Al contemplar la obra ensayística de Julieta Fombona Zuloaga recogida en este volumen es casi natural lamentar la falta de más ejemplos de su complejo juicio crítico que esquiva tan acertadamente toda interpretación facilista o reductora. Sin embargo, como su hija, recordando su manera de abordar la traducción y muchas conversaciones al respecto, yo entiendo los ensayos no solo como lúcidas apreciaciones de obras traducidas o recogidas (en el caso de Teresa de la Parra), sino como una extensión –quizá un desbordamiento– de la praxis literaria que fue la traducción para mi madre. Es en esa medida que los ensayos apuntan hacia las traducciones como una obra literaria mucho más amplia que la recogida aquí, a la vez que ofrecen ciertas claves para entender la fuerza creativa de ese acto suyo de traducir.

Cada uno de los ensayos más extensos –en las presentaciones de Gertrude Stein, Sylvia Plath, Teresa de la Parra y Edith Wharton– revela cómo la fuerza del artista literario reside en no relacionarse con el lenguaje –su “herramienta”– como dueño, sino en reconocerse como uno de sus efectos. Esto implica entregarse a una praxis, en lugar de asumir un discurso. Creo que para mi madre, la misma postura ante el lenguaje la lleva a la traducción como acto creativo, como praxis, en lugar de discurso. Incluso, ella misma describe la posición del escritor en términos que corresponden también claramente a la del traductor; dice de Teresa de la Parra: “tiende a ver la vida desde el punto de vista de la diferencia que limita las distintas maneras de darse la coherencia del mundo”. El traductor –ella como traductora– también habita en esa diferencia y obra, crea, dentro de, alimentándose de sus límites. Quizá este sea el mismo paralelo entre escribir y traducir que llevó a Borges a observar: “Ningún problema tan consustancial con las letras y su modesto misterio como el que propone una traducción” (Las versiones homéricas, 1932). En su manera de hablar de su experiencia al traducir, la traducción para mi madre figura como un obrar y constante resolver dentro de la misteriosa y modesta libertad de la creación literaria.

Traducir para mi madre parecía consistir en gran parte en la búsqueda de lo que ella llamaba “hallazgos”. Leyó con interés la teoría de Lawrence Venuti (The Translator’s Invisibility, 1995), para quien la traducción ideal debe incorporar la otredad del idioma, y el traductor, como el actor brechtiano, debe pronunciarse, dejar de ser invisible. Pero para ella no solo el traductor, sino el escritor mismo, debe en verdad aspirar a ser invisible de cierta manera; debe lograr hacerse medio para el lenguaje. Dice otra vez de Teresa de la Parra: “escribir parece ser, para ella, antes que creación, una especie de reencuentro: reencuentro con el buen uso del lenguaje, con la anterioridad de esa voz colectiva y anónima que ya está allí y que no hay más que continuar”. El hallazgo en la traducción del que ella hablaba es este reencuentro con una “voz colectiva y anónima” que permite hallar en el lenguaje, en la voz “que ya está allí”, el equivalente de una obra creada en otro idioma. La tradicional demanda de fidelidad de parte del traductor tomaba esa forma para ella: hacer que ocurriera en el español y para el español lo que el original hace que ocurra en y para su idioma.

Así, su concepto de la traducción se acoge mucho más a las teorías de George Steiner en Después de Babel (1975), quien considera la traducción como modelo fundamental de todo acto comunicativo y descarta la fidelidad a secas por la idea de una reciprocidad ideal entre la obra original y la traducida, última etapa de un proceso hermenéutico que incluye la confianza o fe, la agresión, la incorporación y la reciprocidad. Si bien el traductor se apropia del texto original con cierta agresividad –la cual Steiner desmenuza continuamente–, cuando consigue que la traducción acierte también le presta algo suyo al original, le regala un nuevo ámbito. En este sentido podría decirse que los ensayos críticos son en cierta medida el registro de esa reciprocidad activada por traducciones bien logradas: a Stein, la traductora le regala Proust; a Plath, Breton, Barthes, Lévi-Strauss; a Wharton, de cierta manera Teresa de la Parra; a Lacan –como se verá– el Quijote. La reciprocidad entre original y traducción se vuelve aun más sorprendente en estos casos al tratarse de ofrendas que en su mayoría no vienen del ámbito cultural inmediato de ninguno de los idiomas en juego.

