Juan Sánchez Peláez | ©Vasco Szinetar

La obra poética de Juan Sánchez Peláez es una de las más valoradas en la segunda mitad del siglo veinte venezolano y, sin embargo, es poco lo que se ha escrito sobre ella. O es mucho, aunque la mayoría de las veces reiterando ciertas líneas de lectura. En realidad, esta situación se encuentra vinculada a la sustancia misma de su poesía: hacer poético muy poco asible, nos sorprende y al mismo tiempo nos distancia. Muy poco dada para permitir la construcción de un discurso sobre ella, siempre en los límites y marcando un límite. ¿Desde dónde, entonces, abordarla? ¿Cómo podemos acompañarla, o mejor, cómo dejarnos acompañar por ella? En nuestro caso, no es una decisión de óptica, visión o lectura, queremos más bien tratar de escuchar, con la intuición de que la poesía de Juan Sánchez Peláez ejerce sus poderes desde la orilla del oído más que de la vista, es decir, desde la música y el tiempo; las seductoras arenas de la melancolía y la muerte. Se ha escrito con insistencia acerca del poder de la imagen en su obra; no, en cambio, del trasfondo de sus imágenes. Así, se ha subrayado cierto esplendor imaginístico que, a mi manera de ver, es la parte más exterior y menos significativa. La seducción ejercida por la belleza es dilemática en la medida en que construye una especie de estatua; algo pétreo, demasiado seguro, demasiado engañoso. “Santa perra”, la llama en uno de sus poemas. La poesía, el poder de la poesía, trasciende el orden de lo estético, aunque se mueva en sus aguas; siempre aspira a un más allá o más acá de la belleza. “La belleza es la muerte segura”, tal vez sea esta una de las verdades que se desprenden de su obra.

Lo que particularmente me seduce en la obra de Juan Sánchez Peláez es el acorde oscuro, aquello que siempre aparece como entredicho, lo que no termina de decirse; si no fuera una palabra demasiado trillada en los últimos tiempos, diría que se trata de la sombra que generan sus poemas. Espacio de indeterminación que es al mismo tiempo una vocación y una apuesta, también una debilidad convertida en fuerza.

Ha sido una constante, por ejemplo, reiterar la profunda expresividad de su lenguaje, la fuerza de su imaginación, en varias ocasiones calificada incluso de alucinatoria. No es falsa esta percepción, ciertamente sus poemas convocan una libertad verbal que sería torpe soslayar; pero como nota preponderante pareciera circunscribir su poesía a un terreno demasiado cercado, que su propia obra se encarga de desmentir. Existe una pluralidad de registros y de sentidos que escapa a este orden interpretativo, como sucede por lo demás con toda gran obra. De manera que lo que aquí se propone no es más que aportar otro punto de mira, otra arista que permita el acercamiento a ella desde un ángulo distinto.

Desde la aparición de Elena y los elementos (1951), uno de los libros más celebrados como inaugurales de la poesía moderna venezolana, es posible percibir esta nota disonante frente al esplendor verbal y el erotismo de sus poemas. Porque el erotismo en esta poesía es bastante singular: siempre presente, la mujer no es solo un motivo de exaltación. Es, sobre todo, la manifestación más plena de lo otro, de la diferencia, y es en esta diferencia donde se busca de manera sostenida un religamiento, la posibilidad de acceder a un mundo integrado, a un mundo que, de alguna manera, cobre sentido. Habría que decir, sin embargo, que esta empresa se sabe de antemano fracasada. El hombre es un ser de naturaleza vallejianamente débil, un pequeño animal acosado que mira con asombro los “dones de la tierra”, entre estos dones, de los más caros, las apetencias del deseo, la vitalidad que emana de los cuerpos.

