No es por el capricho de voltear el título de esta sección que este artículo lleva el título que lleva. Es que mi interés por la cocina, y por este tema del gusto no me vino por tradición familiar, ni mucho menos por ciencia infusa, sino por la lectura. Se suele decir que al corazón del hombre se llega a través del estómago. En mi caso, puedo decir que a mi estómago se llegó a través del cerebro.

Yo solía comer inocentemente. Esta es una media verdad, porque el asunto conoció dos etapas: en una primera, la mesa no era una de mis ubicaciones preferidas. Como decía mi madre, muy preocupada, yo era “de muy mal comer”; de allí esa pinta de niño tercermundista que me acompañó durante toda mi infancia y adolescencia. Hasta que, años más tarde, me pasé con armas y bagajes al enemigo y me convertí en un insaciable glotón.

Cuando, ya algo crecido, leí la Physiologie du goût de Brillat-Savarin comencé a reflexionar sobre este tema del gusto. Pero mi aproximación era teórica, pues en la práctica era igualitaria y pasiva: comía de todo, todo me gustaba y jamás me había aproximado a un fogón en plan de desafío. Me limitaba a leer, a observar con fijeza y ojirredondez de búho, las hazañas de maestros como Fernando y Joaquín, Joaca González y Alfonso Montilla y a repetir cada plato.

Hasta que un domingo, solo en mi apartamento, reuní un muslo de pollo, una cebolla, ajos, papas y una botellita de aceite de oliva. Salpimenté todo aquello, lo bañé con un chorrito de aceite y lo dejé cocerse a fuego lento. Cuando, juez y parte amén de hambriento, saboreaba en solitario el resultado de mi primera eyaculación culinaria, me sentí un Vatel. Menos mal que no lo era, porque el suicido me esperaba: ensoberbecido con mi triunfo, invité, lleno de jactancias, a dos amigas a almorzar en casa. Solo un presuroso lavado de estómago hizo que ellas conservaran su vida; pero yo no más su amistad. Desde entonces procuro ser muy prudente cuando me adentro en esos predios donde, para decirlo como Cervantes, “no tiene jurisdicción el hambre”. Primero que nada, leo y releo la receta. Luego, ensayo tantas veces como sea posible antes de presentarme en público: en materia de cocina, me identifico así más con los alquimistas que con los químicos. Por último, las escasas veces que invito a mis muy íntimos (como diría Azorín, “a mis propincuos”), antes de que puedan hacerlo de manera espontánea, los presiono con voz amenazante: “¿Qué tal les pareció el plato? No estoy pidiendo opiniones: solo quiero elogios”. De todas maneras, el tragar y el pensar me han llevado a concluir que la buena mesa habla a los cinco sentidos y a algún otro que tal vez no sea el sexto sino el primero y del cual hablaré al final.

Comencemos por el comienzo: el gusto. Esto puede sonar a tautología, porque equivale a decir que en materia de gusto, lo mejor que tiene el gusto es que gusta. Todo el mundo posee aquellos cinco sentidos, pero no los ha desarrollado; un buen plato es la oportunidad dorada para ponerlos a prueba. Que no todo el mundo la pasa. Porque es inútil intentar persuadir a quien sostenga que el casabe sea “sabroso”. Ése no tiene remedio: ¿cómo puede desarrollarse el gusto de quien confunda cocina con albañilería? Porque comer casabe es como comer pared. En cambio, puedo dar un ejemplo personal de cómo la tolerancia y la comprensión hacia las actitudes ajenas pueden hacer cambiar las propias. Como buen barquisimetano de mi generación, vine a ver el mar por primera vez a los veinte años, y con eso me bastó para huir de sus frutos como de la peste. Pero con los años dejé de pensar que quien me sirviera un sancocho de pescado merecía ser fusilado “provisionalmente” mientras se averiguaba si había tenido o no intención homicida. Hoy no solo pienso que los margariteños sean seres humanos, sino que yo mismo he preparado algunas veces un pescado en cerveza que, modestia aparte y lítote incluida, no me ha quedado nada mal.

El olfato. Cuando comienzo a sentir los olores que provienen de la cocina, no son los jugos gástricos los que se me disparan, sino los jugos cerebrales: porque puedo visualizar el momento en que la tierna hojita de cilantro se retuerce en el último hervor de la sopa; con cuál mano, la derecha prudente o la izquierda dispendiosa, se echó el curry o el estragón en la cantidad que encumbra o arruina un plato; si ya los riñones están sonriendo bajo la lluvia de armagnac que los hace flambear.

El oído. No se oye igual a un churrasco soportar las más altas temperaturas como un hereje remiso, que a unos vegetales en juliana chillando en un wok como niñitas endemoniadas. Los chicharrones en la sartén siguen protestando a grito herido su horrible muerte; mientras que las tajadas de plátano soportan el fuego como salamandras, si acaso levantando la punta con el silbante ruido de las serpientes venenosas.

La vista. Este es el primero de todos los sentidos, pues comienza a actuar antes de que se enciendan los fogones. Cuando llegamos al mercado, es ella la que nos indica que el brillo de aquel pimentón gigante promete un placer singularísimo; que aquella cebolla española, amén de grande por fuera, es sabrosa en lo más íntimo. Que el rojo intenso de aquella carne indica que la res acaba de ser descuartizada, como el ojo vivo de aquel mero que acaba de ser pescado. El olfato puede a veces ser engañado, y hasta el gusto, pero no la vista: desconfía de quien te sirve un filete de merluza acompañado de una rodaja de limón, porque es muy posible que esté ocultando malos olores.

El tacto. Aun con los ojos vendados y antes de que entre a tu boca, tú podrás saber que les pommes frites lo son de verdad a la francesa y no esas fofas e inconsistentes french fries de la comida chatarra. Si el dedo puede hundirse en su carne blanca cruda, mejor es que no ingieras ese pescado a la plancha pues no está excluido que termines en el hospital.

Pero aparte de esos cinco, hablábamos de un sexto sentido que, decíamos, es tal vez el primero. Ya ninguna muchacha se siente atraída si la invitamos a casa para mostrarle nuestra colección de estampas japonesas: ellas las reciben por internet; o nuestra colección de discos latinoamericanos, porque eso ya solo interesa a las adolescentes finlandesas y eso está muy lejos. Queda entonces el último recurso de los solterones con pujos tenorios: invitarla a gustar los platos que sabemos preparar. Pero mucho cuidado: eso no es nada nuevo, y si la chica tiene sus letras, acaso sepa que ya el Arcipreste de Hita sabía que: “El mundo por dos cosas trabaja: la primera por aver mantenencia. La otra cosa era por aver juntamiento con fembra placentera”.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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