Desde los tiempos, ya muy remotos, de Alonso de Palencia y de Antonio de Nebrija, los célebres humanistas filólogos del siglo XV, autores de los repertorios fundacionales más virtuosos de la lexicografía española de su tiempo, tanto escritores como filólogos entendían la tarea conjunta de describir la lengua desde la solo en apariencia divergente mirada que unos y otros podían aportar. Al contrario, los saberes entre esas dos artes de la lengua se trasvasaban con naturalidad, pues en este tiempo –no hay que olvidarlo–, las fronteras, casi siempre dañinas, entre la estética y la ciencia de la lengua no estaban claras. A las gramáticas se las conocía como “artes” en la gesta de ordenar los principios que regían la lengua y los diccionarios se asumían tutelados por unos patrones estéticos de elaboración que respondían a los cánones flexibles y rigurosos de las artes en general.

Como clausura de este exitoso VIII Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), quisiera esbozar algunas ideas sobre esta materia y aportar algunos nombres de autores que auspiciaron las delicias de lo que hoy llamados panhispanismo lingüístico, es decir, una comprensión de nuestra lengua ajena a cualquier forma de imposición hegemónica, ideológica, nacional, regional o parcial, que no estime lo que el español tiene hoy de unidad y cohesión tanto como de variedad y diferenciación; los innegables valores máximos de nuestra lengua.

Mi primera mención va a ser, una vez más, para el filólogo, poeta y escritor caraqueño Andrés Bello, quien en 1847, cuando publica su Gramática de la lengua castellana, destinada al uso de los americanos, deja asentados los principios del panhispanismo de la lengua en los que todavía seguimos creyendo y que aun desarrollamos en nuestra praxis descriptiva. Despliega sus ideas en uno de los pasajes más conclusivos sobre su credo panhispánico, tomado del prólogo de la obra antes mencionada. Refiere Bello en ese pasaje de la conservación de una lengua patriarcal, hablada en Castilla, y la entiende integrada a la lengua que se hablaba al otro lado del Atlántico. El resultado de su argumentación será la definición de la lengua como medio de comunicación providencial y como vínculo de fraternidades “entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes”. Despeja equívocos, al decir que alabando la lengua de la península no pretende desmerecer la de América. Y esto no es más que la declaración de un panhispanismo inteligente que reconoce el todo unitario del español y que estima, al mismo tiempo, la nutricia particularidad de sus realizaciones regionales. De una u otra manera, la trayectoria del bellismo, heredero racional de las ideas del sabio, que nace el día en que fallece el sabio y que perdura hasta hoy en todas las tradiciones de estudio del español,  ha gestado la más constante y sistemática acción panhispánica para la comprensión de nuestra lengua. El panhispanismo de Bello es un gesto de liberación cumplido por su obra gramatical frente a la gramática latina, a la gramática general, a la gramática filosófica, a las leyes naturales del lenguaje, al metalenguaje críptico de la gramática tradicional, al purismo lingüístico y, finalmente, a cualquier especie de apropiación hegemónica de la lengua.

Culminadas las independencias, los afanes liberadores irán trocándose en conservación de los valores máximos del hispanismo, en una suerte de sostenimiento de las raíces españolas que anidaban en la configuración latente y profunda de Hispanoamérica. En lo lingüístico, está más que claro que los movimientos en contra del purismo y su sabor de rancio casticismo fueron una manifestación de instalación de los caracteres supremos de la lengua en la fundación de las nacientes repúblicas y también en muchos de los textos matrices por los que se regirían. El credo constitucional republicano, ordenador de las nuevas naciones, vendría a convalidarse con el cuerpo social prescrito por los manuales de urbanidad que regulaban el comportamiento público y privado de los ciudadados. La gramática sería invocada como necesidad de corrección de la lengua nacional y como reflejo ético de sus hablantes. Habría que observar en esta triple entidad genérica la filosofía de los nuevos tiempos, ganados más por una prudente continuidad que por una ruptura drástica y total, como suele creerse desde la hipérbole de la gesta independentista.

Los diccionarios americanos quisieron destacar los elementos diferenciadores entre el léxico del español americano y el léxico del español peninsular, en una comprensión de contraste entre lo castizo y lo corrompido. Nacía la lexicografía contrastiva del español. Sin embargo, pocos triunfos se alcanzaron desde estas parcelas, pues el léxico americano crecía libre, entre usos nobles y noveles, y ganaba terreno como expresión propia gracias a una lengua, ni tan igual ni tan diferente, que forjarían las naciones nuevas en su empeño de novedad liberadora. Sin mayores conflictos, también hay que decirlo, el elemento indigenista iría creciendo para resaltar su presencia léxica en el español americano con voces procedentes de las culturas aborígenes.