Aunque en sus primeros libros hay una fascinación por la sonoridad del lenguaje, por el poder expresivo de la palabra, su poesía ha tendido cada vez más a eso que con gran acierto ha llamado Guillermo Sucre la “metáfora del silencio”. Una lucha con todo aquello que pueda sonar engreído o fatuo, una búsqueda de la verdad fuera de los lindes del sujeto o, más bien, del ego. Si la belleza es una “santa perra”, lo es por envanecimiento y manipulación, también por comercio. Se puede comerciar con las palabras como con cualquier otro objeto de consumo; pero la misión del poeta es precisamente la antípoda, no hacer de las palabras un objeto, no permitir la impostación, la mentira. A pesar de que no en pocas ocasiones sus poemas parecen más bien crípticos, esta dificultad proviene de la complejidad misma de la vida, de lo real. La aspiración de su Poesía es la de la claridad: “Súbeme a la claridad. Soy un / simio abyecto que necesita perdón”, dice en uno de sus primeros poemas, o “Yo te buscaré, claridad simple”. La poesía es encarnación del misterio y espacio de la revelación. En este sentido, el poeta ocupa el lugar de la inocencia, apartado de las convenciones, de los estereotipos, de los clisés que nos cubren y pueblan el entorno:

“Escucho el privilegio de continuar en niño.

No me señalan crecer, como antes decían:

‘Una pulgada más grande’.

Ahora me reconocen,

De una a varias pulgadas más pequeño”.

No se trata, claro, de una inocencia virginal, el movimiento es alternativo entre la humildad y la ironía. A esta inocencia no se accede sino luego de una larga transfiguración que no pasa tanto por el conocimiento como por su desposesión. En cierto sentido, el poeta es alguien que viaja al contrario, que en lugar de buscar su identidad intenta perderla, conquistar un habla al margen del regodeo; plural, siempre distante, ubicada allí donde no se la espera. Desde el punto de vista formal, esta pluralidad de sentidos que golpea nuestros acomodos convencionales se resuelve en una poesía que subyuga y descoloca. Allí radica también parte de su dificultad. El poema no es una unidad sintáctica, sino un conjunto heterogéneo que da cabida a diversas voces, hablas, discursos que no solo se contraponen sino que incluso se interrumpen, como si alguien recordara de pronto en medio del acto poético el lugar olvidado, lo que permaneció marginado en la “retórica” del poema. De nuevo, entonces, surge el enigma. La realidad es un conjunto siempre móvil, nuestra conciencia apenas por instantes, por ejemplo, en el encuentro erótico, atisba una zona de conocimiento verdadero. De resto, la mayor parte de las veces, somos ignorantes de lo que acaece, de lo que acontece en nosotros. Así, el poema que da título a uno de sus libros, “Filiación oscura”, finaliza:

“Hay vivos que deletrean, hay vivos que hablan tuteándose

y hay muertos que nos tutean,

pero uno no sabe nada.

En la mayoría de los casos uno no sabe nada”.

Filiación oscura (1966) es un título que precisamente sugiere algunos de los motivos y características presentes en la poesía de Sánchez Peláez. Su señalada cercanía con la poesía surrealista –recuérdese su participación en el grupo chileno La Mandrágora– se asienta no tanto en la creencia de una determinada praxis poética, escritura automática, confrontación de elementos dispares, etc., cuanto en una ética frente a la poesía y la vida.

Pero es innegable que en ella están presentes elementos profundamente vinculados al surrealismo: el erotismo, la noche, el inconsciente, la memoria y el olvido, la palabra poética como revelación y transparencia, como instante del encuentro con cierta zona de plenitud, tal vez una de las pocas que nos es dado conocer a los hombres. Así como el encuentro erótico permite acceder a una experiencia de gozosa realidad, de instantánea revelación, la escritura, el acto poético, hace posible la aparición de una experiencia que nos sobrepasa, que se encuentra más allá de la conciencia creadora.

