Convencida del poder infinito de la poesía, ésa que es capaz de trasladar a los lectores a otros lugares, María Gabriela Lovera se desprende por un momento de sus certezas, y afirma: “Este poema no es mío”. Una frase que suena a sentencia y define su proceso de creación que se conjuga con los verbos soltar, despojar, dejar. Por debajo del viento (2000), su primer libro, es la excusa para brincar hacia esos territorios que no se cansa de explorar.

I

La inexorable creación de una crisálida protectora

No, no existen ángeles en sus poemas. En ellos reposa, más bien, la impresión, a veces vaga, a veces certera, de haber descendido a la tierra, chocar con la realidad y convertirse en un demonio, en un ángel caído. María Gabriela Lovera, dispuesta a abrir el capullo, se arriesga a mostrarse sin reservas en esta tarde invernal de Madrid. No, no es para nada perfecta, tampoco es esta su pretensión. Solo es alguien que perdió la gracia, la bendición, y aterrizó en un territorio donde no existe la bondad absoluta: la poesía. Desde que la descubrió, se quedó enganchada, y aunque ha pasado por períodos en los que “no escribe nada ni lee nada”, vuelve, a cada rato vuelve.

En esos parajes, en los que es la única que decide y nadie más puede entrar, encontró la forma de abstraerse y evadir ciertas realidades a las que estuvo expuesta. “Siempre fui un bicho raro intentando ser normal y empleé todas mis fuerzas para conseguirlo, pero era muy difícil porque eres quien eres y no puedes hacer nada. Eso hizo que me cerrara y la protección que buscaba era entrar en otros mundos que pudiera controlar con las palabras, donde nada me pudiera dañar”. Es el lugar en el que, además de reconciliarse consigo misma, con sus rarezas, se sintió, por primera vez, poderosa. “No sé si buena o mala, lo único que sé es que la poesía te da un poder, un poder muy extraño. La sensación de que puedes crear algo que resuene en la persona cualquier tipo de movimiento”.

“Tiger, tiger, burning bright”, recita en medio de la conversación para trasladarse a esa experiencia de sismo que ella misma vivió cuando tenía unos ochos años y conoció a William Blake, con el poema “The Tiger”. Fue su infancia, transcurrida entre Inglaterra y Francia, una época en la que, impresionada por el ritmo y la musicalidad de los autores que leía en las clases de primaria, se zambullía en el juego de imitar, ilustrar, perderse en la sonoridad y sustituir al tigre por una pantera. Perdida entre sus recovecos era libre para ser, experimentar, inventar.

A partir del nacimiento de aquellos primeros poemas, muestras del interés genuino por la poesía que su madre notó en seguida, llegaron a sus manos libros de Gloria Fuertes, García Lorca, Rafael Alberti, Antonio Machado, todos en ediciones especiales para niños. Más adelante, se deslumbró con Pessoa, Vallejo, Strand y, al regresar a Venezuela, continuó leyendo, esta vez con la influencia de su padre, amante de los clásicos, quien le recitaba poemas de los sufíes y el “Romance de Abenámar”. “Para mí eso fue algo muy importante, sobre todo cuando lees a los grandes. Después descubrir a Palomares, Gerbasi, y decir: ‘Mira esta gente lo que hace, esto es lo que yo quiero hacer’”.

Sin embargo, ese poder, el que le otorgó la escritura, se mantuvo oculto durante sus años de adolescencia, cuando se percató de que no encajaba del todo. Había regresado a un país que le resultaba ajeno y se halló envuelta en una situación en la que “si no perteneces, eres castigado por ello”. “Yo iba a un colegio sifrino y se supone que yo era sifrina pero a la vez no lo era”, relata; y explica que asumió el papel de “víctima” para protegerse de los comentarios despectivos que la turbaban. “Que es lo peor que te puede pasar, porque a la vez la víctima sabe que tiene un poder y yo lo llevé al lado oscuro”.

Esa negrura, esa nubosidad a la que se refiere, era el rincón habitado por su poesía. Allí permaneció escondida hasta que incursionó en un taller de creación literaria, coordinado por el escritor Arturo Gutiérrez Plaza, en el Celarg. Aunque desde hacía tiempo venía rumiando, este se convirtió en el escenario donde en verdad se soltó y se sintió capaz de mostrar a otros. “Fue duro porque dije: ‘Uy, ahora toda esta gente me lo va a manosear, me lo va a toquetear’, pero el taller me ayudó mucho porque me expuse a la crítica, algo a lo que yo nunca me atrevía porque me daba pánico”. El bicho raro, entonces, se envolvió en un proceso de búsqueda, de reconocimiento, que luego se transformó en libro.

