Una gota de sangre en el cuello de la camisa de blanca parece indicar que Miguel Ramón Utrera se cortó afeitándose, pero su rostro es lampiño, sus manos están agarrotadas por la artritis y no parece un hombre propenso a mirarse en un espejo. Probablemente un insecto se murió tratando de picarlo.

Miguel Ramón Utrera, Premio Nacional de Literatura, está sentado sobre periódicos en una silla dura, en el interior de una casona construida a principio del año 1700. Diarios viejos, revistas viejas, libros de ediciones olvidadas se van apelmazando, pegando papeles con papeles. Hay alrededor jarras de peltre, vasijas con restos de comida seca, y en el centro del patio unas rosas a medio morir, unos gatos dormidos, unos capachos sin agua.

―Yo no acepto el Premio Nacional de Literatura ―dice el poeta de San Sebastián de los Reyes sorpresivamente, como si el terrible calor que se cuela por todas partes exigiera con premura una síntesis de sus sentimientos.

Utrera explica que agradece a sus amigos del jurado esa distinción y al poeta Pascual Venegas Filardo, quien siempre ha deseado un reconocimiento para el poeta de San Sebastián.

“No sentí nada ante ese premio porque eso lo repudio y me cae mal cuando viene. A José Ramón Medina le he dicho muchas veces que yo no acepto premios ni placas ni condecoraciones, y todos ellos saben que yo pienso así. Ahora siento que esto es muy conflictivo, porque les hago quedar mal, pero yo no recibiré ese premio”, añadió Miguel Ramón Utrera.

Su voz es parsimoniosa, clara. Aunque sus lentes tienen bastante aumento, se nota la pequeñez de sus ojos castaños, pendientes de un tucusito que entra al patio y se dedica a taladrar en un solo sitio una barrera de sol; luego pasa volando cerca del rosal y se caen varios pétalos, que el poeta observa como diciendo “ya no importa”.

Cuenta que no pudo estudiar en la universidad, porque siempre se atravesó alguna circunstancia adversa, y en una ocasión fue miembro honorario del grupo Viernes.

Confiesa que deseaba, en realidad, ser médico y dedicarse a la investigación, pero la docencia lo fue amarrando en San Sebastián. Pasaron veinte años, se enfermó y tuvo que retirarse, pasando a una segunda etapa de su vida: la producción de material histórico de la provincia, que él denomina “historia marginal”.

Esa parece ser la realidad de su existencia: se frustró un deseo íntimo y acogió la poesía y la docencia como alternativa a la cual le puso todo el entusiasmo, aunque sin olvidar jamás que Caracas no estuvo abierta a sus medios de joven provinciano.

Tres amigos de su infancia que estaban en la plaza Los Próceres de San Sebastián, Manuel Romero Pérez, José Rafael Conde y el prefecto Manuel Neftalí Ramírez, señalaron que él trabajaba desde niño para ayudar a su familia “ y llegaba hasta el río con nosotros a buscar agua en un burro; andaba siempre estudiando arriba del burro”.

También dijeron que a Utrera no le gustan los agasajos, los reconocimientos: “A veces vienen alumnos de liceos o ex alumnos suyos a proponerle que sea padrino de promociones y no acepta”.

―¿Cuál es la razón por la cual no acepta el premio? ―se insiste.

―Porque no creo en premios, en ningún premio. He dejado de aceptar condecoraciones en varias épocas. Creo que un mérito, cualquiera que sea, si es sólido, no necesita galardones, el mérito solo basta ―responde.

―¿No cree usted que ese reconocimiento beneficiaría en algo a esta población, a sus ex alumnos?

―No ―dice en el acto―, a nadie se le eleva el mérito porque lo premien o lo condecoren. Toda la vida he pensado así y lo he hecho un postulado pedagógico… ¿cómo voy a aceptar ahora un premio, dígame? De nada valdría lo que he sostenido siempre si ahora voy a claudicar. Lo siento por los amigos míos que se empeñaron en eso. El reconocimiento de ellos es sincero. Además, hay otros con más méritos que yo ―apuntó Miguel Ramón Utrera.

Después explica que hoy solo desea realizar una labor literaria regional, que produzca libros útiles, algo así como lo que en su momento hizo Sergio Medina.

Considera que su poesía es nativista y obedece a una filosofía de la vida, basada en el simbolismo de la naturaleza. “Toda mi vida poética ha estado dedicada a eso: a una interpretación lírica de la naturaleza”, comenta.

Respecto al acontecer literario, a la actualidad literaria venezolana, opina que hay fallas: “Hay un vacío que se nota después de la desaparición de Guillermo Meneses. En cuanto a la poesía, creo que sigue en la misma situación desorientada que se planteó desde la última posguerra, hasta el punto de que no existe ninguna representación especial. Se escriben y se publican muchos versos, incluso libros muy delicadamente presentados, pero esta producción no refleja mensajes sólidos”, expresa.

Utrera sostiene que ello se debe, tal vez, a que el país sufre una influencia avasallante de la política, la cual ha anulado, en parte, la facultad creadora en los jóvenes. “Ya va para largo ese fenómeno”, acota.

Afuera el calor es igual de alucinante y alguien deja caer una lata vacía al pavimento. Miguel Ramón Utrera se queda un instante en silencio y dice que quiere hablar otra vez de los premios.

“Es que no me gustan los premios ni ninguna manifestación exhibicionista que pretenda poner como espectáculo el mérito de alguien, ¿entendió? Yo no voy a recibir el premio, no sé qué van a hacer con eso”.

