La distinción de “Las formas del fuego” y “El cielo de esmalte”

Otro lugar común de la crítica ha sido dislocar la sucesión de los libros situando primero El cielo de esmalte y de último Las formas del fuego, siguiendo la tradición errada de la primera reedición del MEN. Se ha leído “mal” (lo ha resaltado Guillermo Sucre) a Ramos Sucre también en este sentido, hasta cuando el poeta Eugenio Montejo restituyó el orden en las reediciones de la Antología de Monte Ávila Editores, y fue restaurado en las ediciones del FCE-Equinoccio de 1999 y de Archivos de 2001. Sin embargo, persiste la equivocación en otras ediciones y en artículos sobre el poeta porque su larga difusión parece haberlo petrificado. En su época era indiferente y las pocas reseñas recibidas los enumeraban aleatoriamente: V.M. Pérez Perozo, “Dos libros raros, Las formas del fuego y El cielo de esmalte”, en El Universal, Caracas, 13 de octubre de 1929, pero José Nucete Sardi, “Escritores nuestros, El cielo de esmalte y Las formas del fuego”, en El Universal, 29 de octubre de 1929.

Sin embargo, desde 1980, en la revista Oriente 10, Elena Vera (“La mujer en la obra de José Antonio Ramos Sucre”) había notado en la contratapa de El cielo de esmalte que en la enumeración de las obras esta era la última. Y en el mismo número de la revista (“Nueva aproximación a Ramos Sucre”) el gran poeta Eugenio Montejo había percibido el juego entre “Preludio”, el poema inicial de La torre de Timón y “Omega”, el último de El cielo de esmalte, también “la evolución elíptica” de su lengua en este último, además se preguntaba “sin hallar satisfactoria respuesta”: “¿A qué claves no identificadas todavía responde la separación de las dos obras?”. Respondo, agradecida del legado perenne de su poesía, dando algunas “claves” que he dilucidado de ese orden y de su diferenciación

Para empezar, la confirmación de que los poemas de Las formas del fuego son anteriores a los de El cielo de esmalte está dada por la fecha de su publicación en diarios y revistas. Ramos Sucre, desde 1925 hasta 1926, publicó poemas que solo reunirá en Las formas del fuego. Apenas había salido La torre de Timón, quizás editada en agosto de 1925 (porque fue reseñada por Gabriel Espinosa en El Universal del 30 de septiembre), entregó en octubre, noviembre y diciembre a la prensa nuevos poemas que serán de Las formas del fuego, por ejemplo, a Élite, fundada ese mismo año, “Crepúsculo”, “Cenit” y “Una tregua de la Ilíada”, llamado “El sacrificador” en el libro. En 1926 publicó 28 poemas entre El UniversalÉliteLa NaciónBilliken y Venezuela, que serán todos de este libro. Pero en 1927 mostrará poemas de los dos libros: 8 de Las formas del fuego y 27 de El cielo de esmalte, en una proporción desigual que sugiere el término de un ciclo y el inicio de otro, exclusivo de El cielo de esmalte. Comprobado en 1928 cuando de El cielo de esmalte publica 66 poemas en El Universal, 7 en La Nación y 3 en Élite, en total 76, con una frecuencia de aparición semanal, o menor. Quizás por esto, entregó ese año “El ídolo” y “El paseo”, que serán de Las formas del fuego, por ser su libro menos mostrado, elegidos también por su centro “la hermosa”, objeto del amor cortés en este libro, figura dominante de El cielo de esmalte, trasfigurada, después de su muerte, en sombra asidua y protectora. Y “El cortesano” publicado en la revista vanguardista válvula en su primer y único número del 6 de enero de 1928, evidentemente entregado en 1927. Y en 1929, comenzando enero, publicó 3 poemas de El cielo de esmalte: 1 en Élite y 2 en El Universal que serán sus últimos en la prensa porque el 17 de ese mes su ciudad natal Cumaná fue reducida a ruinas por un devastador terremoto. Cuando las terribles noticias del cataclismo dejaron espacio libre para las otras, él, sin embargo, no lo ocupó más. ¿Fue este el detonante de su esterilidad creadora, confesada a su “adorada” prima y confidente Dolores Emilia? “Pasado mañana cumplo 40 años y hace dos que no escribo una línea”. Esta, su última carta, es del 7 de junio de 1930, cuenta ese año y 1929 como los años del silencio. O que desde los 38 años cumplidos no había escrito más.

