La foto-retrato es una empalizada de fuerzas. Cuatro imaginarios se cruzan, se afrontan, se deforman. Ante el objetivo soy a la vez: aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte.

Roland Barthes

En el año 2013, el artista Vasco Szinetar desafió parte de los caminos reconocidos de su propia obra para adentrarse en otros linderos. En ese momento, presentó dos muestras que le hicieron merecedor de un premio AICA: Cuerpo de exilio y El ojo en vilo, las cuales fueron exhibidas en alianza entre el Centro Cultural Chacao y la Sala Mendoza. Si algo destacó en aquel proceso fue justamente la forma inédita como el autor dibujó trayectos diversos para una obra que desde finales de los años 70 había construido invalorables cuerpos de trabajo a través de su autorretrato en batalla constante con el reflejo del otro. Lo más notable fue el haber desterrado las particularidades de su propia obra, expatriando las antiguas embestiduras de la figura representada y representativa que tanto usó en proyectos anteriores. En El ojo en vilo trastocó esos ejes y rompió sus significantes extendiendo la mirada hacia cartografías insondables mediante inquietantes trípticos de artistas de generaciones diversas, donde las vías de la representación adquirieron un nuevo matiz, encaminadas hacia fuerzas sujetas y liberadas por el surgimiento de los perfiles y la mirada ausente, por las extrañas frontalidades que habitaban aquellos protagonistas.

Para esa ocasión recuerdo haberlo acompañado como curadora y como destaqué en varios comentarios me sorprendió ver en Vasco a un artista que no cedía ante lo encontrado y que se permitía el tiempo para girar el timón de sus investigaciones. Allí, en el riesgo de esa morada desconocida nos confrontó con la confesión directa de sus embates, un abismo privado donde fracturando las formas ya recorridas se abalanzó sobre el sonoro e indetenible gesto del hombre y su paso por el tiempo, descendiendo desde las maniobras figurativas del ensayo fotográfico hasta los rayanos de la representación del sí mismo como metáfora de la vida y la muerte.

En el proceso de montaje recuerdo con especial detalle el formato particular a través del cual quisimos, con el acompañamiento del museógrafo Pietro Daprano, otorgar a estos retratos un tratamiento especial. La serie, que había surgido de poses construidas por los protagonistas y guiadas por el autor en fondos diversos, se volvió un caleidoscopio de murales enormes levantados e instalados sobre las paredes del espacio museográfico, envolviendo la presencia del visitante en sus acabados de grandes tótems impresos en vinil y adheridos a la pared. Cuando la muestra culminó, los formatos adhesivos fueron arrancados. Vasco miró durante largo rato aquellos deshechos irrecuperables que se acumulaban en el piso; con cierta nostalgia comentó sobre las extrañas formas que el desprendimiento había generado en el material. Nunca imaginé que su propio ojo en vilo –incesante, avizor, siempre despierto– retomaría todos estos deshechos casi seis años después para fotografiarlos y reiniciar con este gesto un forastero ajuste de aquel tránsito, de ese inexorable paso del tiempo que tanto le agobia.

El 30 de junio Szinetar inauguró en la Galería Tresy3 de la ciudad de Caracas los resultados de esta exploración, bajo el título Deconstrucción salvaje. Allí, con un acabado contrario al original, los retratos del desvanecimiento fueron delicadamente impresos y enmarcados, para luego ser distribuidos con un orden impecable en el entorno expositivo. Silentes y sinuosos abrazaron de nuevo el espacio, pero ahora en lugar de observar desde la distancia lanzan sus preguntas al aire, respirando en la ya lejana ausencia de esa mirada oculta que ha sucumbido ante la informalidad de una materia que circula y carcome, segundos sin retorno que desgastan lo visto, lo encontrado. Aunque los reconozcamos, son rostros casi ilegibles, metamorfoseados, apiñados por los dobleces, sedimentados y corroídos por un espacio-tiempo que los ha consumido. En cada encuadre las individualidades están despojadas de sí, se han desvanecido para unirse al tránsito, inmersas en el detritus de ese todo inamovible que de forma imperceptible franquea cualquier ilusión de trascendencia.

