A Tita, única.

Preámbulo

Cuando uno se da cuenta de haber sobrepasado los 80, ya no hay remedio. Palabras más, palabras menos, así me lo enseñó Marta Mosquera, esa poeta argentina, entonces de 85 años de edad, con más de la mitad de su vida viviendo en Caracas, después de tener en su tierra amigos de la calidad de Francisco Luis Bernárdez, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, con la circunstancia maravillosa de haberle dedicado Borges uno de sus cuentos, “La casa de Asterión”, y Cortázar otro, “Los buenos servicios”.

Me explico: ¿qué son, a estas alturas, el presente, el pasado y el futuro?

El presente lo ve pasar como el agua que se cuela entre los dedos cuando sumerge la mano en el riachuelo. El pasado es un peñasco duro, veteado por algas y musgos multicolores, surcado por grietas de bordes unas veces obtusos, otras veces afilados. El futuro es un recodo, no se sabe si escabroso o suave, pero allí, con sus claroscuros, al alcance de la mano. El tiempo de ahora, al transcurrir entre la enorme carga de los recuerdos y la breve ruta a la vista, pierde la sustancia horaria, y queda sometido a nada.

Todos pasamos a ser puntos de recuerdos, referencias de una memoria que a veces enaltece, a veces rubrica el brillo del éxito, pero también convierte en lámina bruñida el simple latón oxidado de una vida mediocre. Una memoria que filtra, que borra detalles a su antojo, que reduce a la mueca de una anécdota risueña el momento de amor o de ambición al vulnerar el canon, o desafiar la costumbre. Además de rendir cuentas a Nuestro Señor como criaturas suyas que somos, tenemos que entregarnos, inermes y sin apoyo, al capricho memorioso de nuestros semejantes desmemoriados.

Que el lujo no es lo contrario de la pobreza, sino de la vulgaridad, Michel Pietrini dixit, sucesor de Dior.

Que no he llorado por lo que he hecho, sino por lo que he dejado de hacer. En verdad, cada quien tiene, unos más otros menos, sus arrepentimientos, en religión, en política, en amor y hasta en cosas muy pequeñas, sin que sean motivos para llorar. No lloro por mi antigua militancia política, pero los ojos se me aguan al pensar que pude estar más cerca de mis hijos, y no lo hice.

Me gustan las frases dichas por Stéphane Mallarmé (“Somos fracasados predestinados”); por Honorato de Balzac (“Las pavesas encendidas del vino de Champagne, esperado con impaciencia y abundantemente escanciado”); por Miguel Otero Silva (“Comeré pan, y beberé vino, y me sentaré a la mesa del prójimo si soy convidado de buena gana”).

Le preguntaron a Rita Levi-Montalcini, 101 años de edad, premio Nobel de Medicina 1986: ―¿Está preparada? Ella, responde: ―No hace falta. Morir es lógico.

*

Gabriel García Márquez y su novela histórica

―Te prometo, Antonio, que más nunca en la vida me meto a escribir una novela histórica. Fueron dos años en que lo único que estuve leyendo fueron libros de historia. En la cabecera de mi cama se amontonaron volúmenes y volúmenes hasta formar una pila enorme. Hoy conozco el método, pero, ¡más nunca!

Fue la confesión de Gabo al terminar la entrevista que le hice según mandato de mi cuñada Consuelo Mendoza, directora de la revista Diners de Colombia, para que sirviera de primicia a su novela El general en su laberinto, a punto de aparecer. La ocasión se presentó durante un almuerzo en el apartamento caraqueño de Rafael Di Prisco y Vilma Vargas, más la presencia de Soledad Mendoza, Simón Alberto Consalvi, María Di Mase y otros.

Gabo ha pedido los auxilios de una grabadora, y apenas moja los labios en una copa de vino blanco. De la cocina llegan los aromas de unos fettucine con salsa de hongos que prepara el dueño de la casa.

―Así fue como el general Libertador se convirtió en el centro de la obra ―confiesa―. Es la etapa más dolorosa de su vida, cercado por la ingratitud y la infamia. Llegó un momento en que la novela la escribía con rabia, hasta el punto en que se convierte en un libro vengativo contra todo lo malo que le hicieron a Bolívar en esa oportunidad.

―Tengo que confesar que me resultó difícil escribirla en sus comienzos ―agrega―. Es que yo no tenía ninguna experiencia en cuanto a investigación histórica se refiere, nunca me había puesto a manejar los datos históricos. Por eso llamé en ayuda a mucha gente, puse a trabajar prácticamente a media humanidad para las labores de la recopilación documental que me era indispensable.

―Fui aprendiendo a manejar la información historiográfica. Cuando necesitaba contrastar un dato nuevo con otro que ya había leído, me perdía porque no tenía ningún sistema de archivo, no llenaba fichas. Las biografías bolivarianas que leía llegaban apenas hasta el momento de su renuncia en Bogotá, y de allí en adelante todo es una pasiva agonía del general.

Insiste García Márquez en que no todo era pasividad, a la luz de sus cartas y otros documentos, y pasa a demostrarlo.

―Es verdad que llegó un momento en que dio un portazo y decidió marcharse ―reconoce Gabo―. Pero, a medida que bajaba por el Magdalena iba recibiendo noticias de la situación del país. Iban renaciendo sus esperanzas.