Lo cierto es que, interrumpidos los poemas para El cielo de esmalte y colapsada gravemente su salud, era urgente su viaje a Europa para internarse en el Instituto Tropical de Hamburgo. Pero también lo era editar los 258 poemas producidos en esos dos últimos años y medio. Y no los trató como una unidad sino que los “distinguió” en dos libros con un número de páginas casi simétrico, señal de que pudo haber trasladado poemas de Las formas del fuego a El cielo de esmalte, y no lo contrario, como más adelante se verá.

¿Cuál es, por consiguiente, esta distinción ineludible? No basta la diferenciación cronológica demostrada porque un poeta “artista” como él, en la terminología de E.R. Curtius, no escribe un poema de una sola vez sino que lo reescribe muchas, pero en este caso sí hay que contar con las fechas para separarlos. Tampoco es la forma o la lengua del poema porque una vez conquistada en 1924, la mantiene inalterable mediante el arte de las variaciones, así que El cielo de esmalte puede contener más poemas breves y concentrados que Las formas del fuego. En cambio, el primer punto de distinción determinante es el despunte, desarrollo y afirmación de un tema no tratado en Las formas del fuego. Porque en su último libro Ramos Sucre incluye poemas que reinventan imágenes alegóricas y simbólicas de un cristianismo primitivo, sus insignias e íconos. En él aparecen personajes del santoral que él conocía muy bien desde niño cuando vivió tres años de “encierro” bajo la custodia de su tío sacerdote, preclaro doctor en derecho canónico. De estas figuras religiosas son dominantes las doncellas muertas que reaparecen regeneradas como sombras transparentes, como fantasmas que acompañan y consuelan al afligido anunciando una redención de la vida. En cambio, en Las formas del fuego hay una religión trasgredida que auspicia el ejercicio de la maldad y se oyen “los rugidos de la virtud antropófaga” de los que habla en su carta desde Ginebra a su prima Dolores Emilia. Y el segundo punto de distinción es la desaparición del yo poético del malvado, el yo elocutivo que es el sujeto activo del mal, su agente o hacedor, porque en El cielo de esmalte el yo es testigo, víctima o paciente del mal, nunca su autor como en los dos libros anteriores. En este, el yo presencia, refleja o sufre el mal, es su víctima, no su secuaz como en La torre de Timón y Las formas del fuego, donde el yo poético en trece poemas asume con fruición, su defensa y autoría. Ramos Sucre había inventado el monólogo dramático del yo malvado en “La vida del maldito” de La torre de Timón, y en Las formas del fuego lo reitera y lleva a su culminación en un número significativo de poemas que exploran la historia de las perversiones y torturas inventadas por la maldad humana, una indagación que Guillermo Sucre ha llamado “la poética del mal”.