Uno de los temas más inquietantes trazados por Roland Barthes en su libro La cámara lúcida es el análisis en torno al alucinante empalme de tiempos que tienen lugar en el retrato fotográfico. Para el semiólogo este patrón es una visión del mundo donde confluyen cuatro imaginarios cruzados: aquel que creo seraquel que quisiera que creanaquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte. Por eso la pose debe considerarse no solo como la gestualidad que involucro cuando mi “yo” y el deseo de lo que quiero ser, de lo que quiero el tiempo conserve de mí, se ven invocados por una acción que atrapará esa imagen de mí mismo pronta a separarse y a fijarse en otro lugar distinto de mi cuerpo, sino también por todas las reflexiones que anidan en la percepción del fotógrafo con respecto a la estructuración de ese gesto. Para Barthes el acto de posar encierra toda una orientación física y psíquica donde el cuerpo del sujeto fotografiado adquiere la conciencia de que va a transmutarse en imagen, de que su yo va a ser convertido en objeto, transformación mortífera para la cual, con tanta fascinación como inquietud, el individuo se dispone.

En el caso de Deconstrucción salvaje, este cuerpo prismático de bifurcaciones ha sido alterado. En estos retratos acudimos a una proyección soterrada del sí mismo frente a la imposibilidad de la imagen en la quebrantada captura de un material de desecho, otrora ícono exhibible. Lo que ahora observamos son los fragmentos del rostro y la confirmación de la tachadura sobre esa figura que estamos visualizando, una situación que el artista pareciera poner en escena con la intención de exhibir –mediante este artificio– no solo la disipación de la identidad y la desestructuración de la fotografía a la que remite, sino también el síncope del retrato como discurso para la generación de un encuentro con la imagen.

¿A dónde quiere llevarnos Szinetar con esta acción convocada por el vértigo formal de su propio cuerpo de trabajo? ¿Por qué una deconstrucción salvaje? En una primera aproximación podríamos decir que esta serie es deconstrucción porque ha sucedido a la inversa de las formas tradicionales de la foto-retrato en su afán inicial de fijar, de hacer trascender eso que somos. No es detener el tiempo sino revelar el espasmo final de un recorrido. Y es salvaje porque por primera vez en la historia de este fotógrafo no ha retratado a alguien sino a los restos de un algo. En este caso el cuerpo no se abandona para posar y salir de él, sabiendo que renunciará a sí mismo en la impronta trascendente de la fotografía. Szinetar sorprende a la imagen no del otro sino del abandono per se, fija el desmantelamiento no solo del yo, sino del tiempo y quizás de la fotografía como posibilidad.

Una segunda mirada nos invita a divisar otras inquietudes, atrapados por los vacíos refractarios y sostenidos que este paraje furtivo del retrato abre ante nosotros en una obra estructurada a partir de la multiplicidad de tiempos que se entrelazan y se potencian negándose: intervalos performáticos de iconografías consumidas, paréntesis abatidos de la vitalidad, intermedio tortuoso de un ejercicio ficcional que con el pasar de los años se ha destruido a sí mismo. Surge entonces, en ese eco atomizado que allí trepida, un extraño modo para la visión desconcertante de ese relator-relatado que es Szinetar: un individuo, un fotógrafo, un espectador, un grupo de rostros que de súbito emergen, tendidos sobre el borde filoso y refractario de una imagen aturdida. De la expectación que desprende ese reflejo cadencioso quedan tan solo unas cuantas preguntas… ¿estamos ante el fracaso del retrato? ¿De la imagen? ¿De la fotografía? ¿De nosotros mismos como sociedad, como país?


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