Emerge de la caja de ébano del piano su figura de gran mogol, con su breve mosca debajo del labio, sus ojos asiáticos abotagados recorriendo el salón, su traje negro, su pelo gris. La vez que hablamos con Julio César Fumero, tenía 67 años y le esperaban muchos más, porque su madre ya iba por los 92, y su abuela murió a los 115. Muchos lo consideraban el pianista más virtuoso y de más quilates de todos los lugares nocturnos de Caracas. Por la vía materna, su sangre es goajira, y debió poseer el factor Diego, el mismo descubierto por Miguel Layrisse y Tulio Arends en Mongolia y en la Goajira. Y por la vía paterna, a Fumero lo nutre sangre isleña, de esos canarios que hace mucho tiempo se avecindaron en Caracas. Él empezó con la guitarra, y con un hermano, Óscar, formó el dueto de Los Hermanos Fumero, rivales del dueto Espín-Guanipa y del trío Los Cantores del Trópico (Lauro, Maristani, Pérez Díaz).

Fumero se codeó con Carlos Gardel en su breve paso por el Rialto de Caracas y por Maracay; y también con Agustín Lara. Acompañó a Alfonso Ortiz Tirado, una noche memorable en La Taberna del hotel Majestic:

“Te quiero dijiste

Tomando mis manos

entre tus manitas de blanco marfil”.

En cierta ocasión, llegó a sus manos el himno del partido Acción Democrática para que le hiciera el arreglo orquestal. Vicente Emilio Sojo le había sacado el cuerpo por parecerle un horror.

Vuelve Fumero una y otra vez al tema de la guitarra y recuerda su inspirada actuación como guitarrista en el concurso de Miss Caracas 1936, ganado por Olga Salvati, de quien se quedó prendado.

―Las mujeres me quitan mucho tiempo ―confiesa.

Cuando tocaba el piano en el restaurante Amadeo, le preguntamos que cómo procedía para escoger sus piezas y así obtener inspiración en un ambiente destinado por la gente a comer, pues para eso vinieron. Respondió que en un primer set toca cualquier cosa, y entra y sale con rapidez; para el segundo set explora con dignidad de mandarín lo que hay en el lugar, y si ve que algunos siguen sumergidos en sus platos y en su tertulia, mantiene con cierta prudencia un tono como de ambiente musical; pero, si hay alguien que oye –y eso lo nota muy bien en las miradas de los asistentes– puede repasar todos los pentagramas, tocando la noche entera, sin cansarse y muy divinamente. Es así como nacieron, para su teclado, las noches de blue, las noches de Francia, las noches de boleros, las noches de América, las noches de nuestros valses.

Y vuelve a evocar los secretos de la guitarra, y habla de los tres tiempos, del pum pum, del pajarillo y las maracas. Y recuerda que empezó a estudiar medicina, pero ver tantos cadáveres lo desanimó.

Fue alumno del maestro Sojo, pero no llegó a terminar las materias obligatorias. En cambio, terminó destacándose como pianista acompañante de las primeras figuras o como animador de restaurantes de calidad. Estuvo al lado, en estos menesteres, de Stelio Bosch Cabrujas, a quien se recuerda por ser primo del dramaturgo José Ignacio Cabrujas, por acompañar a Pedro Vargas en la hora íntima de los domingos y por ser en varias ocasiones mano derecha de Billo Frómeta (recuérdese el programa De Fiesta con Venevisión, año 1975). Con Billo grabó los LPs más exitosos de la orquesta, entre ellos el Mosaico N° 36, que contiene “El disco rayao” del Negrito Chapuseaux.

Tuvo tanta popularidad como Pat O’Brien, nacido en Maracaibo, el 22/3/1922, de padre guyanés y madre nacida en Barbados. A sus trece, empieza a tocar en la emisora Ecos del Zulia, acompañando a “Timothy”, un violinista trinitario. En 1943 consigue trabajo como músico en el club Tropicalia, donde conoce a Antonio María Soteldo, en ese momento bajista de la Billo’s, quien lo recluta para constituir una orquesta de salón dirigida por Billo en Radio Continente al margen de su ya famosa orquesta de baile. Contrae matrimonio y procrea cuatro hijos: Marlene, Gary, Kenny y Brenda, quienes se convierten en los años 60 en Las Cuatro Monedas.

Fumero sigue hablando de los valses venezolanos y canta con mucha gracia la parodia de uno de ellos, “La espada de Castro”, “El Cabito”:

“Desde que Castro llegó

Con su bandera amarilla

Todo se arregla en Caracas

Con navaja y con peinilla

Los andinos que traía

Parecían pordioseros

Solo por venir aquí

Visten como caballeros”.

Fue voz casi general ese aspecto de pordioseros que dieron las tropas andinas que llegaron a Caracas con Cipriano Castro. Varias veces oí de mi abuela Dolores el aspecto deplorable de aquellos soldados que convirtieron la plaza Bolívar en un miserable vivac.


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