“Sí, esto fue lo primero que me publicaron”, comenta, y saca de su mochila la única edición que conserva del poemario Por debajo del viento (2000), plaquette que formó parte de una colección de 100 ejemplares editada por Belkys Arredondo, del Taller Editorial El Pez Soluble, quien le pidió el manuscrito cuando formaba parte del grupo literario Tokonoma. En ese momento, recuerda, se dijo a sí misma: “Esto es real, esto es posible, esto que hago para la intimidad, en secreto, puede salir y hay otra gente que no se va a reír”. Una experiencia que, casi veinte años después, aún le parece maravillosa.

Sin duda, el que alguien interpelase su trabajo significó para María Gabriela Lovera la posibilidad de seguir escribiendo, a pesar de las críticas, insiste, destructivas en algunos casos. Y es que en ocasiones, revela, era cuestionada no tanto por sus poemas como por su persona y por la “élite que representaba” en un momento en el que el chavismo hacía su entrada. “Es una realidad en Venezuela, lo que pasa es que yo no encajaba por mis vivencias en distintas partes, porque tuve experiencias diferentes a las del grupo con el que intenté encajar”. Así, en el camino de superar estas contrariedades, soltar sus despojos en un libro, compartirlo con otros y percibir que era tomada en serio, le sorprendió. “Yo creo que ni yo misma lo hacía –aclara–, pues tenía una imagen de mí muy empequeñecida”.

―En este primer libro, ¿qué entregaste de ti?

“La tristeza, mucha tristeza, y mucha rabia, creo. También la admiración por la palabra, la belleza de la construcción, porque también está ahí. Todos tienen una cierta desesperanza, una pesadumbre. La soledad, el dolor, la muerte”.

―En este ejemplar que guardas para ti se puede ver que unos versos están tachados y vueltos a escribir a un costado. ¿Por qué los tachaste?

“Sentí que era un poema muy condenatorio, y hay veces que me dan mis ataques esotéricos raros, y dije: ‘Es muy oscuro, lo tacho, lo tacho’. Cuando tengo poemas tan duros siento que estoy condenando, que estoy abriendo una posibilidad muy oscura para mi realidad. Me asusté de mí misma por ese poder que tienen las palabras, con la sensación de que las palabras tienen fuerza y definen cosas”.

―¿Crees que tu escritura ha mutado con las distintas lecturas?

“Yo he tenido mis períodos. Cuando descubrí la Poesía vertical me enganché y me di cuenta de que hay una parte de mí que es muy cerebral, a la que le gusta el juego de palabras y el lenguaje por sí mismo, por todo lo que se puede jugar con él, pero que es muy cerebral, muy intelectual. Es un período de la cabeza y ahora estoy tratando de ir a lo visceral”.

―Ahora quieres que no sea tan consciente…

“Cuando leo ‘Canción animal’, un poema de Blanca Varela, digo: sí, hay un control del lenguaje maravilloso, pero es una cosa salvaje, impresionante, que sale de su cabeza y entra en contacto con otros lugares. Yo siento que estoy atrapada y que quiero ir a la víscera pero para eso tengo que vencer ciertos miedos y atreverme a decir cosas”.

―¿Y a qué le tienes miedo?

“A destruir. En mi caso la búsqueda es liberarme del miedo, que es justamente esa oscuridad que me define clarísimo. Hay algo perverso, oscuro, que tengo que controlar y no puedo; que tengo que liberar porque en el fondo eso me haría más humana, pero al mismo tiempo me da miedo porque es un poder, tal y como lo concibo desde niña”.

II

La inagotable sensación de ser una extraña

La certeza de no pertenecer, de encontrarse realmente vulnerable, es una tara que María Gabriela Lovera sigue arrastrando. Todavía vive con temor a lo que puede expresar aunque desde la publicación de su primer libro ha trabajado en distintas obras. Algunas de ellas: Sabia vida savia: manual de irrealismo pragmático (2008), Desvelos (2012) y Duendes caseros (2016). Precisamente dentro de esta realidad de “ser extraña” escribió Venimos, su poemario más reciente, que será publicado próximamente por la editorial asturiana Gravitaciones y que toca las fibras de un tema que se volvió recurrente para ella: la idea de ser inmigrante.

“Sobre todo la sensación de que dejas gente, de que abandonas –señala–. Estás aferrado, pero tienes que dejar ir y dejar morir, porque si no, te destruye. Es un fenómeno que nos pasa a todos los que estamos aquí y tenemos familia allí, pero el punto es que lo asumas, que no te sientas culpable, porque la culpa es un sentimiento de la infancia”. Una elección de desprendimiento que tomó cuando salió de Venezuela, circunstancia en la que, a propósito de su tendencia natural de diluirse, reconoció que debía partir para lograr separarse y aclarar el porqué de su desconcierto con el entorno.

