El cielo parece alejarse de la cabellera blanquinegra de Manuel Mejía Vallejo.

Quizás ese cielo pálido y con miedo se retira un poco porque la gente se clava con violencia en la piscina, allá abajo, donde el cielo cree estar. Tal vez le teme al sol que se ha metido en el agua y se revienta en reflejos fulgurantes que huelen profundamente a cloro.

―Creo que en el hombre existe un instinto de perdurabilidad más que de conservación; no quiere ser destruido con la muerte, quiere dejar testimonio sobre el rastro que marcó mientras vivía. Es una de las cosas que me han hecho escritor y tal vez también hay algo de vanidad en el fondo. De todas formas creo que primero hay que vivir para escribir.

Así habla Manuel Mejía Vallejo, bigotes y mirada de ganadero sin ganado; camisa blanca, siempre esgrimiendo un cigarrillo negro, sin filtro, piel roja, anti club.

Los colombianos disfrutaron, desde mucho antes que el resto del mundo, el talento y la creatividad irrepetible de Gabriel García Márquez. Con Manuel Mejía Vallejo hacen lo mismo. Su carácter es diferente, casi distante del tímido, impulsivo y homérico modo de ser del Gabo, pero sin duda alguna, hoy puede decirse que Mejía Vallejo tiene una literatura de tono tan propio que, obligatoriamente, debe ser colocada en las estanterías donde se encuentran Cien años de soledadEl astilleroRayuelaPedro PáramoEl reino de este mundoLa guerra del fin del mundo.

―Hable usted ―dice ahora o lo dijo antes, igual que entre frase y frase intercala un “¿no?” o un “va la madre”, cuando no es un “ah hijue…”.

A Mejía Vallejo le gusta el silencio, le agrada oír anécdotas, escuchar a otros escritores. Su manera de hablar es solo comparable a la de sus personajes: “En 1956 estaba yo exiliado, tirado allá en Guatemala. Me hallaba muy mal económicamente, vea, y un amigo escritor me dijo que enviara cuentos a los concursos de El Nacional de Venezuela, El Nacional de México y el Centroamericano. Gané los tres concursos, maestrico, y usted no sabe cómo me ayudó el cheque de El Nacional esa vez”.

Su vida ha sido deambular, buscar, viajar, retornar a Colombia y, en cierta etapa, pasar cuatro años en una finca esperando la muerte, porque un médico se equivocó y le diagnosticó cáncer. Solo tenía úlcera.

Escribir viene después

Manuel Mejía Vallejo es una verdadera sorpresa para la mayoría de los lectores, que por primera vez entran en sus páginas, le edita Plaza y Janés de Colombia, pero circula poco por estos lugares. Se ganó el Premio Nadal de España, una mención en el Casa de las Américas y ha obtenido otros premios importantes en novelística y relatos.

Aire de tangoTarde de verano y El día señalado figuran entre sus mejores novelas.

―Hay que vivir primero para poder escribir ―aconseja Mejía Vallejo. Como jurado del Rómulo Gallegos siempre aclaró que deseaba ver ganar al mejor, pero el lío es que nunca se ponen de acuerdo varias personas en responder a esa incógnita: ¿qué es lo mejor?

Y de paso recuerda la anécdota de un concurso de Chaplin: “Sabe usted, que en Londres abrieron un concurso para escoger a quien imitara mejor a Chaplin. El propio Charles Chaplin se inscribió en el concurso, allí, anónimo, y no ganó: quedó de tercero. Así son los concursos, no hay que preocuparse por eso”.

En 1949 trabajó como redactor en un diario que había en Maracaibo. Ahora que los bañistas salpican la luz caraqueña con explosiones de agua, dice que sueña con Maracaibo. Ganaba muy poco, pero aprendía cosas de la vida. Él y un colega suyo compartían una mujer que trabajaba en un bar. “Nos quería a los dos”, dice Manuel Mejía Vallejo.

―Era novia de ambos, la llevábamos a pasear a la paisanita, hasta que llegó a Maracaibo la mujer más linda del mundo, una francesita de diecisiete años, impresionante, y traicionamos a la novia. Nos arrepentimos mucho porque “La Machuca” se puso muy triste y lloró mucho, vea… Luego aquella decepción con la francesa, que era muy gentil y nos daba besitos de cortesía, pero nos confesó que enviaba todo el dinero que ganaba a un gigoló en París, “porque a ese lo quiero mucho”.

Mejía Vallejo indica que le gusta el detalle en la novela. Siempre trata de que sus novelas suenen, huelan, tengan sabor, pongan en funcionamiento los sentidos “y otros sentidos que uno invente”. Comenta que aprende mucho oyendo a la gente. Un borrachito le enseñó algo: se debe creer en el amor.

―Oí cuando el borrachito decía “Fe es creer en lo que no creemos” ―añadió.