Resulta paradójico concebir el extraño lugar que ocupa el poeta; al mismo tiempo alguien separado que fusiona y concilia; una conciencia vigilante y una posibilidad de sueño. No un ser de principios sino alguien que vive entre “Condicionales” (así se llama uno de los poemas de Rasgos comunes, 1975), no la inteligencia del juicio, sino la inteligencia de la sensibilidad, de allí que se encuentre siempre en otra parte, al margen de la sensatez, al margen de la prudencia, al margen de la práctica diaria de la vida.

“Y yo he conquistado el ridículo

con mi ternura

escuchando al corazón”.

Esta distancia que es también ruptura aparece en los poemas en forma de fragmentariedad, de dislocación del sentido, de interrupciones súbitas. Frente a sus poemas muchas veces debemos preguntarnos ¿quién es el que habla? Y, más aún, ¿quién interrumpe? No existe un curso normal o lo que podríamos llamar un cauce; justamente, lo que de manera implícita se cuestiona es la validez de cualquier cauce, de cualquier forma preestablecida de los diversos órdenes que gobiernan nuestra existencia cotidiana. Este distanciamiento pasa en cierta forma por el olvido de los atavíos particulares, de las señas que caracterizan el “yo”. La escritura es entonces una lucha en varios frentes, y esta lucha queda reflejada en los poemas, forma parte de ellos, y además funciona como vínculo (de conciliación o de ruptura) entre el sujeto que escribe y el sujeto que lee. Habría que decir también, para no escamotear la realidad de su escritura, que en el fondo su casa es la casa de la palabra, la magia de su misterio, el encanto de los sueños que evoca y convoca, el movimiento de afirmación que presagia. Cada uno de sus libros ha ido componiendo una semblanza que entraña sabiduría, goce, afirmación de la vida sin cortapisas, donde hay espacio para el dolor y la duda, para la ternura y el placer. Una poesía cuyos rasgos comunes no son en absoluto posesión del común, sino más bien trazos particularísimos que dibujan las modulaciones de su voz. Si, como apuntamos al comienzo, el poeta recorre un camino de desposesión, lo hace no en razón de una mística del ascetismo por la vía de la negación, sino por la afirmación de lo múltiple, de la pluralidad, de la contradicción. Del mismo modo, si sus poemas con el correr de los años se han ido concentrando no es por la pérdida de su capacidad verbal e imaginativa sino, muy al contrario, por una intensidad verbal que hace de sus últimos libros, Por cuál causa o nostalgia (1981) y Aire sobre el aire (1989), pequeñas e inmensas joyas de nuestra poesía contemporánea. Aunque sus motivos siguen siendo los mismos –porque la poesía de Juan Sánchez Peláez es en cierta medida fruto de una obsesión que va cobrando forma en cada uno de sus libros–, en los últimos aparece una serenidad que no conocíamos en los anteriores. En ellos pareciera que la pluralidad se dice a sí misma, no hay alteraciones ni ruidos, la vacilación deja espacio a una voluntad de persistencia y a una mirada que ya no se coloca en el lugar del exilio sino que encarna el exilio, que se sitúa directamente en el espacio de los contrarios, siempre en el espejo del otro.

“Quien habla

                    sueña

quien dice

               no

                    es un muchacho con cuchillos

quien da en el blanco

                                    es por angustia

quien se rectifica

                                   es porque va

                                         a nacer

quien dice

                sí

                      es una muchacha de las Antillas

el que despierta

                     tiene claras orejas

                     y otro burro nativo

soy yo

el que vapor la carretera de Sintra

                                                  cada vez más cerca

lo probable o real

                    desde aquí

                                        hasta ahí

buscándome

                   entre el ir y venir”.

