La obra de Adalber Salas Hernández como poeta incluye, entre otros títulos, Extranjero (2010), Suturas (2011), Heredar la tierra (2013), Salvoconducto (2015), Río en blanco (2016) y La ciencia de las despedidas (2018). Su labor paralela como traductor de poesía ha merecido, igualmente, el reconocimiento de numerosos lectores y críticos. Ambas facetas de su producción dialogan de un modo mucho más íntimo en [a love supreme], recientemente publicado. La intimidad podría incluso definirse como liminaridad: el contrapunto establecido entre la traducción de sonetos de Shakespeare y la escritura personal de Salas pronto se transforma en la exploración de una zona intermedia donde las identidades de los autores ceden a la realidad superior del lenguaje. El resultado es la consolidación de una subjetividad que no sabe –que no quiere– desprenderse de los signos, en los cuales parecen reposar las formas auténticas de la vida.

MIGUEL GOMES: ¿Por qué Shakespeare, por qué hoy, por qué Shakespeare hoy en manos de un poeta hispanoamericano que, específicamente, está en deuda con una tradición nacional como la venezolana?

ADALBER SALAS: Diría que hay más de una respuesta a esa pregunta. La primera respuesta sería: por el lugar canónico que Shakespeare ocupa en nuestro imaginario, como occidentales, como latinoamericanos y como ciudadanos de un país que se encuentra en el traspatio de Occidente. Shakespeare como sinónimo de lo literario, de lo inamovible de la literatura. Entonces la tentación de traducirlo y retraducirlo, de versionarlo y envenenarlo, se hace irresistible. Reescribir a Shakespeare es una manera oblicua de dialogar con la tradición poética venezolana, de apropiarse de él desde ella, de contaminarlo con una lengua que le era enteramente ajena. Arrancarlo de la tumba lujosa que le ha deparado la historia de la literatura y ponerlo a bailar a un son que era inimaginable en su tiempo.

La segunda respuesta sería: para saldar una deuda. La primera vez que tomé consciencia de estar leyendo una traducción fue cuando, a los trece años, intenté leer Hamlet. Pero me fue imposible: los personajes hablaban en un lenguaje indigesto, falsamente arcaizante. El traductor –dios lo tenga en su santa gloria– había pretendido dar a Shakespeare un aire de Siglo de Oro español, pero sin gracia alguna, sin ingenio: el texto se leía como una parodia mal encaminada. Al empezar con [a love supreme], quise rendir una suerte de homenaje privado a ese momento que me hizo percatarme de cuán delicada es la operación efectuada por el traductor.

MG: Shakespeare y el jazz. Encabezas el libro con un título y un epígrafe que enlazan el renacimiento tardío o el primer barroco con John Coltrane. Elige una de estas opciones, o descártalas todas de plano, razonadamente: (a) se trata de una boutade, intento de arrancarnos sonrisas inteligentes; (b) se explica por un arranque neovanguardista que pretende “espantar al burgués” o incomodar las sensibilidades tradicionales; (c) ha sido, más bien, una orden que emergió directamente del inconsciente y obedeciste por motivos que solo después se te han hecho claros.

AS: Descartaría las tres opciones y, en cambio, ofrecería una cuarta. El título y el epígrafe de [a love supreme] enlazan a Coltrane con Shakespeare porque el proyecto mismo le debe mucho a Coltrane y a mi cercanía con el jazz. La idea de tomar algunos sonetos de Shakespeare y traducir cada uno numerosas veces se sintió como una suerte de jam, como si estuviera tocando improvisadamente con un fantasma, con el espectro que había escrito los poemas sobre los cuales yo ejecutaba variaciones. Tema y variaciones: traducción musical que depara toda suerte de hallazgos. Además, bien podría trazarse una analogía entre la exuberancia sonora de Coltrane y el descollante ingenio verbal de Shakespeare: dos formas de exceso del sonido y del sentido.

Por otro lado, A Love Supreme, el disco de Coltrane, es una obra atravesada por el amor divino, mientras que los sonetos de Shakespeare son variaciones sobre el amor profano. En mi caso, [a love supreme] puede ser leído, entre otras cosas, como una larga carta de amor al oficio de la traducción.

