La frontera sigue candente. No hay descanso en una industria clandestina de tráfico de inmigrantes. Los coyotes están ahí, pendientes de los próximos a pagar lo suficiente para cruzar a Estados Unidos. Pero todo se enrarece por un atentado terrorista. La sospecha recae en extremistas islámicos, claro.

En el gobierno de Estados Unidos creen que los carteles de droga mexicano están relacionados con la llegada de islamistas al país. Hay que darle fin a ese vínculo.

Para ello, el agente de la CIA Matt Graver (Josh Brolin) recluta a Alejandro Gillick (Benicio del Toro). Reaparece este misterioso y turbio personaje movido por la venganza. Lo necesitan porque es eficaz. No importan los métodos, sino los resultados.

Sicario: El día del soldado es la secuela de esta historia sobre las sombras de las políticas de seguridad de una nación poderosa, ansiada por millones y odiada por otros.

El plan exige precisión. La idea es secuestrar a una de las hijas del cabecilla de un poderoso cartel para provocar así la rencilla entre estos grupos criminales. Misión: que el padre crea que uno de sus más acérrimos enemigos es el culpable del rapto. Así comenzará la guerra.

Pero no es fácil. Entrar a México es pasar el umbral a un Estado salpicado por el narco. No hay nada diáfano ni confiable. Instituciones corrompidas al servicio del capo que mejor pague. La policía al servicio de los carteles, el enemigo en cualquier rincón, con o sin uniforme.

Tampoco es que del otro bando haya incolumidad en los procederes. Y es en este punto en el que la película hace un planteamiento moral y ético, como se pudo ver en la predecesora. ¿Qué tanto podemos tolerar prácticas que violan las leyes para garantizar la seguridad de un país? Mientras los habitantes de un país gozan de sus libertades, hay quienes hacen el trabajo sucio para mantener las calles seguras. ¿Saben los ciudadanos de estas violaciones y simplemente fingen demencia?

Esta vez no es Denis Villeneuve el encargado de dirigir el filme, segunda parte de Sicario, estrenada en 2015. Su lugar lo ocupa Stefano Sollima, responsable de llevar a cabo una historia de Taylor Sheridan, también guionista de la predecesora.

Alejandro Gillick no tiene todo bajo control. Gracias un percance en la trama, a un movimiento no calculado, la historia da un vuelco que deriva en otras tensiones en sus vínculos.

Este mercenario empieza a mostrarse protector, relucen entonces sentimientos que parecían inexistentes o engavetados en un hombre que solo buscaba la venganza por el asesinato de su familia.

Los momentos de tensión que logra Sollima no llegan a lo exhibido por Villeneuve, quien dejó para el disfrute y el análisis escenas como el recordado enfrentamiento en la cola para cruzar el paso fronterizo. Sin embargo, el director de esta segunda parte entrega un filme digno que cumple con lo esperado: la tensión, el conflicto y la acción de un grupo de agentes enfrentados, sin importar los métodos, a la mafia del narco y el terrorismo. Claro, esta vez la venganza no tiene el protagonismo en pos de mostrar otra cara del mercenario, quien logra empatía con aquellos ajenos a toda la violencia de la que él forma parte. 


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