Esta es la primera vez que me atrevo a escribir sobre una novela y a llegar tan cerca del lugar donde moran mis deidades, los escritores. Siempre he estado por ahí, por donde ellos habitan, pero asomándome sin entrar. Y las tres o cuatro veces que la vida periodística me puso en el caso de tener que hacer algo parecido a la valoración de una obra narrativa, me las arreglé con dos buenas fintas para sortear el trance: “que si mejor busco a un par de críticos para que opinen ellos” o “que si mejor entrevisto al autor(a) con un cuestionario base validado por los colegas especializados en letras”. Pocas encomiendas me intimidaban tanto. A pocas asignaciones fui tan renuente: “es que, mira, escribir sobre literatura no es cualquier cosa”.

Con La hija de la española, de Karina Sáinz Borgo, venezolana radicada en España, vengo sin que me hayan mandado, vengo por cuenta propia, pero no porque ahora sí me crea capaz de examinar un libro o porque haya dejado de darme pena hacer patente lo mucho que aún me falta por leer: vengo, de momento, a mostrar mis heridas, porque de esas 216 páginas nadie sale ileso.

Contusa, penetrante, punzante. Así es la historia de Adelaida Falcón, la mujer que al perderlo todo: la madre, su única familia; la casa, el amor, un país al que ni hace falta darle nombre, decide perder aún más: su identidad. Para leerla hay que caminar entre los escombros de una devastación que sucede a otra, a otra y a otra.

Con todo y que el relato es, claramente, para la atención ajena, a quienes seguimos en Venezuela nos hace reconocernos como protagonistas de un penoso informe de destrucción, nos golpea contra el espejo en el que miramos la interminable sucesión de catástrofes propias. Eso hiere. Y duele.

Es una crónica sin analgesia, franca, sin falsas promesas de alivio. Es ficción y aún así es síntesis perfecta de las incontestables realidades de dos décadas de revolución.

Es toda tan seca, casi más que la misma protagonista, y es justo por eso que convence. La aridez como argumento.

Leí en La hija de la española una especie de ensayo sobre el hastío, una rendición frente a la fatiga, una vindicación de la debilidad; o sea, un honesto abrazo a lo humano.

En sus líneas reside una mujer que se narra a sí misma como lo que es: una reducción, un residuo, una persona sin más opción que sobrevivir. Adelaida Falcón no es un tópico, para nada. Quien busque a una virtuosa se equivocará de personaje y hallará más bien a una náufraga que vive en la isla de los cobardes. En su experiencia no hay gesta moral. O quizá sí.

Es a esa Adelaida Falcón, la narradora, a la que debo el goce de un texto directo, preciso, pulcro, soberbio y hermoso, de palabras arrojadas unas veces como dardos y otras veces como flores. En cada hoja de la novela encontré una lección de sobriedad y belleza, en cada pliego hallé un tributo de amor por el lenguaje que complacería hasta al más devoto de Flaubert.

De mi ejemplar brotan frases subrayadas. La mayoría son trazos de pura admiración. Pero todas son, sobre todo, señas para volver.

En La hija de la española leí, además, un homenaje a la madre, ofrendado desde la orfandad y el desamparo. De la mano de Adelaida Falcón asistí a la despedida de su mamá. Entré a la que me ha dado por llamar “la oscura habitación de los adioses”, pero también pasé al cuarto luminoso de los recuerdos de infancia.  

Y hablando de honras amorosas, otra significativa: a los libros. Es una que nace desde el mismo momento en el que la autora concede el rol protagónico a una licenciada en Letras y que se manifiesta, como una sacudida, en la escena donde la Mariscala y su secuaz Wendy, invasoras de la casa de Adelaida, le destrozan sus cosas, entre ellas varios títulos que atesoraba. Al ver aquellas obras desmembradas, su reacción es impulsada “por todo el cansancio y el hartazgo” que se alojaban en su corazón.

Es aquí donde viene al caso contar sobre la risa que me causó Adelaida, cuando al hablar de ella y de su amiga Ana, también compañera de universidad, dice que no se sentían llamadas a renovar la literatura nacional, como la mayoría de los estudiantes de su carrera. Me reí de pura vileza, para qué negarlo, saboreando la acritud de la ocurrencia y agradeciendo, esta vez a la autora, periodista, la ingeniosa representación del siempre delicioso asunto de los egos literarios.

Es periodista y mira por donde va, nada más y nada menos que de la mano de Lumen: antes de publicarse, La hija de la española fue vendida a 22 países para ser traducida a 15 idiomas. Ya publicada, desde el pasado 7 de marzo, la acogida por parte del público lector ha sido un éxito. De sobra, por cierto, para la curiosidad de quienes saludaron el lanzamiento del libro y al mismo tiempo dijeron que esperarían para ver la recepción de la obra, “llevada con admirable mercadeo de las expectativas”.

Ahí está, sí, todo un suceso de marketing y ventas que, además, rara avis, parece complacer al alto tribunal literario que nunca la ha puesto fácil, implacable con las obras menores.

Pero mejor me alejo de estas honduras, no sin antes suscribir lo que afirma Rosa Montero en La loca de la casa, cuando dice que, si bien hay obras horrendas que se venden a mansalva y libros estupendos que apenas si circulan, es una mentecatez de alto calibre asumir que los libros buenos sean los que no se venden y los libros malos los que sí.

Como sea. El día que La hija de la española llegó a mis manos, aquí en Caracas, hace poco más de un mes, confesé alegría culposa. Un par de días antes había leído uno de los diarios barbitúricos de Sáinz Borgo, en el que ella declaraba que brindaba por su libro, que no llegará a la ciudad donde nació, “como quien sonríe con una muela rota”. Por lo mismo, celebré sin celebrar. Festejé que un coloso editorial como Lumen apostara tan resueltamente por el talento de una jovencísima venezolana y, sobre todo, se interesara en Venezuela como tema. Eso no es poca cosa. Festejé mi pequeño gran triunfo de tener la novela de la que todos hablan, pero sentí verdadero remordimiento al presumir de mi suerte en un país donde hasta comer produce culpa.

Ese es el país del que huye Adelaida, el que se convirtió en fosa séptica, el que la expulsó, al que maldijo, al que odió, del que la separaba una mezcla de desprecio y miedo, “pero al que todavía pertenecía sin formar ya parte de él”.

La hija de la española es un trabajo desgarrado, como todo relato de destierro. Y es a la vez denuncia; por lo tanto, arraigo.  En palabras de su autora: “Porque todas las historias de mar son políticas y nosotros trozos de algo que busca una tierra”.

Es una composición dura, escrita con severidad, que nos lastima tanto porque la leemos con el gentilicio. Es una historia terrena como la realidad, brusca, áspera, maledicente, que también es sublime, tierna, poética. Es una larga e insoportable vigilia vencida por un sueño de ciruelas de huesito que se convierten en orugas escarchadas.

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La hija de la española

Karina Sáinz Borgo

Editorial Lumen

España, 2019


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