechos y la representación, de la verdad y el verosímil, en un “ejercicio político” en el que el referente histórico y social se carga de su propia condición de lo sensible, para intentar un giro estético del realismo más allá de la representación poética del acontecimiento, puesto que este, con/formaría el mismo régimen de sentido de la ficcionalidad: el artefacto narrativo expuesto indistintamente como artefacto político, en la que la autonomía de la forma no derivaría del orden de los acontecimientos, sino que estaría inscripto en los perfiles y relieves de su realidad histórica y social. José Balza habría logrado convertir a la máquina narrativa en una máquina política de producción de sentido poético y a la máquina política en una máquina narrativa de producción de sentido histórico, desbordando, quizá, la diferencia aristotélica entre poesía e historia.


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