Se pasa una mano, que antes ha dejado el bastón negro recostado a una pared de diarios envejecidos. Una mano agarrotada y débil que aplasta los cabellos grises, como si quisiera calmarse y estar seguro de lo que dice.

―Quiero aclarar que no estoy marginado… que solo se margina quien no pone en práctica su capacidad creadora o lo que piensa. Ese fulano concepto de que estoy marginado… no es así. Mire: Yo me hice solo, no tuve apoyo familiar para ir a una institución superior, tuve que trabajar en Caracas y estudiar a ratos, hasta lograr una licencia de auxiliar de regente. Después me tuve que quedar en San Sebastián porque no había maestro para la escuela. Toda mi vida útil quedó en ese trabajo, que me dio muchas satisfacciones.

―¿De qué vive usted?

―De mi pensión.

Pasan unos minutos y agrega que no tiene hijos y es divorciado. La familia suya engloba un presupuesto y así se resuelve todo. “No tengo que mantener a nadie y no me falta nada”.

―Tiene muchos papeles aquí.

―Sí. Pero este no es mi sitio de trabajo. Siempre vienen estudiantes a buscar algo y se los doy. He ofrecido material a varias instituciones para que no se pierda y no lo han venido a buscar.

Se vuelve hacia el reportero gráfico, dándose cuenta de que es una muchacha y le dice que no le gustan las fotografías en camisa porque “parece que estoy en un hospital”. Se va hacia un cuarto oscuro a buscar una fotografía que le gusta, pero no la encuentra y aparece poniéndose un saco gris y una corbata delgadita. “Arrégleme el cuello”, pide, y hace un gran esfuerzo para ponerse el saco. Los gatos no se despiertan.

―¿Pertenece a algún partido político? ―le preguntamos de pronto.

Parece que le hubiésemos dicho una grosería. “No, jamás. Fui medinista, eso sí”.

Opina que no obstante el avance tecnológico que hay en el mundo, el avance humano es muy poco.

―Subsisten ideas destructoras de épocas antiguas, las naciones que progresan son enemigas entre sí y no ofrecen un panorama de tranquilidad al mundo. Ese reflejo llega hasta Venezuela― explica pausadamente con ganas de hablar de esas cosas.

Sorprendentemente la casa vibra y las puertas tiemblan. Como si fuera un terremoto.

―No se asusten: son los aviones que rompen la barrera del sonido allá arriba. Siempre pasa eso. ¿En Caracas no es así?

No habla más sobre el tema y pregunta si Oscar Guaramato está en El Nacional.

―Dígale que le envío un saludo. Un saludo para él especialmente― añade.

En una conversación que se torna libre y hasta sin hilos, comenta que el Premio Nobel se lo deberían dar a Borges, “a pesar de las chocheras que dice”.

―¿Usted aceptaría un premio así?

―Claro que no; ese menos, porque es muy político. El Premio Nacional de Literatura es un juego de niños en relación con el Nobel.

Se le pregunta si tiene en preparación algún libro.

―La última poesía la escribí hace año y medio… me han ofrecido la publicación de uno, pero me horroriza un libro venido del erario público. Creo que la poesía no le interesa a nadie, solo a algunos amigos, a los primos, a unas cien personas si acaso. No me gustaría hacer un libro para tan pocas personas y menos con el favor de un organismo.

Para Miguel Ramón Utrera la hazaña política del siglo ha sido la erradicación del paludismo. “Se debería decir antes y después de Medina, porque él fue un héroe que acabó con ese mal, con el respaldo del viejo Antonio Gabaldón”.

Huele a gatos, a papel con hongos, a rosas pudriéndose. Afuera hay un grupo de jóvenes en la puerta de un abasto, pero no están pendientes de la casa de Utrera. En la plaza hay varios amigos de su infancia, que se muestran preocupados porque dentro de dos años será el cuatricentenario de San Sebastián “y no se ha hecho nada”.

―¿El Premio Nacional de Literatura para Miguel Ramón? No sabemos qué es… sabemos que se lo dieron, pero Miguel Ramón no pudo estudiar… él estudió solo, aunque parece que en Caracas estudió algo. No… yo no creo que acepte un premio… ¿es muy grande ese premio? ¡menos lo acepta! ―comentan sus amigos.

Autobuses rojos y blancos, verdes y amarillos, llegan a la población y se van rápidamente. En alguna parte hay un caballo, una gallina, el calor funde las letras de los avisos de los bares.

Miguel Ramón Utrera sale a la calle un momento y los amigos no lo saludan. Es como si estuvieran todos dentro de una casa donde el saludo sobra.

―Recibió esta mañana un telegrama del ministro Luis Pastori… ―revela uno de los amigos ancianos de la plaza.

Ya sobre eso Miguel Ramón Utrera había dicho, dándole vueltas al telegrama en una mano, con dificultad.

―Esto es una cosa infantil. Este Luis a veces parece un niño…

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Miguel Ramón Utrera San Sebastián de los Reyes (1908-1993). Poeta y profesor. Ha publicado: Elegía serrana, 1932; Nocturnal, 1940; Rescoldo, 1944; Calendario de ausencia, 1948; Oficio de verano, 1950; La voz recobrada, 1953; Testigo del alba, 1956; La huella invisible, 1960; Aquella aldea, 1962; Aires de vida, 1968; Memoria de la espiga, 1975; Edades de la flor, 1982.

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(Esta entrevista fue publicada originalmente el 15 de octubre de 1981).


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