En cuanto al primer tema, la aparición de mujeres incorporadas de la muerte, este no está en La torre de Timón. Apenas son precedentes “El familiar”, donde los reyes y héroes difuntos del antiguo reino exhausto salen del sepulcro reconducidos por el “familiar”, causando un terror similar al de los relatos góticos. O “El tesoro de la fuente cegada” donde una joven fallecida es depuesta en una fuente cegada en espera de su “despertamiento” cuando mane el agua, como en el mito griego. Mientras que en “Santoral”, el único de intención cristiana, una tormenta diluvial salva a un monje de las tentaciones del mal, no por la gracia santificante como en El cielo de esmalte sino por el miedo. Mientras que en Las formas del fuego, la mujer vuelta fantasma aparece en cuatro poemas. En “El extravío” el yo poético bajo el hechizo de la luna sigue a una mujer hasta los suburbios donde se reúne con otras “figuras ambiguas”: “Todas mostraban el rostro de la mujer pensativa y me rodearon, formando un coro de amenazas y de lamentos”. En “Los gallos de la noche de Elsinor”, el yo poético concierta la huida con la mujer amada y el caballo los arrebata “en una carrera ciega”: “Dejó el galope y volvió a su mansedumbre natural, cuando el pregón de los gallos despidió de mi compañía el vano simulacro de la mujer”. El primero reinventa un mito asociado a la luna, “el astro de los muerto”s, el segundo recrea la creencia popular de que el canto del gallo ahuyenta a los muertos, como al fantasma del padre de Hamlet. Mientras en “Ancestral”, la mujer asesinada por su esposo regresa a ocupar su sillón en la mansión ancestral: “y se desvaneció en el aire sin dejar memoria de su visita”. O en “Nocturno” el yo hospedado solo en la abandonada “casa de portada plateresca” que por la noche siente “sombras vanas”: “He visto una mujer de fisonomía noble, de rasgos esculpidos por la memoria de un pesar. Ocupaba una rotura súbita de la sombra y acercaba el rostro a la cabecera de un féretro”. Estos dos últimos, recreaciones sobre mansiones antiguas pobladas por sus fantasmas.

Por consiguiente, aunque en los libros previos está el tema de la joven fallecida al despuntar la juventud, este predomina en El cielo de esmalte, único poemario donde esta doncella reaparece o “resucita” en ocasiones propicias como una intervención divina necesaria para consolar al necesitado o anunciar la redención del mundo. Incluso en “Isabel” la virgen asciende con su cuerpo al cielo, como la virgen María: “Dijo mi nombre entre loores y promesas antes de transfigurarse y perderse en el espacio…”. Mientras que ni en La torre de Timón ni en Las formas del fuego hay religiosidad cristiana, ni intervención divina, ni doncellas celestes, ni santos ni arcángeles guerreros como en este libro. De ahí que un poema como “Azucena” solo pueda pertenecer a su último libro: en este un solitario desconsolado, en espera de la muerte, recibe a última hora una visión epifánica: “Una doncella aparece entre las nubes tenues, armada del venablo invicto, y cautiva la vista del solitario. Llega en el nacimiento del día de las albricias, después del viernes agónico, anunciada por un alce blanco, alumno de la primavera celeste”. Esta virgen se deja ver en el cielo el día de la resurrección de Cristo y también de la primavera en una reunión del mundo cristiano y del pagano al estar acompañada de un alce, en analogía con Artemisa y su ciervo, animal también un emblema cristiano presente en “Las virtudes”: “un ciervo, el de San Huberto, muestra la pesadumbre del viernes santo”. Ambas doncellas, la Artemisa griega y la doncella santificada lucen similares armas de cacería que las asocian también a las doncellas guerreras como Juana de Arco o a las heroínas combatientes de los romances medievales. De ahí que en “Fantasía del primitivo”, “la virgen del nimbo, sacrificada en un año inmemorial” se transforme en la imagen que “religa” lo divino y lo humano: “Convertida en una forma celeste, la virgen del nimbo alentaba los paladines del empíreo al socorro de los conflictos de los fieles y ella misma había serenado la faz y enaltecido la última hora de Roldán”. La aparición o visión de la imagen o sombra de la mujer que “ha pasado de la vida”, para usar la locución verbal que él renueva, es el sujeto constante de numerosos poemas de este libro, de hecho, la mujer es el centro de más de 50 de los 132 poemas del volumen. Y aunque su culto, a la usanza del amor cortés, es constante y común en los tres poemarios, solo en este último esta mujer fallecida regresa para consolar de su ausencia al sufriente o necesitado. Así en “El año desierto”: “Una forma aérea convino en aparecer, en sosegar mi sensibilidad gemebunda”. O en “Elaina”: “La virgen se incorpora de donde yace, en los días de portento y de amenaza”. Por lo tanto, Ramos Sucre reinventa de nuevo una iconografía cristiana, sobre todo de vírgenes y santas, reiniciando este dominante tema religioso de la cultura occidental que tuvo su apogeo en el gótico, el renacimiento y el barroco. Quiso renovar estas imágenes que manifiestan la presencia de lo “sagrado”, en reverencia de su enigma y su poder. Por eso volvió a la recreación de figuras icónicas religiosas, impulsado, no por la fe cristiana, sino por el deseo de visionarlas como imágenes y símbolos de la santidad y armonía perfectas, como manifestaciones del amor y de la belleza, ideales sumos profanados y envilecidos en el mundo mercantilista “cada vez más bárbaro y avaro”, donde el yo poético de “Entonces” (La torre de Timón) debe renunciar a su amor imposible por la niña cándida que transita (por) “la nevada urbe monstruosa”, y soñar (con) su huida, juntos en un vuelo sobre “la tierra maldita”.