Muerte falsa

Le han sucedido miles de cosas insólitas. Fue él quien descubrió todo el camino andado por Barba Jacob; es gardeliano y escribió Aire de tango, la mejor novela producida en América Latina en relación con la influencia del mito gardeliano.

Fue tahúr de póker, por necesidad, en Guatemala, pero afirma que hizo dos trampas: “Una a cierta señora a quien llamaban la María Félix, porque era igualita a la actriz mexicana, pero muy bruta. Otra trampa, la hice para ayudar a un escritor caribeño que andaba sin dinero. La trampa que hice a la dama, surgió después que me dijera pícaro, tramposo, aunque gané legalmente, por Diosito santo. Días después le hice trampa y le gané mucho dinero, para ese entonces: seiscientos dólares que me gasté con una bailarina del Moulin Rouge que era de a mentiras”.

―¿No era bailarina?

―No era del Moulin Rouge.

Cuenta sus cosas con nostalgia y con burla, porque ama la vida, pero como en los tangos, esta le ha hecho cada jugada. Un médico dijo que estaba a punto de morir de cáncer, “y viví cuatro años de espera infernal. Intenté suicidarme. Pero la vida es adorable… oiga, maestrico: yo adoro a Gabriela Mistral, quiero mucho a esa vieja”.

―¿Por qué ha dicho eso?

El escritor colombiano no responde. Pregunta cómo se hace en un lugar así para llamar al mesonero. Siente que es indecente e inapropiado batir palmas, silbar, gritar.

Luego que pide otra cerveza dice:

―Porque ella escribió algo que nunca olvidaré: “De toda creación saldrás con vergüenza porque fue inferior a tus sueños”. Eso me ayuda a escribir y a vivir.

Cuenta que lo más difícil para un escritor es probablemente decidir si va a narrar en primera, en segunda persona o de manera impersonal. Eso es decisivo. Hay una novela suya que no le gusta: hay obras que no sirven desde un principio. Los originales los tiene un tipo que no vio más.

―Va la madre… yo espero que ese tipo nunca publique El hombre vegetal, porque voy a decir que no es mía ―exclama con la voz saboreando espuma de cerveza. Pasando a otro aspecto confiesa que se emociona leyendo escritores y poetas venezolanos; a Uslar Pietri, Gallegos, Garmendia, Andrés Eloy Blanco, Otero Silva, y a muchos otros de varias generaciones.

A su juicio los mejores escritores de América Latina son García Márquez, Borges y Juan Rulfo. “Mejores que Cortázar, Carpentier, Donoso y Vargas Llosa”.

Muchos, al oír cómo habla Mejía Vallejo, le juzgan un escritor atrasado, localista, tipo campesino. Hasta es posible que en cualquier lugar pase más por barbero, entrenador de gallos o tractorista, si la gente se basa en su aspecto físico, en su humildad, en su charla antioqueña y humorista.

Pero leerlo es descubrir a un escritor superior a la mayoría de los autores de su generación, original, latinoamericano, vivo y sorprendente.

Podía haber participado en el Rómulo Gallegos con su novela Tarde de verano, una pieza de oro puro en la narrativa colombiana, pero no desea concursar más.

No le gusta la publicidad, ama estar en Medellín y que no le nombren un avión.

No tiene mucha vanidad, aunque puede enorgullecerse de haber publicado su primera novela, con éxito incluido, cuando era solo un joven de veinte años.

En una semana ganó tres premios de narrativa de importancia internacional. Un récord.

Una joven alta brota de la piscina; sus ojos parecen llenos con azul de alberca; el sol la hornea y el viento lanza el primer mordisco a la estatua que chorrea gotas.

El cielo pálido se filtra a través de sus pupilas. Ella se acerca. Mejía Vallejo murmura: “Se parece a la francesita”. La muchacha es imponente, no le interesan los libros ni los escritores ni la contaminación, ella es la vida sin rollos, la vida que todos quieren morder, tener, cautivar, atrapar.

Ni siquiera de reojo observa al escritor y a sus acompañantes. Ni siquiera se percata de que ese hombre existe y se roba su imagen para alguna trama.

Manuel Mejía Vallejo se limita a encender otro Piel Roja y a oler la grama que, de improviso, vuelve a soltar a la distancia su perfume vegetal.

Como entre paréntesis, con la cabeza baja y una sonrisa que llega del pasado, Mejía Vallejo expresa: “Ese es un ombligo cortado en clínica”.

El mesonero viene con la cuenta. Tiene los ojos enrojecidos de cansancio. Se inclina respetuoso, rostro delirante, expresión confundida. Y se limita a decir:

―Son cincuenta y siete ombligos con noventa céntimos…

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(Esta entrevista fue publicada originalmente en El Nacional, el 26 de julio de 1982).


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