Todo intento de aproximarnos a la memoria gastronómica que llevamos por dentro nos obliga a realizar una suerte de construcción de una historia individual, ligada a una educación sentimental y a la vivencia de una serie de circunstancias personales. Es una introspección personal, muy íntima, que nos lleva a evocar esas postales casi fragmentarias unidas caprichosamente y que llamaba Joseph Brodsky vida: tejido formado por los retazos de los recuerdos de otro, de lo otro y de los otros, intercalados con los deformados recuerdos de uno mismo. No se trata de la evocación personal y aislada de un plato en particular, sino del plato recordado en una dimensión social: actos culturales donde se comparten objetos sociales en una circunstancia histórica, punto de convergencia de mi memoria con la memoria de los otros y de lo otro. Níspero para mí, por ejemplo, es una fruta de color marrón claro de pulpa muy dulce, que yo amaba cuando era niño. Ahora es una fruta que asocio, inconscientemente, con Héctor Valecillos Toro, un amigo de toda la vida, en cuya casa paterna había un inmenso níspero, que Héctor –adelantado a su tiempo como siempre lo fue, por eso lo llamábamos el viejo– recogía con su hermano, “el mudo”, y que nos vendía cuando teníamos apenas diez años. Pero es también una vieja enciclopedia del Salón de Lectura de Barinas, que tenía un portal con columnas dóricas, que fue la Grecia que cargué conmigo toda la vida hasta que la maté de tristeza frente a un Partenón casi artificial, atestado de turistas japoneses que soñaban con pasar a la posteridad mostrando a la entrada una foto. Allí, en la parte de la letra N, reproduje la imagen del níspero en un indeciso dibujo excesivamente coloreado (“excesivamente actuado”, se dice en lenguaje del teatro y del cine) de una tarea escolar, donde debíamos plasmar la fruta que más nos gustaba. Níspero fue la introducción a un México indígena de mis veinticinco años donde entendí que mi níspero era el chicozapote de ellos, y que un lenguaje compartido es uno y múltiple, porque obedece a representaciones de imaginarios culturales. A través del níspero, pero también de la guayaba, la lechosa, la auyama, o de la arepa, la cachapa, el pabellón criollo, o del queso de mano, o del cocuy, de la chicha de arroz, de la harina Pan, e incluso del Diablitos Underwood, la salsa inglesa Worcestershire, del Cocosette o de la Frescolita, aprendí por qué soy latinoamericano, pero también por qué soy venezolano y no mexicano, o cubano, o peruano, o colombiano. El mousse de níspero, y también de guanábana, fue, por otra parte, uno de mis primeros intentos de apropiarme de una evolución culinaria que enlazaba técnicas universales con ingredientes locales, para construir una historia propia de nuestra sensibilidad.

Así yo fui construyendo mi edén particular de frutas, mi primera versión de la gastronomía elemental, sabrosa, fresca, jugosa y pintoresca: el níspero, el cambur, la patilla, el mango, la chirimoya, la naranja, la mandarina, la guanábana, el merecure, la guama, el caimito, el aguacate, la lechosa, la ciruela de huesito, el mamón, la piña, la manzana, la pera, la uva, frutas de aquí y de allá, que yo iba asociando a percepciones gustativas, a archivos organolépticos, pero también a referentes culturales e historias personales. La manzana, para mí, por ejemplo, es, además de lo que me dice la botánica o la agronomía o el comercio exterior o la nutrición, es un viejo camión de tolva y tolda, que entraba a la calle real de Barinas cada viernes por la tarde haciendo ruidos extraños que yo percibía desde el fondo del patio de mi casa y yo-dejaba-tirado-todo-lo-que-estaba-haciendo porque era el camión de la manzana que llegaba. En el camión venía de Barquisimeto una serie de otras frutas “exóticas”, como la uva, la pera, el albaricoque, pero la manzana era la mía, mi fruta extranjera particular. La manzana no era una fruta corriente para mí, era una fruta que venía de un mundo lleno de brumas y donde caía nieve, y que le gustaba esconderse entre los libros: era la bruja y Blancanieves resumidas en una sola fruta; era la desobediencia de Adán, cuyo recuerdo yo tocaba asustado en mi garganta; era Johnny Appleseed que regaba semillas de manzana por el mundo en un cuento que Chico Moreno, amigo de la casa, me había traído de Caracas; era Guillermo Tell y su hijo asustado; era el strudel de manzana que yo asociaba con paisajes ordenados de pinos y casitas perdidas en la bruma; era una fruta perfecta, mi primera incursión vaginal y mi primera lección provinciana de estética. Era el amor que yo le daba de vez en cuando a una maestra que amaba. Hasta que un día, me sentaron con la cara compungida en la mesa familiar, casi lloroso, mientras me miraba impositiva la autoridad paterna desde la cabecera, y desde un costado la mano de una madre dulce intentaba adentrarme, bocado a bocado, en el temido mundo de las hortalizas y las legumbres. Después, recién entrado en mi adolescencia, yo rompí mi virginidad sápida en la fiesta de la ternera criolla, entre arroces blancos con profusión de ajíes dulces y tiernas yucas sancochadas, y la frescura del aire del joropo como fondo, mientras formaba una larga fila entre los muchachos para participar en la rifa de los testículos del toro sacrificado, lo que le aseguraría virilidad a uno para toda la vida. La hallaca no es para mí una hallaca cualquiera: es la hallaca angostureña, nacida en los fogones domésticos de la Barinas del siglo XVIII, usada como avío por los arriesgados comerciantes llaneros que surcaban caudalosos ríos hasta llegar en un largo viaje a la hermosa y señorial ciudad portuaria de Angostura, llamada Ciudad Bolívar desde 1846, para romper el mundo del aislamiento y exportar cueros de res y plumas de garza a Europa. Mi familia sigue haciéndola, al menos mi hermana Belkis, con la esperanza de que el olvido no prevalezca sobre el recuerdo de la madre muerta. Y para revivir la compañía de los amigos que ya no están, y que compartieron con nosotros la alegría de la comida festiva y ritual que se acostumbraba cada diciembre en nuestra casa.

Una arepa no es para mí, como dice el diccionario, un pan circular de maíz asado en budare, sino la obligación que tenía, antes de ir al liceo, de moler los granos que mi mamá ponía a remojar desde la víspera, y que cocinaba temprano en la mañana. La harina precocida de maíz es, para mí, la línea más corta entre dos puntos vitales en mi vida: el desayuno y el liceo, y la garante, junto con el queso rallado y el huevo frito, de que sea fértil una larga cadena de afanes que conforman mis días, cada día, desde que me despierto hasta que me acuesto. Además, mi memoria gastronómica se asocia siempre a nombres de mujer. Desde la placenta misma, flotando entre líquidos amnióticos, cuando Dolores, la madre, irremediable amante de lo dulce, me transmitió mi afición por los dulces. Y así continué relacionando la comida con cada mujer que en mi vida ha pasado, dándome consuelo o consejo, o que he amado sintiendo las urgencias de la pasión. La dulzura de la mujer, y hasta su carácter bravío, están presentes en el dulce de lechosa y en el ajicero de leche, siempre ligada a un plato y a un sabor particular que han trazado en mí una biografía sentimental de los sabores. Parafraseando a Pascal: mi gusto tiene razones que la razón no tiene en cuenta, porque casi no obedece a prescripciones médicas, a prescripciones nutricionales o a vanidades de la moda. Soy yo, simplemente yo, ligado a mi propia circunstancia, el que conduce esta maravillosa aventura de cada día en pos del pasajero goce que la breve vida me depara.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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