MG: Cuando tratamos de captar qué hay de literario en el ejercicio de la traducción o cómo creación y traducción literaria se enriquecen mutuamente, la experiencia casi carnal del lenguaje se hace obligatoria. Jacques Derrida lo dijo con una llaneza de la que –conociéndolo– se habrá sonrojado después: más que el sentido de un texto, una traducción nos enseña “que hay la lengua, que la lengua es la lengua” (qu’il y a de la langue, que la langue est la langue). ¿En qué sentido crees que el ejercicio transcreador de [a love supreme] puede apuntar a la materialización del lenguaje insinuada por Derrida?

AS: [a love supreme] está señalando constantemente un hecho que todos experimentamos a diario, aunque se halle tan naturalizado que difícilmente nos percatemos: la lengua no es ingenua, no es gratuita, no es invisible. La lengua es un terreno repleto de opacidades, vaivenes, pasadizos. Hablar, escribir, son prácticas que nos enfrentan con esa permanente vacilación del sentido. [a love supreme] es un libro escrito en ese titubeo, en la grieta misma ente la intención y la palabra pronunciada o escrita. En el hiato entre una lengua y otra. Un texto que, enunciado desde ese intersticio, llama la atención sobre un hecho: no existe tal cosa como el monolingüismo. Ninguna lengua existe con independencia de las otras. Y, sobre todo, la lengua no pertenece a nadie… Lo sintetizaría de la siguiente manera: [a love supreme] es el pasaporte que certifica que soy un ciudadano de Babel.

MG: Quienes más enaltecieron las empresas de traducción, quienes más le dieron rango creador, acaso hayan sido los renacentistas, barrocos y neoclásicos, siempre estimulados por el aprendizaje de los antiguos. Sospecho, en cambio, que la entronización romántica de la “originalidad”, del individualismo, depreció y despreció un poco el arte de la traducción literaria. Los prerrománticos entendían la traducción como imitatio, en la acepción más digna de esta palabra: emular sin reemplazar, porque el propósito era rendir homenaje mediante la variación. Sospecho que tu paradigma creador está muy cerca del prerromántico. ¿Alguna vez te has detenido a pensar en estos asuntos o no ha mediado ningún cálculo en esta confluencia de tu sensibilidad con la anterior al siglo XIX?

AS: En varias oportunidades, de hecho. [a love supreme] es también el producto de una continua investigación en torno al fenómeno de la traducción, así como de una práctica continua en el área. No obstante, buena parte de mi trabajo como traductor ha sido más “tradicional”, procurando acercar mi texto al original, a medio camino entre el sonido y el sentido. Tal como mencionas, cierto romanticismo, tendiente a exaltar una noción específica del genio individual, vio la traducción como un arte menor, una especie de sucedáneo o apéndice de la creación literaria. En ese sentido, he hallado algunas de las propuestas más interesantes sobre la traducción en textos teóricos pertenecientes a siglos anteriores –aunque el siglo XIX está repleto de traductores notables, cuyas ideas con respecto al oficio solo podrían llamarse temerarias: baste pensar en las traducciones de Poe que hace Baudelaire–, materiales para pensar qué clase de efecto puede tener la traducción en el texto original, cómo puede empujarlo, doblarlo, torcerlo, reescribirlo, reinventarlo, dibujarle nuevas fronteras.

Hay algo más: la imitatio da por sentado un hecho que hoy resulta más bien extraño a muchos lectores, escritores y editores: que una obra debe ser traducida muchas veces, de distintos modos. Pareciera haber una especie de mandato, tácito y simplista, que prescribiera una sola traducción por obra –que proscribiera la multiplicación de las traducciones–. Estoy convencido de lo contrario: cada obra precisa numerosas traducciones, tantas como sea posible. Cada traducción da nueva vida al texto, le enseña a respirar de una manera que antes le era desconocida. Sostener que basta una traducción por obra es disminuirla, coartarla.

MG: Lo que dices nos obliga a recordar que demasiado se ha reflexionado sobre la imposibilidad de transportar de un idioma a otro (incluso si son muy parecidos) el vocabulario o los efectos de este en el lector. El traductor cuya labor disfruto suele desarticular las expectativas de fusión con el origen que él o su lector sienten; renuncia a la autoridad tradicional de muchos colegas que acumulan capital simbólico aprovechándose de la fe de un público resignado a jamás salir de Babel. He sentido todo esto leyendo [a love supreme]. Pero buena parte de tu público –sospecho– puede ya leer inglés, así que mi impresión es que tu libro apuesta a un umbral específico, el de la experiencia bilingüe (o políglota). ¿Qué importancia tiene para nosotros explorar esa zona? Y puedes tratar (o maltratar) como quieras una palabra tan elástica como “nosotros”.

