Nacida en Caracas, en 1975, estudió Comunicación Social en la UCAB y cursó la Maestría en Artes Plásticas del Instituto de Arte de Chelsea, Londres. Ha vivido y trabajado en París, Nueva York y, actualmente, en Londres. Ha obtenido, entre otros, los reconocimientos Primer Premio Eugenio Mendoza en 2013; Premio a la Artista Emergente del AICA en 2013; y Premio de la revista Hotshoe para Photofusion Salon 14, Londres, en 2014.

Lucía habla sin adornos, desde un verbo relajado, de manera directa, sea para relatar su día en el mercado local o explicar las lecturas teóricas sobre las que está por erigir su próximo proyecto. Se podría decir que juega a reservar las metáforas complejas, los tiempos de acuciosa elaboración y una cierta oblicuidad, para su trabajo como artista visual. Quizá prefiere que su obra hable por sí sola y en toda su complejidad, como reza cierta máxima. Y quizá mucho de ello tenga que ver con lo vivencial –incluso, con lo doméstico– que el arte ha sido para ella desde su nacimiento. Y es que su madre y su padre son artistas de importantísimas trayectorias. En el temprano hogar de Lucía el arte ya era amo y señor, o ama y señora. O ambos.

Hija de la artista multidisciplinaria Nela Ochoa y del pintor Jorge Pizzani, la caraqueña Lucía vivió la mayor parte de su infancia en la ciudad capital. Ella no precisa de muchas pistas memoriosas para recordarse como parte integral de un espacio físico que podía haberse considerado como uno de los epicentros hogareños –sí, a pequeña escala– de una Caracas pretendida por artistas e intelectuales. Aún el primer colegio al que asiste, el Monte Carmelo, era referente de ideas alternativas, un gran patio educativo de hijos de intelectuales y artistas capitalinos.

Muy a la usanza de artistas venezolanos durante las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta, su familia habría de recalar en el propio epicentro global del arte de entonces. En 1981, de la mano de sus padres y junto a su hermano Juan Andrés –quien es cuatro años menor que ella– se traslada a París. Lucía tenía seis años de edad. “Vivir con mis padres en París durante parte de mi niñez fue muy enriquecedor. Siempre nos llevaban a mí y a mi hermano a museos, galerías… A los siete años participé en un proyecto de video-arte de mi mamá… lo recuerdo bien… fue en el mar. También iba a clases de expresión corporal y a talleres de arte”.

Valores específicos

Es también en la capital francesa donde Lucía dice haber entendido, bajo la guía de su madre, la importancia de una exploración y expresión primaria del cuerpo femenino –un elemento que se convertiría décadas después en ‘materia’ ineluctable de su trabajo plástico. De nuevo, su madre brindaba acción y orientación: “De mi mamá comencé a heredar desde entonces percepciones y valores específicos de lo femenino. Desde niñita, ella me enseñó a luchar por los derechos de la mujer. Recuerdo que siempre alzaba la voz cuando sentía que había algún tipo de discriminación hacia la mujer, fuera hacia ella misma o hacia una niña o una señora. Eso fue una parte intrínseca de mi educación”.

Y agrega: “Mi mamá viene de la danza. Trabajó durante décadas con el cuerpo como principal vehículo de propuesta artí“stica. Esa relación tan directa con el cuerpo propio también está presente en mi trabajo. Eso lo viví en mi infancia de un modo totalmente orgánico, claro. Fue mucho después, de adulta, que pude darle al cuerpo femenino, y específicamente al mío propio, el rasgo de materia esencial para mi trabajo plástico, para mis fotografías”.

Pareciera que hubo más cautela –o cierto vértigo– para con el medio expresivo de su padre: el dibujo, la pintura. “Absorbí, de niña, muchas ideas y ejemplos de mi papá. Pero aun así siempre tuve claro que no iba a emularlo como dibujante y pintora. No sé muy bien por qué, pero creo que tenía que ver con lo difícil que me parecía dibujar bien; o quizá veía la pintura como el oficio de mi papá, su mundo, y algo difícil de dominar bien”. Aun así, décadas después la artista recurriría parcialmente al dibujo para uno de sus proyectos plásticos, Pedazos, obra que mereció el Segundo Premio en el IX Salón Cantv de Jóvenes Artistas de la FIA, en 2006. “Dibujé entonces de un modo casi casual para esa obra específica. Eran trazos en espejos. Pero no puedo decir que eso sea una propuesta de dibujo o de pintura”, añade. También en trabajos más recientes, como el titulado “Cesta básica” –que fuera presentado en 2017 como parte de su muestra individual, Descent– hay una significativa referencia al dibujo, una que fluye a través de estrategias alternas e indirectas, esquivas a los trazos definitivos o al estallido presentes en la obra expresionista de su padre.