La lingüística americana del siglo XIX sería, pues, hispánica, al librar casi todas sus batallas en torno al purismo de la lengua, pervivencia de modos imperiales anacrónicos; y también lo sería indígena, entonces, al insistir en la presentación de modos ancestrales vivos, recogidos muchos de ellos en las obras de los misioneros filólogos coloniales. Esta lengua española nueva y libre florecería en Hispanoamérica no gracias a la colonia, sino gracias a la independencia, y lo haría por ser hispánica y por ser indígena. En In/mediaciones, Octavio Paz, al buscar explicación sobre el momento auroral de la literatura hispanoamericana hablará de un “diálogo de dos literaturas al interior de una misma lengua”. Pues bien, algo parecido tuvo que suceder con el español en América, en donde al interior de una misma lengua española se llevó a cabo el diálogo de dos lenguas, tan genuinas la una como la otra. Paz dirá también que “los escritores hispanoamericanos han cambiado al castellano y ese cambio es, precisamente, la literatura hispanoamericana”. Siguiendo la misma ecuación, ahora lingüística, los hablantes hispanoamericanos cambiarían el castellano y ese cambio iría a definir el español americano. Estaba naciendo, también, una lengua cuyo devenir sería la igualdad en la diferencia.

En este sentido, se escribieron centenares de libros, artículos y estudios dedicados a la lengua española y al destino afortunado de su uso americano (esto último lo ha dicho Lezama Lima en La expresión americana, año 1957). Este ciclo quedaría cerrado, formando un círculo perfecto, cuando el hispanismo profundo con el que comienza el siglo XX se convierta en un modo de hispanismo compartido por todos, carentes de consignas excluyentes y extrañado de todo debate que no llame a la unidad. Estaba naciendo el panhispanismo como hoy lo entendemos y que hoy nos sirve para explicar los valores máximos del español como lengua simultáneamente unitaria y diversa y como vehículo de expresión de todos y de nadie.   

Inspirados por estos logros, muchos escritores y muchos linguistas, desde la más diversa geografía del pensamiento en español, hicieron constar su interés por los temas de la lengua común, su malestar por la injerencia de lenguas foráneas, su preocupación por la innecesaria diferenciación regional y su propósito por preservar, no ya la pureza de la lengua, sino su espíritu, su naturaleza, su carácter y su expresión.

Declarados seguidores del credo panhispánico o latentes cultivadores de su efecto benéfico, son muchos los nombres de notables autores que hoy podríamos mencionar. Filólogos y escritores en igualdad de condiciones críticas y en paridad de pensamiento harán sus contribuciones a la campaña en favor del español como lengua panhispánica; un abierto rechazo al nacionalismo purista que desde el siglo XIX venía enturbiando este campo de comprensión, al sustentar que el español de España regía la norma de comportamiento de la lengua. Estábamos muy lejos del panhispanismo actual, que deposita en la teoría y praxis del policentrismo normativo, su más acertada manera de entender el desarrollo y expansión del español en el presente.

Opuestos a todo purismo, casticismo, nacionalismo, exclusivismo y fanatismo de la lengua y en sintonía con visiones lingüísticas abiertas y liberadoras, podemos hoy vindicar a algunos de los más conscientes defensores del español como lengua de todos, desde el final del siglo XIX y durante todo el siglo XX. Será en Hispanoamérica donde el panhispanismo lingüístico se manifieste primero y con más fuerza. La muestra que sigue sacrifica exhaustividad por selectividad.