AS: Me gusta ese nosotros: me parece que, en cierta medida, todo libro busca precisamente esa primera persona del plural: fundar una comunidad breve, transitoria. Articular un encuentro. [a love supreme] no es la excepción, también procura un nosotros conformado por lectores y textos. Sin embargo, no busca establecer una relación unidireccional, donde el texto alcanza a los lectores y les entrega algo, un contenido, un sentido; sino una relación múltiple y simultánea, que incluye al lector en una constelación donde diversas lenguas, formas textuales y mínimas referencias culturales se entrecruzan, se vinculan entre sí. [a love supreme] pretende formar con el lector un nosotros que, explorando la experiencia políglota en un sentido muy amplio –variación entre las lenguas, pero también variación de lenguajes en el seno mismo de esas lenguas–, esté compuesto por una pluralidad de elementos, todos capaces de articular sentido.

MG: Tu poesía como solista –me imagino que deberíamos usar estos términos, para distinguirla de lo que ocurre en [a love supreme]– había estado alejándose del Eros debido a una inmersión casi frontal en conflictos propios del Ethos. De ninguna manera sugiero que el Eros haya desaparecido de poemarios como Salvoconducto o La ciencia de las despedidas, aunque pienso que se contemplaba desde miradores colectivos, no los mismos que predominan, por ejemplo, en Extranjero o Heredar la tierra (que desarrollan a fondo, aclaro, el Eros familiar: un amor no sexual). ¿Este regreso al Eros mientras transitabas por la poesía de Shakespeare fue consciente?

AS: Lo fue, en efecto. Digamos: no puede haber Eros sin Ethos. Y, si bien me hallaba enfrentado con lo que bien llamas “conflictos propios del Ethos”, en paralelo, de manera subterránea, iba cultivando una escritura del Eros bajo la forma de notas, recordatorios, fragmentos textuales que no llegaron a ser incluidos en [a love supreme], pero que prepararon su escritura, que ensayaron sus muchos registros, sus arreglos y su organización –su osamenta– antes de que llegara el momento de subir a escena y tocar.

MS: ¿Hasta qué punto el Eros que nos sale al paso en [a love supreme] es sexual? ¿Hasta qué punto el objeto cargado de energía libidinal no es el lenguaje mismo, llamémoslo poesía o llamémoslo Shakespeare? ¿Estamos ante dos formas de Eros o son la misma?

AS: Para mí son la misma. El Eros que recorre [a love supreme] es sexual, sin duda, pero no solo eso. El objeto de deseo está investido de energía libidinal solo a través del lenguaje que lo nombra, lo acota, lo limita y lo traduce. A veces el cuerpo deseado es el soneto isabelino, a veces es la lengua en la que escribo, a veces es un otro, un  a quien se le habla y se le relata una suerte de falsa autobiografía erótica. En todo caso, el Eros circula sin detenerse. Diría: no hay experiencia sexual ni experiencia amorosa sin lenguaje –incluso si, al final, el lenguaje debe rendirse al topar con lo que no puede enunciar–. Esto se hace patente en los fragmentos en prosa que puntean el libro e hilan un relato seudoautobiográfico: el  al que se dirigen se me hace imprescindible: no puedo imaginar una escritura amorosa absolutamente replegada en sí misma: debe estirarse hacia afuera, buscar un interlocutor, interpelar.

MG: Esta no es una pregunta exactamente, así que puedes hacer con ella lo que quieras –incluso pegarle–: amor y muerte.

AS: Vaya, aquí debo confesar que soy incapaz de decir algo que no sea una completa obviedad. Así que me limitaré a señalar que lo obvio también es necesario para la vida: que vivimos obviedades, que encarnamos obviedades, y que muchas veces nos entregan experiencias vitales excepcionalmente válidas.

MG: En algún momento, hacia el fragmento 30 del libro, el sujeto poético de [a love supreme] comienza a desarrollar conductas que a muchas personas les recordarán las del Jack Torrance que interpretó Nicholson en The Shining. Las palabras se cosifican: se repiten maquinalmente, poseídas por la obsesión. ¿Cómo puede el horror o lo abismal completar nuestras experiencias del amor y de la vida? ¿Qué lugar tendría el horror en tu metafísica?