Estas alucinaciones o visiones religiosas de El cielo de esmalte se inscriben en uno de los rituales permanentes de la religión cristiana: invocar en las dificultades y en la muerte a la virgen y a los santos de cuyas apariciones y milagros dan testimonio los numerosos libros sobre sus intervenciones salvadoras. Las mujeres celestes de Ramos Sucre no recrean los milagros de alguna santa en particular, aluden a situaciones arquetípicas de su aparición. Pueden repetir su misma experiencia mística, como en “El domicilio del eider”: “La doncella de mis afectos había alcanzado las visiones de Santa Brígida y sentía a menudo la voz del crucifijo”, o aludirla variándola como el yo de “El bienaventurado”: “A la vista de los arreboles de un ocaso flamante, adolecí de la memoria del vía crucis”. Esta visión de la santidad contempla no solo a las mujeres que alcanzaron la perfección religiosa, sino también a las víctimas de un amor o de la maldad humana, como “La pía”, que Dante sitúa en el canto V del Purgatorio, asesinada por los celos del esposo pero cuya inocencia el yo poético reivindica. En el poema se desprende de “un cortejo de heroínas, de santas imperfectas” para asistirlo: “Su imagen cristalina me socorre en los trances de la amargura…”. En los poemas de El cielo de esmalte estas mujeres, consagradas por el sufrimiento, se convierten en sombras luminosas, apariciones providenciales. No así en los poemas de sus libros anteriores, reitero, donde lo espectral, femenino o masculino, cuando se manifiesta, es atemorizante o vengativo, como de La torre de Timón, además de “El familiar”, “La vida del maldito” donde el yo elocutivo después de matar a su esposa es visitado por su “espectro” increpante que: “Avanza hasta mí con las manos vengadoras en alto…”. Así son todas las fantasmagorías en Las formas del fuego, temibles emisarios de lo oscuro o del inframundo, como en “Mar latino” cuando en el viaje imaginario del yo poético, guiado por la voz “mágica” de la mujer, esta se trasmuta en sirena e “invita a comparecer, bajo el cielo de lumbre desvanecida, la hueste de larvas subterráneas, mensajeras de un mundo espectral”. Esta “distinción” trasluce en los títulos de los libros: El cielo de esmalte alude, en una de sus lecturas, al Paradiso dantesco, llamado por Conrado Malaspina en el canto VIII del Purgatorio “il sommo smalto”. Mientras Las formas del fuego, el libro de su somma altezza, alude al Inferno por las imágenes de la maldad irredenta de sus personajes y de la historia. Sin embargo, guarda también relación con el fragmento 30 de Heráclito sobre la arjé, principio elemental del cosmos, el fuego, “que se enciende con medida y se extingue con medida”. De ahí que todas las formas se cambien en fuego, y el fuego en todas las formas, que este crea y trasforma pero también destruye y agosta. Por eso, en “Cenit” de Las formas del fuego, la virgen que vigila y protege un paisaje arenoso y sediento, desde una azotea le ofrenda, como a un numen, su tributo: “Canta o grita en idioma venerable, con voz firme, avezada a la distancia. Festeja la gloria del fuego elemental”.

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José Antonio Ramos Sucre

Obra completa

Bid & Co. Editor

Caracas, 2019


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