“Cuando entré a trabajar en una ONG en Petare fue una manera de entender lo que estaba pasando. Me di cuenta de que yo nunca iba a comprender a la gran mayoría que había sido excluida, pero también de que yo fui excluida desde otro lugar y que debes hacer un trabajo para superar el ser víctima porque cuando lo eres no estás en control de nada, no diriges tu vida hacia nada productivo. Siento que en cierta forma eso pasó en Venezuela, que lo que tenemos hoy viene de ese dolor. Eres víctima y entregas tu poder a otro”.

Este viaje de retrospección, en el que se topa con hechos que la remontan a su condición de fragilidad, vuelve a confirmarle que en efecto no podía seguir en un país en el que nunca dejó de sentirse como una extranjera. Hoy, tras doce años viviendo en España, prefiere llamar a su permanencia en estas tierras “exilio” y no desarraigo, no de un lugar sino de un tiempo, un tiempo al que, sin duda, no podría regresar. No obstante, el bicho raro aún está dando tumbos para encontrar su rincón seguro. Por ello, más que sentirse compenetrada con los lugares físicos, busca conectar con aquellas personas con las que pueda trabajar y explotar sus propias posibilidades creativas.

Escribir, dejar reposar y retomar, conductores de su proceso de creación que se extiende durante meses, incluso años, un proceso que no acaba nunca. “Lo curioso es que he estado revisando y veo que siempre trabajo los mismos temas. Es como si tú tienes unos temas, a medida que vas avanzando en la vida vas girando alrededor de ellos, pero la madurez te ayuda a decirlo de maneras distintas. Lo mismo ocurre cuando estás frente a un poema, y sientes que ves algo más, pero cuando vuelves a él, pasados dos días o dos años, lo vas a leer de una manera diferente porque tú eres una persona diferente”.

Juntar palabras, llegar a la metáfora, quitar pedazos innecesarios, unir los que son salvables, un vamos a ver si lo intentamos y lo logramos, que se produzca una alquimia, una electricidad, es para María Gabriela Lovera un trabajo arduo. “En mi caso, siento que a diferencia de otros poetas brillantes como Gerbasi o Montejo, tengo que trabajar los poemas unas 140 mil veces y aún así cojeo por un lado y por el otro. Aunque sigo haciendo mis intentos no he logrado, y es una gran frustración para mí, esa libertad de que el poema no tenga que seguir un hilo, tener un sentido. No he escapado de eso, no me he liberado de eso, no sé cómo explicarlo, es como si todavía guío al poema”.

―No dejas que se suelte…

“Me cuesta por mi rigidez mental, soy muy conservadora en ciertos aspectos y me cuesta liberarme. Y esa es mi lucha, eso es lo que quiero lograr. No que necesariamente el poema esté ordenado, pero sí que logre conseguir esa cohesión que escape al orden de narrar algo, de contar algo, que vaya a una sensación, a una cosa más libre”.

―La manera de escribir va cambiando, hace 20 años no escribías igual que hoy.

“No, pero siempre digo que mi primera publicación es la que considero como la más potente. También pienso, claro, en ese momento estaba saliendo de la adolescencia y había una fuerza allí, era más libre, quizás; cuando eres adulto entran las convenciones, has leído más, te asustas más”.

―Te asustas más, te exiges más.

“El miedo es una cosa terrible que te limita muchísimo. Yo ahorita estoy tratando de volver a deslastrarme de cosas, para intentar expresar sin tantos rodeos, quitar palabras”.

―¿En qué te diferencias con la María Gabriela que escribió Por debajo del viento?

“Creo que siempre he intentado ser normal y después me he dado cuenta de que es inútil. Es algo extraño porque sigo siendo un poco niña en muchos aspectos y me veo como fuera de lugar muchas veces, siento que no he sanado la herida, que no soy lo suficientemente responsable y libre. Me he dado cuenta de que no necesito centrarme tanto en mí, porque cuando eres víctima eres egocéntrico, y he aprendido poco a poco a salir de eso para llegar al otro, a ser un poco más humana, más amorosa, menos fría, menos cerebral. Si yo me abro a los demás y dejo de ser niña puedo entender que mi creación no va a terminar, se va a transformar y quizás logre esa libertad de ir a otros lugares que no sea mi cabeza”.

―¿Alguna vez has pensando en el éxito?

“Yo no he tenido éxito con esto, tampoco fracaso, porque ambos son alternativos. Más que éxito, me interesa el reconocimiento. Voy poquito a poco, como las hormigas. La oportunidad es seguir haciendo y publicando cosas. A veces digo: ‘No debí haber publicado esto’, pero sabes qué, ya está, este es el camino. Yo sigo haciendo mis cosas porque me gusta, porque me expreso, el tiempo dirá, la gente dirá, si le gusta o no le gusta”.

―En fin, sigues queriendo hacer poesía.

“Siempre. La poesía siempre”.


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