Las primeras menciones tienen que ser para los patriarcas de las letras americanas: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Hostos y Rodó; siguiendo la dorada nómina que ha establecido Pedro Henríquez Ureña, a la que solo le hemos agregado el nombre del “Ciudadano de América”, cuya Moral social se publica el mismo año que Azul. El panhispanismo de Bello ha quedado expresado con señas fundacionales. Sarmiento sostenía que “el idioma español que ha dejado de ser maestro para tomar el humilde puesto de aprendiz, i en España como en América se vé forzado a sufrir la influencia de los idiomas estraños que lo instruyen i lo aleccionan”. Montalvo será esclarecedor y vindicativo: “Se quejan los españoles de que los suramericanos estamos corrompiendo y desfigurando la lengua española, y no están en lo justo”. Martí hará que el novedoso español americano forme parte de su concepción de “Nuestra América”: “no hay que invalidar vocablos útiles, ni por qué ajar en la faena de dar palabra nuevas a ideas nuevas”. Darío perfecciona la advertencia grabándola con letras de fuego: “Tened cuidado. ¡Vive la América española!”. Hostos, en su Hamlet, construye la revolución de la lengua española al interior de la literatura inglesa en su crítica a la obra revolucionaria de Shakespeare: lo inglés en español y no lo español en inglés como hoy, quizá, haríamos. Finalmente, y con una mesa tan bien servida, llegaría Rodó cuyo Ariel contagió como una fiebre toda la sabiduría americana frente al peligro inminente del neocolonialismo del norte.

La semilla libertaria de los patriarcas fecundaría todos los campos lingüísticos americanos, clamando por la implantación de la igualdad y de la unidad. El temor a la disgregación llamaba a la cautela y al hispanismo. Así lo defenderían los epígonos bellistas Rufino José Cuervo, con su alerta ante la fragmentación del español en América; y Manuel González Prada, con su puesta en práctica escrituraria de la ortografía de Bello, como más tarde lo haría desde su España americana Juan Ramón Jiménez, y que sostenía que “el escritor ha de hablar como todos hablamos”. Por su parte Unamuno, gracias a su americanidad, que en su tiempo valdría tanto como nuestro panhispanismo de hoy, dirá: “Y en español quiere decir en la lengua hispánica hoy patrimonio de una veintena de naciones y á cuya vida contribuyen todas sin monopolio de ninguna de ellas”(1).

Una nueva escritura parece desarrollar, desde las primeras décadas del siglo XX y hasta bien entrado el siglo, un credo panhispánico cada vez más sólido. Entre tantos, pueden servirnos los ejemplos de tres muy grandes: Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Gabriela Mistral. El maestro dominicano en su Historia de la cultura en la América hispánica, de 1947, constataba la unicidad panhispánica de la lengua, al afirmar que: “todo nativo de América que hable español, sea de México o del Ecuador o del Paraguay, se entiende sin dificultad con cualquier nativo de Castilla, de León, de Extremadura o de Andalucía”(2). El sabio Reyes, goethiano y gongorino a la vez, se pregunta, en un ensayo de 1959 titulado “Nuestra lengua”: “¿Acaso, como se ha afirmado, se siente América menos dueña de la lengua que España?”(3). Finalmente, la poeta máxima Gabriela Mistral promueve ideas sobre la doble gesta que se libra en hispanoamericana contra la política y a favor del idioma. Fortaleza y unidad y dominación y complejo, tanto contra política de la lengua aparecían en el escenario del español auspiciando un cambio de evaluación situacional y, también, invocando un nuevo modo de promover el orgullo por la lengua.

Este complejo proceso que habían emprendido en solitario escritores americanos y españoles y que luego continuarían filólogos de todo el mundo hispánico, estaría amparado, aunque no siempre se lo viera con claridad por la tarea que las academias vinieron a cumplir en Hispanoamérica desde finales del siglo XIX, cuando, bajo el impulso de la Real Academia Española, año 1871, se comienzan a fundar las corporaciones correspondientes de la institución madrileña.

Si quisiéramos periodizar los tres momentos del hispanismo de la lengua hasta ahora cumplidos del todo o en marcha, daría como resultado el establecimiento de tres categorías conceptuales, caracterizada cada una de ellas en un tiempo histórico específico o nacidas en algún momento determinado de la historia de nuestro hispanismo. El primer momento sería el de la consciencia panhispánica en la obra de escritores y hablantes ganados por los contrastes entre la negación de la diversidad y la comprobación de la unicidad de la lengua. El segundo momento lo marcaría el reconocimiento panhispánico logrado desde la filología tradicional y la lingüística moderna, que establecería al español como patrimonio común y que avalaría la ejemplaridad panhispánica americana y combatiría la supremacía anacrónica del español peninsular. El tercer momento sería el de la responsabilidad panhispánica y quedaría sellado, en consonancia con el tiempo presente, con la actuación de las academias de la lengua y de la asociación que las reúne como parte de una historia, una filosofía, una metodología y una administración panhispánicas.