Anhelo permanente

A pesar de que Lucía tiene más de una década viviendo fuera del país –y desde 2007 reside en uno de los vecindarios más multiculturales del mundo, en Londres–, su espacio esencial de afectos y expresividad es el venezolano. Recuerda que cuando vivía de niña en Francia “siempre quería volver a Venezuela; era un anhelo permanente –y así ha sido siempre: anhelando volver”. Pero en su caso, no se puede hablar de un espíritu desarraigado y en terco deseo de “volver”. Por el contrario, su andar y la expresión y preocupación sobre esa andanza, tanto como su obra plástica, son siempre modos de encuentro con el país. Espejos donde un terruño tan específico, y toda la materia que lo edifica, convergen en el reflejo matizado de la artista y su mundo.

En 1975 Lucía regresa desde París, y con su hermano Juan Andrés, a Venezuela. Y su presencia en ese espacio físico tan anhelado, a su decir, fue transmutándose en un reconocimiento de lo vital, de lo sensorial –incluso, de lo natural: “Mi hermano y yo llegamos a la granja de mi abuelo paterno, en Guayabita, por Turmero. Tenía diez años y me reencontré con un estilo de vida rural, viviendo con mis abuelos y tías, muy inmersa en la naturaleza, yendo al colegio público local… Fue una etapa de mi vida que disfruté mucho, y a la cual regreso en mi memoria bastante”.

Mientras realizaba su educación secundaria, en los colegios caraqueños Francia y Cristo Rey, todavía la aptitud individual para la actividad artística no se hacía evidente, pero esto comenzó a cambiar de modo un tanto soterrado. “A los trece años, le pedí prestada la cámara a mi papá. Ahí empezó mi interés por la fotografía, pero no puedo decir que estuviera interesada en ese momento en producir arte. Me llamaba mucho la atención experimentar con la cámara. La primera idea que materialicé a través de la fotografía fue hacer un registro de caracoles, en un juego de figura y fondo”. Y es que, ya con sus primeros pasos en las artes visuales, Lucía configura un diálogo constante con objetos definibles como “naturales”, los que, con el tiempo, iría convirtiendo en instrumentos de probada textualidad. “Siempre he sentido una necesidad de trabajar con elementos de la naturaleza, sea de manera directa o indirecta”.

Miembro de Provita

A pesar de una confesa afinidad con las artes visuales desde su adolescencia, Lucía se mantuvo entonces esquiva ante cualquier impulso que derivara de modo frontal en la creación plástica, y se decantó por el estudio de comunicación social. En la Universidad Católica Andrés Bello inicia el curso de su licenciatura. Una decisión “pragmática” y “basada en parte en el mercado laboral”, aclara. Desde las aulas de Montalbán, en Caracas, buscó –y consiguió– conjugar el oficio de comunicadora visual con ese ámbito para ella tan vital que es la naturaleza y su estudio, monitoreo y protección. “Apenas pude, busqué y conseguí trabajo en Provita, una asociación civil ambientalista. Siempre me ha gustado el trabajo ambientalista, ecologista, conservacionista. Ahí tuve oportunidad de manejar la prensa y también hacer trabajo audiovisual”.

Es como miembro de Provita que inicia sus registros de fotografía profesional. Aunque advierte: “Se trataba en la organización, entre otras cosas, de hacer registro fotográfico de un trabajo colectivo ambientalista; era fotografía documentalista, para nada personal. Eran muchas veces, por así decirlo, fotos para una agenda, y no para una galería de arte”. Pero es también mientras trabaja en Provita y estudia en la UCAB que comienza a experimentar con la cámara fotográfica y con la videográfica de una manera personal. Aunque todavía Lucía no se había decidido a tocar la puerta de una galería de arte, o a mostrar esos primeros experimentos a un curador de oficio, se puede decir que cierta fascinación hacia la creación visual ya despertaba, impulsada por una vocación de interpretar el mundo “de cierta manera”.

