Miguel Otero Silva en tres tiempos

I. MOS y sus versos apuntalando una huelga

Los trabajadores de la pasteurizadora de leche Silsa, en Catia, se habían declarado en huelga. Estamos en 1946. Tenía yo 17 años, vivía muy cerca. Aquella movilización obrera hizo salir a borbotones todo mi entusiasmo, y a su sostén nos dedicamos con la pasión candente de los neófitos. Permanecíamos las 24 horas del día en el pequeño local del Sindicato, situado justo enfrente de la fábrica. Dirigía la huelga el líder sindical Juan Pablo Crespo, quien tenía el perfil antiguo de los dirigentes obreros surgidos a partir de 1936: asalariado de verdad, de manos callosas y camisa estropeada, con su buena dosis de cultura, sin nada donde caerse muerto, y con los vicios consabidos del venezolano medio: las cervezas sabatinas, y las faldas vespertinas. A los pocos días de estallar el paro fue debilitándose. La fábrica empezó a reanudar a marcha lenta su producción, con la ayuda de un técnico muy competente, y de dos o tres ayudantes. La huelga se venía abajo, veíamos entristecidos cómo aumentaba el regreso de los obreros al trabajo. ¡Fracasó el paro, camaradas!, decíamos. Fue cuando a Juan Pablo Crespo se le ocurrió apelar a un recurso inaudito. Tomó el micrófono del aparato de sonido del sindicato, les dio todo el volumen a las cornetas, y empezó a recitar, repitiendo unos versos, una y otra vez, algo que retumbó como un cañonazo de fantasía en los muros de la “Silsa”:

“Manos torpes y manchadas

las manos del rompehuelga

manos que cuando trabajan

traicionan. Manos arteras

cuyo sudor no enaltece

sino ultraja lo que crea.

Son las manos más infames

las manos del rompehuelga.

……………………………

¡Prefiero las manos mancas

que manos de rompehuelga!”

Era uno de los poemas de Agua y cauce, de Miguel Otero Silva, una de sus primeras poesías, de carácter panfletario, es cierto, editada en 1937. ¡Cómo nos impactaron aquellos versos que estremecían el aire en el fragor de un conflicto fabril, y cómo sembraron muy adentro en el alma la simpatía, que duró toda la vida, por un gran intelectual venezolano!

II. MOS festejado y pródigo

Miguel Otero tuvo que abandonar el país. Un grupo de empresarios, comandados por los dueños de la multitienda por departamentos Sears Roebuck, había desatado, en 1962, un boycot contra el diario El Nacional. Su consigna fue: o sale MOS del diario o no le damos más publicidad. Miguel decidió marcharse a Italia. Y sus amigos le organizaron varias despedidas. Una de ellas fue la que se montó en la casa donde vivía Francia Natera, una de las más destacadas reporteras que ha pasado por el periódico. Era la quinta Francia de Las Mercedes, más tarde sede del restaurante La Strada del Sole, y ahora de La Montanara.

Fue un muy animado homenaje a Miguel, acudieron escritores y políticos. Pero MOS, de homenajeado, pasó a ser lisonjero, precisamente de César Girón, presente allí. El torero venía de ser triunfador de las ferias de San Isidro, de Madrid, del año anterior y se disponía a elevar más su fama en el 63, año en que, nadie suponía, iba a sufrir la cornada más grave de su carrera. Cuenta Gustavo Jaén, esposo de Francia Natera, que Girón, en medio de los tragos, le pidió a MOS que le dedicara unas coplas, las que compone un gran poeta a un gran torero. Miguel accedió y llamó a los otros poetas presentes para que entre todos crearan un soneto. Se sentaron alrededor de una mesa, y comenzaron la labor. Antonio Aparicio lanzó el primer verso:

     Con el primero de los tres Girones

Y le siguió Luis Pastori:

     Abro la capa y quiebro banderillas

Vuelve Antonio Aparicio:

     Cien plazas resultaron cien Sevillas

Y remata Miguel Otero el primer cuarteto:

     Y cien Guadalquivires, Rubicones.