Más arriba hemos testimoniado con ejemplos memorables los aportes del primero de estos momentos panhispánicos, el de su consciencia en escritores patriarcales y maestros del idioma en América. Para el segundo momento, ese del reconocimiento que desde España y América se cumplió con los postulados de figuras filológicas no menos memorables, tales como Eugenio Coseriu, Rafael Lapesa, Antonio Tovar, Ángel Rosenblat, Manuel Alvar y Dámaso Alonso.

Coseriu será el primero de los modernos en abrir la espita de la filología panhispánica al señalar que “Madrid es la capital de España, pero ya no es la capital del español”(4).

El maestro Lapesa, sabio conocedor de la historia de la lengua, compondrá un heptálogo de situaciones y proposiciones que tienen que reconocerse y cumplirse, principalmente  desde España, para que la materia panhispánica quede asentada:

 “Meditemos sobre las ideas rectoras, comportamientos y tareas sin los cuales dejará de estar en España en el gobernalle de la lengua española. Yo me atrevería a resumirlos en los siete punto siguientes:

1) No sentirnos dueños del idioma, sino servidores suyos.

2) Admitir y proclamar que la versión culta peninsular de nuestra lengua no es la única legítima: tan legítimas como ella son las versiones cultas vigentes en cada país hispanoamericano.

3) Rechazar la tendencia pueblerina a caricaturizar o menospreciar los modos de hablar español admitidos en otros países del mundo hispánico.

4) No erigirnos en únicos herederos de la tradición lingüística y literaria hispánicas.

5) Consecuentemente, admitir y proclamar que nuestros clásicos de todas las épocas lo son también para los mejicanos, cubanos, colombianos, peruanos, argentinos, etc., etc.

6) Admitir y proclamar igualmente que los clásicos hispanoamericanos antiguos, modernos y actuales lo son también para nosotros.

7) Aplicar estos principos a todos los grados de enseñanza”(5).

Tovar, con su habitual brillantez, formula la concepción sobre el policentrismo de la lengua. Sus palabras no nos permiten equivocarnos: “nuestro idioma tiene ahora múltiples centros, y el arte de los escritores y los maestros es mantener en equilibrio la unidad del idioma”(6).

Rosenblat recogerá el sentir general hispanoamericano al señalar que “los hispanoamericanos somos tan amos de la lengua como los españoles”(7). Mientras que Alvar asumirá el panhispanismo como caballo de batalla de su ensayística filológica y como plataforma de una conciencia histórica y de una ciencia del lenguaje que permita comprender que la riqueza de la lengua radica en sus diferencias y no en sus igualdades: “Lengua de todos por igual, como lo fue en el siglo XVI, tan propia de los que se quedaron en Europa, como de los que se vinieron a América”(8). 

El segundo momento se cierra con palabras de Dámaso Alonso pronunciadas al momento de recibir el Premio Cervantes, el año 1978: “Tenemos que trabajar por la lengua. No movidos por un sentimiento nacionalista. Es un sentimiento de hermandad de veinte países. Nada de nacionalismos aisladores. Trabajaremos por nuestra lengua con un sentimiento de veneración y respeto como el que suele existir alrededor de un niño al que le espera un gran destino. El destino de nuestra lengua es el de ser vínculo de hermandad, de paz y de cultura entre los cientos y cientos de millones de seres que, en proporción siempre creciente, la han de hablar en el siglo XXI y en los siglos y siglos de un larguísimo porvenir”(9). 

Finalmente, el momento presente, tercero en nuestra periodización del panhispanismo lingüístico, viene a ser el que protagonizan las academias de la lengua. Con una reflexión sobre el papel que cumplieron en el pasado y sobre el que cumplen en el presente cerraré mis palabras en esta clausura del VIII CILE.

Nacidas en su mayoría en un tiempo en que el español en América se creía en riesgo frente al auge que ya era más que real del inglés en los ámbitos cotidianos y en donde la presencia de anglicismos, bien o mal adaptados a nuestra lengua, campeaban a sus anchas, se pensó –y bien–, que replicar corporaciones con objetivos similares a los de la Real Academia Española en toda la vasta geografía del español frenaría el auge del inglés y controlaría las intromisiones de voces y frases anglosajonas en el español de finales del siglo XIX y de comienzos del siglo XX. Este cometido se cumplió y academias como las de Panamá y Puerto Rico, primero, y luego la de los Estados Unidos, junto al resto del conjunto de corporaciones, se abocarían a estudiar y a orientar los movimientos anglicistas del español. Se había instalado para siempre la defensa de la lengua, como meta de las academias, y ello quedaba a las puertas de la vocación panhispánica y de los señalamientos sobre la unidad y diversidad que ya se ordenaban desde la filología española y desde la ensayística literaria hispanoamericana. Escritores, filólogos y academias unidas por vocaciones y metas comunes.