Tras dedicarse a un oficio a medio camino entre el conservacionismo ecológico y el registro mediático –lo que incluyó prolongadas estadías en el Amazonas, entre la etnia yekuana–, un nuevo destino geográfico se impuso en su bitácora. El paraje poco tendría que ver con el paisaje estrictamente natural. Tampoco con ese tejido de afecto y cercanía que ofrecen familia y amistades, por lo general. En 2001, Lucía hizo maletas y levantó vuelo a la megalópolis global por definición. Su pareja de entonces, Armando Figueredo, integrante de la banda pop Los Amigos Invisibles, decidió radicarse con toda la agrupación en la ciudad de Nueva York y desde ahí relanzar su propuesta musical. Lucía relata: “En ese momento aspiraba a permanecer en Venezuela, sobre todo después de haber vivido en Europa con ese anhelo de estar en mi país. Pero ir a Nueva York representaba una buena oportunidad para Armando, y pensé que lo podría ser para mí también”.

Oferta visual: Nueva York

En el ámbito de la creación artística se puede concluir que Nueva York sirvió de parteaguas para Lucía. “Fue cuando llegué a Nueva York, en el 2001, que en realidad pude dedicarme a la fotografía. Fue ahí donde empecé a tomar en serio el trabajo audiovisual como expresión artística. No es algo que había planificado mucho. Pero ahí conseguí un espacio mental y físico donde empezar a producir algún proyecto fotográfico –empecé a dejar a un lado el trabajo en lo estrictamente ecológico como profesional, y me volqué poco a poco a experimentar con la fotografía. La oferta visual, cultural, estaba ahí, en la ciudad. Y creo que supe aprovecharla”.

Al tiempo que realizaba un diplomado en conservación biológica dictado por la Universidad de Columbia, la artista comenzaba a trabajar de manera “seria” y “organizada” –sus palabras– la construcción de un discurso plástico desde el medio fotográfico. La dinámica de trabajo no era una que empujara algún frenetismo, pero sí la necesidad de inmediatez en el proceso de reproducir imágenes y comenzar a construir cierta poética de lo objetual. “Me interesaba obtener un registro inmediato de formas y texturas de plantas, de elementos orgánicos, naturales. Así que, en muchos sentidos, mi trabajo fotográfico de entonces estaba muy vinculado a la biología. Y decidí también experimentar con la tecnología, sobre todo porque el acceder a lo digital –a la fotografía y edición digitales– aceleraba el proceso de producción y lo podía facilitar, ya que posibilitaba ver de inmediato las imágenes, modificarlas de un modo no tradicional y de manera más instantánea, imprimir las imágenes sucesiva y experimentalmente y de manera más rápida”.

Es a partir de entonces, desde Nueva York, que su discurso creativo comienza a hilvanar de un modo casi febril una narrativa personal de lo femenino. Y es al poco tiempo que ese discurso da un paso más definitivo hacia “lo político del género”, es decir, se hace feminista. “Creo que ahí se empezó a abrir en mi trabajo una avenida más crítica hacia la sociedad patriarcal, hacia la discriminación de la mujer, y también más aguda hacia la lucha que las mujeres han venido desarrollando a través de la historia –todo ese planteamiento se intensificaría mucho más con el transcurrir de los años”, señala Lucía, y concluye que, en la actualidad, su obra plástica “tiene de femenino lo que tiene de feminista; y es un trabajo en esencia femenino y feminista”.

Poética feminista

Un caso evidente de tal reconstrucción de la poética feminista ha de encontrarse en su proyecto Orchis, presentado en 2011 en la Galería Fernando Zubillaga en Caracas, inspirado en el importante movimiento de las Suffragettes y su ataque a un invernadero de orquídeas en Kew Gardens, en Londres, como forma de protesta durante 1913. En sus palabras, para el trabajo sobre estas, “llevé a cabo una investigación de archivos, y quise relacionar sus discursos con la imagen y las lecturas de la orquídea –una planta que es considerada, por lo general, muy femenina y que al mismo tiempo, en su etimología, viene de la palabra griega que define ‘testículo’. Me pareció que en el nombre mismo de la planta existe una tensión en su significado, en su interpretación, y también está el peso de lo patriarcal”. A proyectos como este, seguirían –entre 2013 y 2014– varios de similar talante feminista como Mariposario y The Worshiper of the Image, expuestos como muestras individuales en los espacios caraqueños de Oficina #1 y Sala Mendoza, respectivamente. Reiteraba así una exploración de los significados de un elemento natural esencialmente poético-femenino como es la mariposa con narrativas periféricas sobre liberación y subyugación de género.