*

Juan Sánchez Peláez nació en Altagracia de Orituco, estado Guárico, el 22 de septiembre de 1922. Luego de haberse graduado de bachillerato, en 1940 se trasladó a Chile con su familia, donde su papá quería que estudiara Derecho. No lo hizo y tampoco estudió otra carrera, se dedicó a leer e hizo contacto con los miembros del grupo surrealista La Mandrágora, uno de los más importantes de América Latina: Enrique Gómez-Correa, Braulio Arenas, Jorge Cáceres y Teófilo Cid. Por esa misma razón, su padre lo devuelve a Venezuela. En Maturín y en Cumaná fue profesor, así como en el Venezuelan College de Trinidad. Entre 1952 y 1955 se desempeñó como agregado cultural de la Embajada de Venezuela en Colombia, donde hizo sólidas amistades que cultivó durante toda su vida. En dos ocasiones vivió en París (1956-1957, 1959-1963). En esa ciudad conoció a Ellen Lapidus, su primera esposa y madre de sus dos únicas hijas: Celia y Raquel. Entre 1969 y 1970 fue escritor invitado en el International Writing Program de la Universidad de Iowa. En esa ocasión, en un viaje que hizo a Nueva York, conoció a Malena Coelho, su segunda esposa, argentina con alma venezolana, con quien vendría a vivir a Caracas. A ella le dedicó uno de sus grandes poemas, “Yo no soy hombre ni mujer”. Recibió el Premio Nacional de Literatura, mención Poesía, en 1976, y el Doctorado honoris causa de la Universidad de Los Andes en 2001. Falleció en Caracas el 20 de noviembre de 2003.

*

Pocos días antes de morir, mientras hablábamos, tomé un libro de su mesa de noche y leí la primera página. Era una antología de escritos autobiográficos de Hermann Hesse. El editor seleccionó un epígrafe de uno de ellos. Cuando terminé de leerlo me pareció posible que Juan lo hubiese escrito. En todo caso, con su vida corroboraba ciertas afirmaciones del escritor alemán que, por lo demás, tanto le gustaba (al lado estaban esos extraños signos característicos de él sobre los libros para señalar algún pasaje que considerara importante; signos, garabatos o dibujos, pequeñas señas de un diálogo interior). El epígrafe dice: “Una virtud hay que quiero mucho, una sola. Se llama obstinación. Todas las demás, sobre las que leemos en los libros y oímos hablar a los maestros, no me interesan. En el fondo se podría englobar todo ese sinfín de virtudes que ha inventado el hombre en un solo nombre. Virtud es: obediencia. La cuestión es a quién se obedece. La obstinación también es obediencia. Todas las demás virtudes, tan apreciadas y ensalzadas, son obediencia a leyes dictadas por los hombres. Tan solo la obstinación no pregunta por esas leyes. El que es obstinado obedece a otra ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al ‘propio sentido’”.

Pues bien, Juan respetó de una manera sagrada esa ley de mantenerse obstinadamente en su camino. Era muy característico escucharlo decir que lo que no tuviera que ver con su espíritu (y entonces dibujaba con su mano un cero en el aire, y abría sus inmensos ojos): “nada”. Creo que Juan tuvo la cualidad de mantenerse siempre joven siendo, paradójicamente, un viejo prematuro. Pocas personas conozco con su libertad de lenguaje, con su capacidad de diálogo. No era raro, por ello, que cultivara la amistad de gente joven, frente a los que conversaba como con iguales, nunca con posturas grandilocuentes.

“No te vayas a atribular

tú,

                    que no tienes

planes hechos para el futuro

y que empujas el musgo

                    de los días

con tu trauma

y tu hierro marcado al rojo vivo en la nuca”.

La imagen de Juan fue, estoy seguro, la primera donde vi los rasgos de un poeta, la fragilidad de aquel que se dedica a esta labor, en el acto secular de frotar palabras para que de ellas brote la vida. Su poesía está aquí para acompañarnos en nuestros desvelos, para deslastrarnos de culpas, para ayudarnos a vivir.

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Antología poética

Juan Sánchez Peláez

Edición: Marina Gasparini Lagrange

Visor Libros y Fundación para la Cultura Urbana

España, 2018


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