AS: El horror es constante, necesario, en mi escritura. No puedo imaginar escribir sin tomar en cuenta el horror: el horror de la violencia cotidiana, social; el horror de la violencia política, sistemática; el horror de la experiencia sexual; el horror de la experiencia amorosa. Es el acompañante complementario de cualquier forma textual que pueda yo ensayar. Incluso la traducción: estas variaciones, en efecto, tienen mucho de juego que, por momentos, toma un viraje inesperado hacia lo perverso. Insistencia en el detalle, que lo torna de un tamaño desproporcionado, lo vuelve monstruoso; repetición que hace de la variación un abismo. Bajo este libro, o tras este libro, hay poco más de cien versiones descartadas, una especie de pequeño cementerio textual. Y, si no me hubiera contenido, quizás habría cientos más.

MG: A la literatura venezolana se le dificulta asimilar tres factores que encuentro bien perfilados en tu poesía: el Eros, la risa y la música. Ya hemos hablado del Eros; tanto ideologismo y responsabilidad cívica quizá no les ha permitido a muchos de nuestros autores abordar el asunto con los matices y la profundidad necesarios… Lo que suele pasar con la risa es que se confunde con la guasa, costándoles a escritores y lectores aceptar que seriedad y humor no son contrarios. Recordemos a Uslar, que aseguró que el escritor “criollo”, apasionado por los dramas de la historia y el futuro de sus compatriotas, “sonríe poco. El buen humor le es extraño”… En cuanto a la música, salvando honrosas excepciones, no siento tampoco que haya mucha creatividad, con un predominio de aproximaciones antropológicas en la era del regionalismo o, antes y hoy, ejercicios cursis, en que se dispersan referencias a los sospechosos usuales de las orquestas sinfónicas y los programas de la radio cultural. Recientemente se ha abandonado la cursilería clásica por la pop, y las remisiones se disparan, por ejemplo, a lo roquero. El diálogo con la música, no obstante, sigue sin encarnar en la lengua misma, sigue sin suscitar en esta exploraciones raigales. Creo que tu obra arremete contra esos hábitos. ¿Cuál es el lugar de la risa en tu obra? ¿Cuál es el lugar de la música? ¿Qué relación surge entre ellas? [a love supreme] me puso a pensar que ambas se necesitan.

AS: Mi relación con la música es también la historia de mi pelea contra la sordera. Lo que a otros les llega naturalmente –una cierta afinidad con la musicalidad de la lengua, una facilidad para el baile–, para mí ha sido una conquista dificilísima. Eso en contraste con mi amor por la música: escucho casi de todo, con atención minuciosa, embelesado. Para mí, la música siempre conlleva alguna forma de celebración, incluso cuando entristece o avasalla a la audiencia. De allí, quizás, el vínculo con la risa: la música es una fiesta. Creo que [a love supreme] tiene mucho de eso. Lo imagino como una escena: de este lado estoy yo, con la oreja pegada a una pared, transcribiendo lo que escucho; del otro lado suena una música extraña, una serie de ritmos que no me pertenecen, pero que puedo auscultar. La traducción como fisgoneo. La música de Shakespeare es imposible de reproducir, por supuesto; sin embargo, los buenos siglos que nos separan de él funcionan como una excelente cámara de resonancia, gracias a la cual podemos escuchar, tergiversar, reinventar.

Por su parte, la risa no está exenta de musicalidad. Todo lo contrario. Reímos rítmicamente, hay un timbre, un tono, una clave para nuestra carcajada. Bien lo apuntas, la risa y la música se necesitan mutuamente.

En mi obra, procuro trabajar la risa sin guasa. La risa sin burla, la risa extremadamente seria: la risa que despoja de insignias simbólicas a personajes, a situaciones. La risa que es herramienta para subvertir la autoridad –en especial, la autoridad mal habida―. Este gesto tiene un evidente sentido político en otros de mis libros, como Salvoconducto o La ciencia de las despedidas. En el caso de [a love supreme], me parece que tiene un sentido similar, pero no resulta tan explícito. Al tomar los sonetos de Shakespeare para jugar con ellos, les sustraigo la solemnidad con la que los hemos cargado, paralizante, para que así puedan ganar una nueva música.

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[a love supreme]. Shakespeare: variaciones

Adalber Salas Hernández

Ediciones «Letra Muerta»

Caracas, 2018


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