Pastori comienza el segundo cuarteto:

     Cien toros, por el mito, cien leones

Entra entonces Benito Raúl Losada:

     Para un afarolado de rodillas

Es cuando Miguel Otero abandona su seriedad inicial y toma la cosa a chacota, al hacerle una observación a Losada: ha puesto al torero de nuevo a torear con la capa cuando ya pasó el segundo tercio de la lidia. La carcajada es general. Le toca el turno a José Ramón Medina:

     Fragua su sol de tiempo sin orillas

Y cierra Luz Machado de Arnao el segundo cuarteto:

     César Girón, entero y sin jirones.

Los vasos y las copas han quedado vacíos y hay que “refrescarlos”. Más risas y cuchufletas. Y caras alargadas de fastidio, pasa el tiempo. Es cuando estalla el vozarrón de Raúl Leoni:

―¡Mientras no terminen ese soneto, no nos vamos de aquí!

Los poetas se concentran y siguen:

José Ramón Medina: Alzado en luz, doblado en lejanía

Luz Machado: Razón y sinrazón de torería

B.R. Losada: Estoque al aire por la muerte cierta.

Luz y Miguel: En jirones jamás. Girón entero

Miguel: moja en sangre su mano de torero

B.R. Losada: sobre el morrillo de la tarde muerta.

Sépase que no todos eran aficionados a la fiesta de toros. Luz Machado confesó que las corridas le producían horror terrible. La vez que asistió a una, abandonó la plaza antes de que fuera estoqueado el último toro. José Ramón Medina tampoco era lo que se puede decir un aficionado taurino. Aficionado auténtico Luis Pastori y hasta en varias capeas participó. El más taurófilo de ellos fue Antonio Aparicio. Y Miguel Otero Silva siempre amó las tardes de toros y hasta toreó en becerradas a beneficio.

III. MOS en casa

Por junio o julio de 1985, junto con Soledad Mendoza, invitamos a Miguel Otero Silva y a Mercedes Baumeister a comer en casa. Mientras alcanzaba su sazón un opulento chupe peruano, que se tardaba más de la cuenta, jugamos unos juegos de salón. Valiéndose de su prodigiosa memoria, Miguel Otero Silva nos asombró a todos los presentes con el siguiente ejercicio retentivo: pidió a cuatro o cinco de los presentes que escogieran 10 entre las 20 cifras del 1 al 20, y se las dictaran; que él, Miguel, las repetiría luego en el mismo orden en que fueron leídas o en el inverso. Entonces, Mirta Roa lee las suyas; 4, 3, 8, 15, 1… etc. Álvaro Benavides escogió las suyas: 7, 12, 20, 3…, etc. Otros tres de los presentes repitieron el acto con sus cifras escogidas. Miguel no anotaba nada, apuró un trago de escocés, oía, otro trago, y al minuto repitió los números que le habían dicho los amigos, al derecho y al revés, sin equivocarse ni una sola vez. Aplausos, sabrosos chistes, ocurrencias divertidas.

Un poco más tarde, yo le dije en broma que mi memoria no daba para tanto, pero había memorizado, porque me gustaban mucho, unos pocos párrafos de su última novela, La piedra que era Cristo. Para su deleite escuchó:

“Eran tan numerosos los caminantes que bastaba seguir su procesión para llegar sin preguntas al remanso de Betania, donde Juan purificaba las almas de los arrepentidos. Los ojos desalentados por la empedernida aspereza de la comarca recobraban su brillo al asomarse a la ensenada del rito…”.

Y soltó la risa cuando le agregué que el cocinero del Palacio de Maqueronte de la novela, llamado Bocuso, pintado como un eunuco gigantesco y caderudo que dirigía las operaciones en los fogones tal cual un visir, no podía ser otro sino la mezcla de Paul Bocuse con nuestro Ben Amí Fihman. Fue la carcajada más sonora que recordamos de Miguel Otero Silva, aderezada con una buena dosis de picardía.

Fue, por desgracia, la última que le oímos, porque al poco tiempo nos abandonaba sin un adiós.


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