No debe olvidarse que, al descender por el Magdalena, Bolívar se acercaba más a Venezuela. Él iba en compañía de un séquito de brillantes generales venezolanos, que podían darle la pelea a Páez.

―Claro está, Bolívar estaba muy enfermo, pero solamente una fortaleza física tan sobrenatural como la suya pudo resistir ese viaje.

―Lo que va a salir para la lectura es la décima versión final, porque tuve que limpiar y limpiar cada versión anterior. Pero, a pesar de las podaduras, el libro creció, hasta llegar a las 300 páginas.

La entrevista con Gabo cristalizó gracias a sus vínculos con Caracas, con los Mendoza y el periodismo venezolano.

García Márquez reconoce la ayuda que le han prestado los historiadores. Es curioso el trato que tuvo con Vinicio Romero, apodado El Rey Zamuro. Obtuvo de él diversas explicaciones. Ejemplo: Gabo ha leído la carta de Bolívar a Santander donde acusa al presidente Riva Agüero y “su corte de canallas y ladrones” de tratar al Congreso peruano como al diván de Constantinopla. ¿Qué quiere decir con el diván de Constantinopla? Vinicio busca y rebusca y, por fin, le explica al Gabo que tal diván era una sala de justicia usada por los turcos en Constantinopla, según el Diccionario de autoridades de Cobarrubias. García Márquez lamenta la explicación, descarga el puño sobe la mesa y elimina lo escrito:

―Me escoñetaste el capítulo que había escrito porque le daba a esa expresión un giro pasional, como algo de alcoba.

También Vinicio le advirtió que Bolívar no pudo comer mango, porque no se le conocía para la época.

En realidad, fueron pocos los errores y las observaciones de este tipo, y el autor se excusa diciendo que varios de tales disparates habrían puesto unas gotas de humor involuntario “en el horror de este libro”.

Al principio Vinicio Romero no quiso cobrar por su ayuda, nunca llegaron a hablar de dinero. Carmen Balcells, la agente literaria, sugirió enviarle US$ 2.000. Gabo dijo que era muy poco y llamó él por teléfono a Vinicio. No estaba; lo atendió su esposa Carmen Mercedes. Ella explicó que no tenían apuros pero que querían comprar la casa donde estaban viviendo alquilados. Gabo, entonces, les mandó Bs. 400.000, y la quinta Sinfonía, calle Capri de la California Sur, pasó a ser propiedad de los Romero.

Así seguía Gabo anudando vínculos estrechos con Caracas, la que conoció hacía más de 20 años. Algún día, el edificio Roraima, avenida Guaicaipuro de la urbanización San Bernardino, lucirá en su fachada una placa que diga: “Aquí vivió, entre 1957 y 1958, el novelista colombiano y universal Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura 1982”. Es una calle estrecha, con escaso tráfico, cegada al sur por un muro que la separa de la Cota Mil. Al norte, colinda casi con el viejo Centro Médico de Caracas. En un apartamento del cuarto piso se residenció, recién llegado de París, atendiendo la oferta de Carlos Ramírez McGregor, director de la revista Momento, que le había bregado su amigo y compatriota Plinio Apuleyo Mendoza. Conocía a muy pocos venezolanos, aunque estuvo en el Festival Mundial de la Juventud de 1957 en Moscú, pero tampoco ninguno de los venezolanos allí presentes (José Rafael Núñez Tenorio, Manuel Espinoza, José Antonio Dávila, Abilio Padrón, Régulo Pérez, Armando Córdoba, Ligia Olivieri, Rubén Núñez, Flor Roffé de Estévez, Oswaldo Barreto, Pedro Duno, Zoyla Bayle, Hernán La Riva, Manuel y Emma Valladares, Lupe López, Clara Posani, Atahualpa Lichy, Rubén Ruiz, Sócrates Escalona, Eduardo González Estarriol, Jorge Arteaga, Manuel Guzmán, Buitrago y varios otros) lo recuerda.

Gabo estaba ahora con su recién casada Mercedes Barcha en el edificio Roraima. Pasaba casi toda la noche en el balcón, en calzoncillos, fumando a todo vapor hasta 40 cigarrillos diarios, y dándole sin compasión a una retumbante máquina de escribir. Gabo escribía sus cuentos y sus novelas, que metía en cajones o en una maleta. No encontraba editor, la fama estaba lejos.

En la redacción de Momento formó un grupo con Plinio, Paúl de Garat y Karmele Leizaola. Tenía 29 años. Y amplió sus amistades al trabajar en El Nacional.

En el Roraima escribió su mejor cuento, lo dice él mismo: “La siesta del martes”. Lo envió al concurso de cuentos del diario El Nacional, y no ganó. A pesar de todo, García Márquez confesó una vez que una de sus más hermosas frustraciones fue la de “no haberme quedado a vivir para siempre en esta ciudad infernal”.

Volviendo a mi entrevista para la revista Diners de Colombia. Gabo le puso fin así:

―Hace media hora (es decir, las 12 m del viernes 10 de febrero de 1989) considero que he terminado definitivamente El general en su laberinto.


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