I

Abir castillos

Por dondequiera, en hojas, tu albedrío

hasta en el mar creciendo tu corona

y en cada hoja la estación de gloria

abre un castillo al ciervo del estío.

Y el más celeste junio vuelve y perdona

llamas al viento, nieve a la memoria

José Lezama Lima

Abrir castillos al ciervo del estío

es hermosa obsesión.

El estallido de un bucare, el de un araguaney:

sol sobre los muslos de la diosa,

pero también frontera, coyunda entre uno y otro Paraíso;

el amor es uno solo.

Abrazar con las cejas es cándido, y fatiga.

¿Cuántos alcanzan, sin abandonar su cuerpo

la visión que solo tras dejar el cuerpo es cosa común?

¿Solo la mujer tiene una casa inmensa en los oídos?

Aguas del sol, araguaney:

¿una voz de torrente y duraznos

es don del alma contemplativa?

No conozco las flores de durazno,

pero me han dicho que con el agua huyen, que corren siempre,

y es casi imposible hallar la gruta al pie del torrente.

La voz podemos hacerla nuestra, nuestra voz:

lo único, nos dicen, que permanece intacto después de la muerte.

¿Quién ha de morir, falena azul?

Tú eres el invisible regato,

el rostro anochecido,

pero este cielo es el único azul incandescente.

Cielo y araguaney, sol sobre los muslos de la diosa,

¿qué piélagos respiro?

Pero el púrpura azurado, ¿asciende o desciende?

¿Dónde está nuestro rostro?

Uva, estrella nocturna, guardián del alma:

son plaza fuerte las constelaciones, luz de la otra mitad

tras la invisible corriente.

A veces, entre felices y abatidos,

pensamos que todo es un castillo,

porque ante la súbita visión de cualquier cosa se realiza lo indescriptible.

Pero tal vez no es así,

tal vez hay visiones en las que reside un tesoro.

¡Quién soñara con vino!

El agua es mayor que el vino, ciertamente,

pero su ciencia verdadera no la podemos conocer,

si no hemos conocido la del vino.

Tan solo aquí el azul es incandescente.

Este sol y sus aguas, los montes, el azul anegado,

¿nos elevan al fin? ¿Nos anclan aquí como nunca? ¿Qué es esto?

Amores de cóndor, ¿qué son?

¿Somos o seremos caparazones de chicharra

porque las aguas del sol fatigamos

abriendo murallas del Misterio?

Vino, aliento y tiempo, ¿una sola palabra? Difícil es saber.

Primero se conoce el vino.

Misterio y Vino tienen la misma cifra.

II

Otra vez

¿Qué vino ofrendan las buganvilas?

Y el lirio invisible y amarillo en su entraña, ¿cuántos rostros evoca?

¿Por eso las llamamos trinitarias?

El calor del sol se hace vino, con el jugo de la vid,

no solo en la Edad de Oro.

Para el mundo creado,

la Edad de Oro no es un recuerdo.

Singular cosa es nuestra alma.

Habitar susurros como velámenes es el cuerpo glorioso, Joseíto:

¿cuál es su edad?

Meter las manos en el costado

en mitad de la luz que arrulla, incluso nace de las piedras,

ojos abiertos, peces o agua luminosa,

parece cosa de otro lugar, un desierto más y menos áspero.

Colinas peladas, trinitarias y su luz eucarística,

tierra rosada incluso, e hilos de agua,

nos aparejan a las frías provincias: una Anunciación frágil, feminil,

y el León, fuera de la cueva, a los pies del mensajero.

Tú lo supiste, porque adivinabas en el rosa de los terrones el consuelo del cuerpo triste,

mientras decías:

Códice el aire en su miniado pliego

III

Misterios

Ya en tus oídos y en sus golpes duros

golpea de nuevo una larga playa

que va a sus recuerdos y a la feliz

cita de Apolo y la memoria mustia.

Una memoria que enconaba el fuego

y respetaba el festón de las hojas al nombrarlas

el discurso del fuego acariciado.

José Lezama Lima

¿De qué color es el fuego que acariciamos?

¿Quién lo dice: nuestro amor o la hiena?

La hiena, el vidente profundo, sabe quizás mejor que ninguno

cómo podemos, al mismo tiempo, durar y arder.

La sabana nocturna y calcinada, donde brillan sus ojos,

¿es tal vez como los paisajes que en los éxtasis con nuestra amada entrevemos?

Un día nos destina a la sal, nuestra única Isis:

no hay cantares de gesta como los suyos.

Pero en las playas donde resucitamos, ¿hay espejismos?

Solo son puertas abiertas, quizá.

¿Qué tinajas de piedra, blancas como cúpulas, como la luz del día,

guardan el agua de Proteo?

Muros invisibles,

¿no circundan la mar que está detrás de los desiertos?

¿Damos con un mundo que se mueve,

agua de veras mujer?

Dicen los fuegos: la imagen de una persona muerta

nunca es vista cavando la tierra.

¿De qué color es aquel fuego, Joseíto?

El vino ha de convertirse en agua, nuevamente.

Pero los ojos infantiles, ciegos por el agua y por el cielo,

rondan o recuerdan el color de aquel fuego, marfil o flor de jacaranda,

puerta vesperal.

Los ojos ciegos por el agua y por el cielo

son los que más quieren pintar la luz,

pero aún somos muy niños para escucharla.

De todo árbol nace el epitalamio.

¿Dónde está nuestro rostro?

Si apenas la copa es el rostro de Aquel, que nadie verá,

si ya ante el pavimento de zafiro a sus pies se tiembla por la vida,

¿habrá gestos, que ya no palabras, para el licor?

Solo podría decirse que es la llamada verídica.

La copa es el rostro de Aquel, nos han dicho.

La música de los espejismos es burbuja

en la música del vino, pleamar,

siempre menor y mayor.

No hay que maravillarse de lo sucedido en una ocasión remota, nos dicen,

sino de que esto a diario suceda:

el mejor vino lo guardan

para el final de la boda.

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Poema inédito del Tercer Libro de los Entusiasmos.


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