Rescribir las palabras historiadas

Esto lleva de lleno a las alusiones culturales presentes en los tres libros, procedimiento retórico que relaciona sus poemas con múltiples y polisémicas referencias intertextuales, algunas identificables, otras posibles o ambiguas, debido a los cambios y trasmutaciones. Por estas múltiples referencias culturales sus contemporáneos lo consideraron “libresco” y que su obra “rezuma erudición”, como si reelaborar la tradición del idioma y de la cultura hubiese coartado su impulso o instinto poético original. En un autor como él, la influencia de un libro puede ser tan intensa o transformadora como la experiencia vital directa, o más que esta. Y las máscaras culturales pueden ser también imágenes simbólicas de su época y de su tránsito existencial doloroso, de su “fosa de dolores de Leopardi”. La tradición de la lengua y de la cultura es la fuente que rescribe, recrea o recupera, como los trágicos griegos o los escritores clásicos. Y si al lector escapan las alusiones y sus mutaciones es porque desde el romanticismo la literatura comenzó a desprenderse de la tradición cultural previa y ya en el siglo XX los vanguardistas pudieron vanagloriarse de haber roto con ella. Por esta ruptura con los códigos culturales cuesta avistar cuáles textos están activos debajo de los suyos. Por ejemplo, la relación insinuada entre el título Las formas del fuego y Heráclito (una de muchas) se funda en otro de los poemas del libro, “Crepúsculo”, donde una dama ingeniosa, displicente con su galán, al despedirlo permanece sola en un paisaje que anochece: “Beatriz contempla el río, suspensa ante el caudal transitorio y la figura idéntica”. Frase que parece rescribir el famoso fragmento de Heráclito que, traducido literalmente, es: “Entramos y no entramos en el mismo río, somos y no somos”. El poema contrasta la forma inmutable del río y la “transitoria” del agua, dando al adjetivo su sentido original (del verbo latino trans+ire: “ir a través o a lo largo de”). Y es la dama “absorta” quien identifica en el tránsito del agua la imagen de la fugacidad de su relación y de su vida. Solo en contados casos como este se tiene una cierta certeza porque su técnica es ocultar y transformar la fuente. Así, “La venganza del Dios” de La torre de Timón, cuando apareció primero en Trizas de papel, era “La venganza de Brahma”, que sin este título anterior ningún lector hubiese relacionado con el dios. Otro caso diferente es “El escudero de Eneas”, del mismo libro, cuyo epígrafe señala el canto y el verso de la Ilíada de donde nació, para que el lector lo relea y confronte su reinvención. Este procedimiento guarda analogía con el del palimpsesto, un manuscrito que ha sido “raspado” para reescribir sobre él, término usado comúnmente para indicar un texto que deshace otro anterior y lo reescribe, técnica permanente en poetas “de la cultura” como Ramos Sucre, quien incluso llamó “Palimpsesto” un poema publicado en El Universal en 1926 y que al incluirlo en Las formas del fuego llamó “Ofir”. Con el título “Palimpsesto”, el espacio armónico y natural al cual arriban los exploradores hubiese sugerido cualquier lugar utópico o “quimérico”, adjetivo muy repetido en sus poemas, y no la salomónica Ofir, aun cuando su rey pueda aludirla. Poemas como este resuelven la oposición entre historia y ficción, o historia y deseo, antagónicos en su poesía. Mientras que en “Ofir” la historia y la naturaleza se acoplan reconciliados: el crepúsculo es “el prodigio mayor del país”, unos pájaros en forma de lira: “Despedían del pecho un profundo sonido de arpa”. Asimismo, en “La verdad”, de Las formas del fuego, las golondrinas revelan al astrónomo desvariado “la solución del enigma del universo, el secreto de la esfinge impúdica”. La verdad sería esta restitución, este regreso a la originalidad de la naturaleza, que fue el gran ideal del romanticismo. Por esto, el mundo de la historia y de la naturaleza que su poesía recrea no es una mimesis para representar (reproducir, imitar) sino para ilustrar, en el sentido de iluminar el deseo de esta unidad perdida, que en El cielo de esmalte va más allá porque comprende no solo la vida sino también la muerte.