Para el momento de presentar su proyecto visual A Garden for Beatrix, producto de una investigación sobre el trabajo pionero –y escasamente conocido– sobre hongos de la autora inglesa Beatrix Potter y bajo el auspicio de Cecilia Brunson Projects, en Londres, ya Lucía contaba con una importante lista de reconocimientos críticos. Estos incluyen el Primer Premio Eugenio Mendoza en su edición XII, Caracas, en 2013; Premio a la Artista Emergente otorgado por AICA-Venezuela (Asociación Internacional de Críticos de Arte), Caracas, en 2013; Mención honorífica en “Region 0” Video Art Festival, Nueva York, en 2013; Premio de la revista Hotshoe para Photofusion Salon 14, Londres, en 2014; entre otros.

En sus proyectos de la segunda década del siglo, Lucía se establece de un modo definitivo como artista de lo multidisciplinario y lo multimediático, al mismo tiempo que expande lo intertextual de su obra de manera evidente. Los referentes del mundo de la naturaleza –presentes en su construcción creativa desde los inicios– se entrelazan con lo político de un modo inexorable. Ella explica que, desde que tuvo oportunidad de estudiar cerámica y escultura en 2008, y acceder a los talleres de estas disciplinas en el Instituto de Arte de Chelsea, Londres, como parte de su curso en Maestría en Artes Plásticas, su trabajo con la cerámica ha sido una constante en sus diversos proyectos. Dominando esos medios de expresión –que van desde la fotografía hasta la cerámica, pasando por el video y el dibujo–, Lucía ha sabido elaborar con el tiempo una narrativa constitutiva de lo íntimo al tiempo que de lo social.

Su muestra Descent, expuesta en la berlinesa House of Egorn en 2016 y 2017, impone lecturas polivalentes de la crisis humanitaria en la Venezuela de hoy, con reminiscencias mitológicas de la cultura popular, simbolismos de lo femenino contextualizado en ese espacio nacional, y registros documentales de la actualidad social matizados por el andamiaje de la alusión. Sobre esta, la crítico Kiki Mazzucchelli escribe: “Pizzani evita una aproximación literal, enfocándose más bien en la cuidadosa manipulación de técnicas y materiales capaces de producir trabajos cuyos significados permanecen sugestivos y abiertos”. Con Descent, la artista, de una manera oblicua y con enorme desparpajo, sintetiza buena parte de esa meta-narrativa que viene construyendo desde hace al menos tres lustros. Se apropia de objetos naturales de contundente resonancia alegórica, como la serpiente, y a través del medio de la cerámica y del video, los hace protagonistas de un discurso multi-relacional e intensamente crítico de lo social. O reinterpreta, haciendo uso de fotogramas, las nociones y connotaciones tan trágicas como surreales de la “cesta básica” venezolana.

El hecho de auscultar de manera continua y tan honda la realidad social de Venezuela, en muchos sentidos, reubica a Lucía en un espacio geográfico que es específico. Y que está también muy cargado de afectos, memorias, referentes. Y estos brotan de su palpitar interno y siempre orgánico para someterse a una incesante interpretación profunda, compleja, cargada de poesía y alusión. “A diario leo las noticias sobre Venezuela. La realidad venezolana la llevo conmigo. Esa realidad que vivo y que viví siempre permea mi obra, y viceversa”, dice. Desde el vecindario de Brixton, al sur de Londres, donde vive desde 2007 junto a su hijo Sebastián y a su esposo Jaime Gili –reconocido artista plástico venezolano-catalán–, Lucía trabaja día a día en un lugar –su taller– que está ahí, muy cerca de su apartamento residencial. Y que está igual de cerca que ese espacio de boas, orquídeas y mariposas que desde su infancia ha llamado casa.

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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de las artes, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2017. Compilación: Antonio López Ortega.


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