La niña del velocípedo rompe la monotonía pedaleando vestida de rosado, y su vehículo en vías de extinción se queja por falta de aceite “chuic chuic chuic”, no se deja alcanzar.

Cuando la pequeña ciclista gira en torno a la gran fuente de piedra, tiene que frenar ante unas piernas de gabardina y un bastón negro que se han atravesado en el camino. La niña eleva el rostro y se sorprende de que los ojos aceitunados de un anciano estén atornillados o pegados a la fuente con una cola invisible. Ella busca la razón de tal fijeza y solo mira tres mujeres y dos hombres desnudos recibiendo vaharadas de sol y chorros de agua. De vez en cuando un diminuto arco iris aparece y desaparece en medio de las estatuas.

El anciano, alto y pensativo, siempre va por esos lados muy especialmente a las cercanías de la fuente del Parque Los Caobos.

―La otra vez me encontré a dos niñas y una de ellas me preguntó: “¿Usted hizo eso?”. Y yo le respondí: “Sí, lo hice” y me reí bastante porque eran muy simpáticas –cuenta Ernest Maragall.

Él tiene una voz que no corresponde a sus ochenta y cinco años de edad. Es una voz nítida, musical, que de pronto suelta frases en catalán o en francés unidas al hilo del castellano.

La niña del velocípedo se retira unos metros más allá y se detiene para mirarlo sin saber que él es uno de los escultores que conservan con mayor propiedad y madurez la esencia clásica de la escultura. Nacido en 1903, en Barcelona, España, es el octavo de los trece hijos surgidos del matrimonio entre el más famoso poeta catalán Joan Maragall y la dama anglo-andaluza Clara Noble.

En el Palacio Albéniz, residencia real de Barcelona, está su Monumento a la Sardana, instalado precisamente en los Jardines Maragall realizados en honor a su padre.

En Lloret de Mar, la mujer marinera que recibe los barcos desde 1966 tiene un pie cuyos dedos están desapareciendo, porque los turistas que llegan a ese puerto acostumbran tocar el pie izquierdo y formular un deseo. Creen que esa hermosa mujer de bronce representa la buena suerte en la Costa Brava catalana. El pie izquierdo ha adquirido un color diferente al resto de la estatua. El autor de la obra se llama Ernest Maragall.

Los caídos de la generación del 28 se titula un monumento que está en los jardines de la Universidad Central de Venezuela. Es una figura con la cabeza en las rodillas, que ha sido vista por miles de estudiantes. La hizo Maragall en 1979.

En 1955 realizó Los Símbolos, Los Precursores y Los Próceres para lo que se iba a llamar la Vía de la Nacionalidad y que se conoce hoy como avenida Los Próceres.

Sus obras, de una u otra manera, están insertadas en la corriente sanguínea de dos historias, forman parte de Cataluña y Caracas, de España y de Venezuela.

La Plaza Venezuela, punto de referencia de los caraqueños, lugar de encuentros por excelencia y probablemente el espacio físico que más cambios ha soportado en el país, continúa existiendo sin el “corazón” que le dio vida: la escultura de Ernest Maragall, titulada precisamente Fuente Venezuela.

En esa pieza escultórica están representados por formas femeninas el Caribe, el Ávila y el Orinoco y por figuras masculinas que representan el llano y los Andes.

Esto quiere decir, ni más ni menos, que la Plaza Venezuela no está en donde la gente cree que está, sino en el parque Los Caobos. La llevaron a ese sitio cuando los carros comenzaron a dictar las pautas de la ciudad.

Desde 1928 hasta 1933 vivió en París, donde tuvo como amigos a Pablo Picasso, Salvado Dalí, Josep Serte, Pere Pruna, Joan Junyer y otros artistas. Confiesa que conocer a Picasso fue uno de los aspectos determinantes en su aprendizaje.

“Picasso fue el pintor más importante que conocí en esa época”, dice.

Piensa un poco, golpea levemente la calzada con su bastón negro y añade:

―Dalí es un superdotado, muy loco. Es un ser extraordinario, fuera de lo normal. No le basta la naturaleza humana, sino que la invierte, la pervierte y en fin: es un hombre un poco atormentado, ¿no?

En julio del año 1935 se casó con una venezolana que también había vivido en París: Fina McGill Sarría.

En 1937, durante la Guerra Civil española, recibió del Ministerio de Educación de Venezuela un contrato para dar clases en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y aceptó. Era director de cultura de dicho ministerio el pintor Luis Alfredo López Méndez.

Venezuela se convirtió en su segunda patria, pero comenzando los años ochenta él y su esposa Fina regresaron a España, hasta el año pasado cuando decidieron volver a Venezuela. Aquí en Venezuela tienen a sus hijos, nietos y bisnietos.

Un hombre joven y dinámico ha sido noticia permanente en España porque logró que Barcelona fuera la cede de las olimpiadas de 1992. Ese hombre ha sido reelecto alcalde de Barcelona y se llama Pascual Maragall. Él habla por teléfono a Caracas y saluda “hola, tío, ¿cómo está la familia caraqueña?”

Pero su tío ama el trópico. Dice que es un enamorado de estos paisajes. Cuando algún paisaje se mete entre ceja y ceja lo dibuja, lo esboza, lo maquetea y lo convierte en mujer y cada mujer es un gran gesto, una expresión total.

―En la belleza femenina está condensada toda la belleza del mundo –comenta.

Su esposa interviene para decir que el escultor también escribe, pero que nunca ha querido publicar nada.

―Escribo poemas pero con mi padre basta y sobra. Escribo mucho, sí. La poesía me ayuda a pensar, pero la escultura es suficiente para llenar mi vida –explica.

Doña Fina McGill Sarría de Maragall añade que su esposo escribe poemas en catalán, en francés e inglés y Ernest Maragall ya no quiere seguir hablando.

“Tengo una pierna rota: me la quebré y ahora uso bastón”, señala y se le pregunta cuál es la obra suya que más quiere.

Él comienza a explicar que son diferentes, que unas son de mayor tamaño.

―A ti te gusta más la de los Caobos –la apunta doña Fina, quien agrega que le rompieron el pico a un Tucán y que durante seis meses la fuente estuvo sin agua.

―Casi todos los días va a verla… –especifica la dama y sonríe con cierta complicidad de novia eterna.

Y es cierto: ahí está el anciano alto y pensativo sintiendo pasar el viento por encima de su cabeza y de las cinco cabezas de piedra que salieron de sus manos.

Apenas habla, pero cada una de sus palabras revela un amor inmenso y sólido por el arte de hacer estatuas. Allí está, enfrente de su obra, como deseando dar vida a las cinco figuras y de hecho, cuando él las contempla, flota la sensación de que quieren moverse, de que están deseando ponerse de pie para seguirle. Él las mira. Fíjense de qué manera.

Un pájaro hace su juego en el universo maragalliano y se detiene en la orilla de la fuente intentando beber un poco de agua “chuic chuic chuic”.

La niña se acerca pedaleando hacia la verdadera Plaza Venezuela, que desde hace varios años está en el Parque Los Caobos y el velocípedo “pio pio pio” pasa a velocidad endiablada. El maestro Maragall sonríe esta vez porque recuerda su infancia.

No sóc clássic ni barroc. Més aviat diría que sóc expressionista –afirma, en medio de una soledad transitoria, allí donde las gotas de agua y los rayos del sol tejen leves y fugaces suéteres de arco iris para seis hermosas tetas de piedra.

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Esta entrevista fue publicada originalmente el 14 de junio de 1988, en El Diario de Caracas.


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