Esta conversión de la historia y de la tradición concuerda con la constitución de su escritura que busca regenerar la lengua, renovándola con la reconquista de su pasado y no con el habla presente de su época, decadente en relación con los siglos de oro de su esplendor. De ahí que resultase “oscura” o “incomprensible” por su (re)visión de palabras y frases olvidadas o desusadas, o de significado diferente a los actuales. Como “Los gafos” de El cielo de esmalte, palabra que solo en Venezuela adquirió el sentido de tonto o alelado y en el poema nombra, como en la edad media, a los leprosos. En este caso, Ramos Sucre juega con el significado local reactivando el antiguo perdido, pero en todos los otros, el lector podrá cotejar sus palabras en el DRAE, registradas como antiguas o desusadas, o si no, las encontrará en ediciones anteriores, porque al quedar fuera de uso han sido excluidas del nuevo corpus. A esas palabras de abolengo antiguo, sepultadas o “venidas a menos”, pasado su momento de gloria cuando entraron en los primeros testimonios escritos y en los siglos de oro del español, él les devuelve el esplendor antiguo gracias a un acto poético de reinvención. Sin embargo, aunque todas sus palabras están en los diccionarios, ha sido otro lugar común hablar de “su increíble reinvención del lenguaje que explica y justifica en su escritura el uso constante de neologismos”, como afirma Francisco Pérez Perdomo en su prólogo a la antología de Monte Ávila Editores, juicio seguido por la mayoría. Por ejemplo, cuando en “El fugitivo” de La torre de Timón, el Yo registra “juncos largos, amplectivos”, este adjetivo se considera un neologismo porque no aparece en el DRAE actual. Pero “amplectivo”, que se formó del latín amplexus, abrazo, registrado en el DRAE, está en uso en francés: amplectifamplective, masculino y femenino, y dejó de usarse en español en fecha sin determinar por carecer aún el español de un diccionario histórico de sus palabras. En este mismo poema el Yo habla de “árboles incurvados por la borrasca”, usando el participio pasivo del verbo “incurvar”, registrado en el DRAE como poco usado, y del que Ramos Sucre elige la forma culta latina y no “encorvado”, su forma evolucionada en español. Otro ejemplo, “la sucedumbre de las arpías” de “Los gafos” (y no la suciedad), antes citado, es hoy una palabra desconocida para cualquier lector culto pero que estuvo en el DRAE hasta la vigésima segunda edición. Todo este “tesoro” desaparecido de voces Ramos Sucre lo rescató del latín, de los diccionarios, autores o libros antiguos que él prefería a los de su siglo que decía no leer. Este procedimiento de retomar la palabra antigua para producir el asombro poético, similar al de una nueva, fue codificado por Aristóteles en su Poética, de donde pasó a todas las retóricas. Y estas palabras reactivadas podrán entrar de nuevo en la corriente del idioma común, como “memorioso”, adjetivo etimológico usado por J. L. Borges para titular su relato “Funes, el memorioso”, que hoy es frecuente en el habla culta, pero que no se proyectó cuando fue reinventado décadas antes por Ramos Sucre en “Fragmento apócrifo de Pausanias” de Las formas del fuego: “Teseo escucha el parecer de viajeros memoriosos, habituados a la nave y a la caravana”. Comprobada la arbitrariedad del signo lingüístico, Ramos Sucre buscó su esclarecimiento en el regreso al origen etimológico para despejar su opacidad con la develación de la imagen germinal. Este regreso etimológico fue uno de sus métodos desde su primer texto poético “Del destierro”, que no salvó excepto “la avenida asombrosa de árboles”, su primera etimología, reiterada con variaciones, en “Alabanza a Bermúdez” y “Del ciclo troyano” de La torre de Timón. Por esta nostalgia (del griego nostos, regreso), del origen y del pasado de la lengua, el joven Arturo Úslar Pietri en su época consideró su literatura “inactual” o “retrasada”, mientras hoy es “innovadora” o incluso “vanguardista”. Actualizar la historia de la lengua, volver presente su pasado, en un oxímoron retórico, es redimirla cumpliendo con todos los rituales de iniciación en la fuente original y antigua, para modularla de nuevo, entonarla en el desafío perenne de la poesía.