El año 1951 marcaría el momento feliz en que se crea, en México y por iniciativa del presidente Miguel Alemán y del director de la Academia Mexicana Alejandro Quijano, la Asociación de Academias de la Lengua Española, que desde ese momento sería el órgano para hacer sólida la cohesión de las corporaciones y para establecer las políticas panhispánicas y sus métodos. Desde este momento y hasta el presente, la ASALE ha ejercido la rectoría de los proyectos panhispánicos de descripción del español al llevar adelante las más notables investigaciones y al producir algunos de los productos más meritorios que se recuerden: las ediciones del DLE, el  diccionario de americanismos, la NGLE en sus distintas versiones, las ortografías en sus variadas entregas, la composición de los corpus de la lengua, los libros de estilo, las ediciones conmemorativas de importantes escritores en español, la colección clásicos ASALE, el auspicio de la Escuela de Lexicografía Hispánica, de donde cada año se forman algunos de los mejores talentos lexicográficos del presente, la organización de los congresos de la Asociación y la coorganización de los Congresos Internacionales de la Lengua Española.

Sin panhispanismo no es posible hoy llegar a ningún acuerdo en materia de comprensión, descripción y divulgación del español. Sin panhispanismo no sería posible la propia ASALE, pues todos sus empeños institucionales son fraseados y ejecutados para mantener activo el principio de que el español es grande por su diversidad y de que ninguna modalidad del español debe brillar por encima de otra. La ASALE es esta preciosa institución, suerte de corporación de corporaciones, ocupada de la unidad y la diversidad de la lengua y que está regida por la concordia y la igualdad en cada una de sus facetas y quehaceres.

Como secretario general de la ASALE felicito a los organizadores de este congreso y agradezco a todas las instituciones y personas que han logrado que sea ya inolvidable.

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Notas

(1) Miguel de Unamuno. “Lengua y patria”. En Mercurio, New Orleans, 1911. [Fondo Miguel de Unamuno: Biblioteca Digital, Universidad de Salamanca].

(2) Pedro Henríquez Ureña. Historia de la cultura en la América hispánica.

(3) Alfonso Reyes. “Nuestra lengua”. En Visión de México. Ciudad de México: Academia Mexicana de la Lengua, 2016, tomo II, p. 881. Edición, estudio y notas: Adolfo Castañón.

(4) Eugenio Coseriu. “El español de América y la unidad del idioma” [1944]. En I Simposio de Filología Iberoamericana (Sevilla, 26 al 30 de marzo de 1990) [Facultad de Filología, Universidad de Sevilla]. Zaragoza: Libros Pórtico, 1990, p. 72.

(5) Rafael Lapesa. “Unidad y variedad de la lengua española”. En El español moderno y contemporáneo. Estudios lingüísticos. Bacelona: Crítica/ Grijalbo Mondadori, 1996, pp. 338-339.

(6) Antonio Tovar. “Destino del castellano en América (Una lección, 1958)”. En Lo medieval en la conquista y otros ensayos americanos. Madrid: Seminarios y Ediciones, S.A., 1970, p. 122.

(7) Ángel Rosenblat. “El castellano de España y el castellano de América: Unidad y diferenciación” [1963]. En Estudios sobre el español de América, ob. cit., tomo III, p.237.

(8) Manuel Alvar. “América, unidad y grandeza del español”. En Por los caminos de nuestra lengua. Alcalá de Henares: Universidad de Alcalá de Henares, 1995, p. 159.

(9) Dámaso Alonso. “Discurso en la entrega del Premio Cervantes 1978”. En Dámaso Alonso. Premio “Miguel de Cervantes” 1978. Barcelona: Editorial Anthropos/ Ministerio de Cultura, 1988, p. 67.

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Palabras de clausura del VIII Congreso Internacional de la Lengua Española, Córdoba-Argentina, que tuvo lugar entre los días 27 y 30 marzo de 2019.


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