El concepto del hallazgo explica muchos aspectos de la labor de traductora de mi madre. El hallazgo se encuentra al estar alerta a todo aspecto del ocurrir lingüístico y disponerse a no dejar que domine el reino del sentido. Quizá sea por eso que se dedicó a la traducción de obras que juegan gustosamente con el sin sentido como las de Gertrude Stein y Jacques Lacan. El hallazgo, además, se nutre de una vivencia amplia de los idiomas. Recuerdo las lecturas que hacía mi madre en los tres idiomas “en que le pasaban las cosas” –lecturas y relecturas constantes y variadas. Repasaba, por ejemplo, durante una temporada, el mundo novelístico completo de Balzac, las obras grandes y pequeñas de Edith Wharton, y el Quijote, a la vez que disfrutaba de la narrativa enervante de Patricia Highsmith, Ruth Rendell y otros thrillers que a veces calificaba –sin prejuicio real– como “trash”, y leía solo de noche por un dictamen de la disciplina de su infancia. Todo llegaba a usarse de alguna que otra manera en la búsqueda –muchas veces inconsciente– del hallazgo. El español del Quijote –los refranes y las frases de Sancho, por ejemplo– eran una fuente importante para ella. Recuerdo que una vez estuvo empecinada con una frase por unos días –creo que para una traducción de Lacan– hasta que tuvo un sueño en que figuraba un refrán de Sancho –y esa fue la respuesta, el hallazgo.

El polo opuesto del hallazgo en su trabajo como traductora era el problema del anglicismo. Nada más repelente por servil que ese tipo de fidelidad al original por error o pretensión. Se podría decir que para ella el anglicismo hace visible la “otredad” del idioma original como signo de dominio que borra el saber del idioma propio, del español. Cabe un pequeño ejemplo, quizá ya diluido en los vaivenes del idioma: recuerdo que despotricaba por la proliferación tanto en las traducciones como en el lenguaje periodístico de la voz pasiva, tan común en la prosa inglesa y tan poco natural en el español. Fue inaugurado el programafue transformado el espacio, en lugar del sencillo recurso del “se” impersonal español: se inauguró el programase transformó el espacio. Esto no quiere decir que tuviera una actitud purista hacia el lenguaje, ni mucho menos que se tratara de un castellanismo cerrado. Pero sí sostenía el concepto del “buen español”, sobre todo en la traducción. Dejarse guiar por el “buen español” al traducir significaba buscar un español general, amplio y sencillo, depurado tanto de pretensiones académicas o literarias como de regionalismos rivales. Era recurrir a esa voz anónima y colectiva que ella señala en Teresa de la Parra.

El modo en que mi madre asumía la traducción era también sencillo y tenía mucho de lo ritual. Cuando tenía un proyecto, traducía religiosamente todas las tardes; al final del proyecto se obsesionaba bastante con las revisiones que eran siempre intensas. La primera pasada la hacía rápidamente, casi como si fuera una traducción simultánea. Recuerdo que ya de más grande, me impresionaba mucho que tradujera una página (de libro) de Lacan en apenas media hora. Luego venían varias etapas de repaso. Primero estaba la selección más o menos sistemática y a veces juguetona de la palabra precisa. Para esto usaba el Diccionario ideológico de Julio Casares, dos tomos muy queridos y manoseados que nunca estaban lejos de su escritorio. Recuerdo desde pequeña el juego de buscar allí una lista de palabras indicadas y leerle las opciones para que hiciera esas primeras determinaciones. Luego estaba esa búsqueda de hallazgos ya mencionada, un ponderar e insistir y volver a insistir. La mayoría de las veces la revisión la hacía con otra persona –con mi papá, también con Juan Luis Delmont, luego con el taller de traducción en Monte Ávila y más adelante conmigo. Pero fuera con quien fuera, esas revisiones siempre eran intensas, un diálogo sostenido y arduo.