Vivir es morirse

Similar a la redención de la historia de la lengua, la muerte, el sueño obsedente de su advenimiento, es la imago fija, de obertura y de cierre de su poesía, cuya paradoja afirma esta “Granizada” fundiéndola con su contrario. Así, vivir es viajar hacia la muerte, aproximarla a cada instante. Se cuentan los años descontándolos de ella que adviene natural o hasta deseada en la vejez, inaceptable y absurda en la niñez o la juventud. Esta es la verdad paradójica que sobresalta al lector. Pero al ponerla en tensión con su poesía, sus lecturas son otras: alude al deseo de morir para poner fin al “viaje involuntario” que es la vida, reclamada como una “impertinente amada que me cuenta amarguras”, en palabras del Yo poético, una máscara trasparente del autor, en “Preludio”, el poema pórtico de La torre de Timón. Solo en este poema, de su primera escritura, el yo poético da la causa de su huida o apartamiento de la vida, de su anhelo de morir para no lamentar más “la ofendida belleza ni el imposible amor”. Deseo tácito de todos los personajes que recluidos en espacios inaccesibles como aquel, esperan solo el sosiego en la muerte. Como el yo solitario del “Discurso del contemplativo” de La torre de Timón, o el yo de “El desesperado” de Las formas del fuego, para quienes la muerte será el alba que anuncian los pájaros o el canto del cisne antes de morir. En esta visión hay que morir joven, en la plenitud del cuerpo, para evitar el dolor de vivir y la degradación de la edad mayor. Por eso, los elegidos de los dioses deben morir jóvenes, esta es la máxima griega que él hizo suya desde su primera reseña donde la expuso, “Renzo Stecchetti”, publicada en 1912 en una revista de Cumaná. Los héroes mueren jóvenes, perfeccionando su vida con la muerte gloriosa en combate, como aseguró en “Plática profana” de La torre de Timón. Y este arrojo en la lid resulta “en su alma, desterrada y superior, un artístico anhelo de morir” (“En la muerte de un héroe”, La torre de Timón).

Tomando en consideración estos postulados, la poesía de Ramos Sucre puede leerse como una preparación para su propia muerte, que vivió muchas veces antes, imaginándola como la nostalgia de regresar al seno de la materia original para unirse a “la otra orilla”, al “más allá”, al enigma que en vida se nos escapará siempre. Esta fuerza de imantación de thanatos fue más poderosa en él que el encantamiento de eros, que lleva a sucumbir ante “el hechizo de las criaturas terrestres” y a desear el elixir de la eterna juventud y de la vida eterna. Por tanto, su única opción será desprenderse de los afectos terrenales para poder entregarse a la muerte, a la musa del silencio, como la llama el yo poético en “Tácita, la musa décima” de Las formas del fuego, quien, atraído eróticamente por la hermosa que “sufría de su misma perfección”, la aleja: “Yo la he separado cruelmente de mi presencia. Podía interrumpir mi fuga clandestina, a través de la orgía del mundo, hacia el abrazo letárgico de la muerte”. Similar a aquellos personajes que eligen la vida ascética practicando el desprendimiento de los bienes y placeres como “El cristiano” de Las formas del fuego y “La cuestación” de El cielo de esmalte. Pero esta sincronicidad de la muerte elegida en busca de la transmutación y entrada en el orden primigenio es una gracia concedida a muy pocos. Puesto que en sus poemas la muerte sobreviene, no según el deseo propio, sino por violencia, mutilación, tortura, por las ilimitadas formas de la maldad humana, que cada época histórica reinventa. Los reinos extintos, los palacios en ruinas, las mansiones abandonadas, son imágenes de la decadencia que sus poemas recrean, ilustrando el desgarre ineludible de todo lo creado, el bíblico sic transit gloria mundi.

Fernando Paz Castillo, quien ha recordado algunas de sus confidencias, creía a Ramos Sucre un “suicida nato”, no sabemos si por inferencia de sus poemas, o por el tædium vitæ que compartía con poetas románticos como Gérard de Nerval o Giacomo Leopardi, con quien se igualó también por el suicidio. Asimismo, ha rememorado su miedo de “salir de la vida” antes de la publicación de sus libros, entregados con el alivio de ya poder morir.

Sin embargo, esa muerte soñada, acatada con sosiego, la que concedió a algunas de sus máscaras poéticas, como ansia de re-unión con el origen (R. M. Rilke pedía a Dios conceder a todo hombre su propia muerte) le fue negada. Porque, doblegado por el insomnio, por la pérdida de sus facultades mentales, por su esterilidad creadora, sintiéndose insalvable, él mismo se vio obligado a elegirla tomando la sobredosis definitiva de veronal que lo conduciría al reposo eterno.

Para Ramos Sucre era imposible la vida sin el sueño y sin la poesía pero sabía que había legado a la posteridad “una obra inmortal”, como escribió a su hermana Trina y a su hermano Lorenzo. El yo poético de “Omega” que aguarda la muerte imaginando su inmersión en “el olvido solemne”, el poeta enfermo de “La alborada” en cuyo canto domina la “calavera del símbolo”, son la sombra inconsciente detrás de esta certidumbre, el contrapunto de su afán desmesurado de conocimiento y de dominio de la lengua, del mestier cimero que lo impulsó a crear una nueva combinatoria poética indeleble. No sucedió, por tanto, la conjuración del silencio y “la soberanía perenne del olvido”, final presentido por el poeta agonizante de “La alborada”, sino la resurrección de su voz, recreada por la soberanía perenne de su poesía.


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