Mi madre muchas veces se refería a los trabajos de traducción no literaria (catálogos de exposiciones y otros textos) como “trabajos de carpintería”, y los emprendía también con gusto; de hecho, trabajó haciendo traducciones de todo tipo hasta el final. Creo que en cierto sentido enfocaba la traducción como un quehacer y un saber hacer artesanal. Traducir era fácil para ella en el buen sentido de la palabra, era un gusto. Pero tenía su disciplina; venía con pautas del oficio así como del lenguaje. A pesar de que todos sus amigos siempre la tildaran de poco práctica en asuntos cotidianos, su postura ante la escritura y la traducción podría verse como sumamente práctica: le interesaba el acierto y con eso en mente emprendía el acto de traducir y escribir con un propósito activo y un fin concreto. Quizá por eso la mayoría de sus ensayos eran de algún modo prácticos también: una lectura, una presentación, un camino a otra obra artística, a la creatividad.

Al bregar aquí con el hábito del español de imponer el género gramatical masculino al tratarse de cualquier grupo que incluya por mínimo un solo sujeto/objeto masculino, no puedo dejar de notar y resaltar que la mayoría de los escritores cuyas obras mi madre aborda en estos ensayos y que en su mayoría traduce, son, de hecho, escritoras. Son escritoras –Gertrude Stein, Sylvia Plath, Teresa de la Parra, Edith Wharton– todas ellas con un lugar contundente en sus tradiciones literarias respectivas. A pesar de compartir la condición de escritora y de encontrase reunidas en este volumen, las cuatro abarcan estilos, proyectos, temas muy distintos. Me pregunto qué diría su traductora sobre esta coincidencia de haber seleccionado para la traducción crítica en su mayoría mujeres. Vienen a la mente respuestas obvias: la identificación con una dinámica, la autoridad de las voces femeninas, el escribir quizá no siempre de la mujer, pero desde el lugar o los lugares de la mujer, para no caer en una postura esencialista. Pero yo quisiera escuchar los pormenores de la respuesta que daría la escritora de estos ensayos a esa pregunta.

Este deseo lleva a otra manera de entender los ensayos, ya no como desbordamiento de una praxis de la traducción que dice tanto sobre sus sujetos como sobre la traducción misma, sino como ejemplares de un método de lectura crítica basado en la traducción. Quizá el rigor de observación de los ensayos, su capacidad de plasmar lo esencial de cada escritora (y escritor) venga del propio proceso de traducción como primer acto crítico. De esa manera, la traducción crítica viene a ser una manera de abordar el misterio del otro (y de la otra), de decir una verdad a su respecto sin interpretaciones reductoras nutridas del cómo y por qué de la anécdota, como en el caso de tantas apreciaciones de Sylvia Plath. La traducción crítica funciona entonces como salvaguardia contra un manejo de esquemas –de “las distintas maneras de darse la coherencia del mundo”– que ignora la diferencia y borra la complejidad de lo otro, de lo particular; y, a la vez, abre una puerta hacia esa complejidad del lenguaje con toda su otredad.

En realidad, quisiera escuchar las respuestas que daría esa visión curtida en la traducción crítica a cada palabra pronunciada en lo anterior sobre lo que es la traducción y lo que era la traducción para ella; pues a pesar de tomar la forma de aseveraciones, esas palabras son todas en realidad preguntas que buscan un viejo diálogo fundamental. Las preguntas persisten; solo queda asumirlas, darles vuelta y volver a leer, así como nos invita gratamente este volumen.

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Este ensayo cierra el libro Escritura y traducción de Julieta Fombona. Edición y prólogo: Silda Cordoliani. Caracas: El Estilete, 2017.


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