Me enamoré de la obra de Emilio Boggio (Venezuela, 1857 – Francia, 1920) desde la primera vez que vi un cuadro suyo. Se trataba de unos manzanos en flor. La mirada lejana nos ofrecía luz y alegría, pero al aproximarnos al pequeño óleo –con una lupa que siempre llevo conmigo– se observaba el uso de colores puros, sin mezclas. Una amalgama magnífica que semejaba un caramelo aterciopelado, con dejos nacarados. Una delicia. Era la retina quien hacía la magia. Tenía todas las características de un impresionista. Lo que pude averiguar después fue algo que marcó mi vida.

La primera pregunta que me hice era cómo una obra tan seductora no tenía el lugar que le correspondía. Michelena fue el académico más laureado de Latinoamérica en el siglo XIX, pero Boggio, colocado en el marco histórico, frecuentaba a los grandes del impresionismo. Eso lo ubica en la vanguardia del momento. Un venezolano que alternaba con Monet y Pisarro. Y con Verlaine y Mallarmé. O con Zola. Fue un hombre que vivió al ritmo de los acontecimientos de su tiempo.

Fue así que empecé a indagar, con profundidad, sobre este artista. Y de esa investigación surge la biografía de Emilio Boggio, que corresponde al No. 82 de la Biblioteca Biográfica Venezolana, de El Nacional, uno de los tesoros que nos dejó Simón Alberto Consalvi. No quise hacer un panegírico del biografiado. Lo coloqué tal y como era. Con sus virtudes y defectos. Y Boggio fue no solo un artista de excepción, sino un hombre con sus naturales pasiones, con ideales de justicia, generoso y bondadoso.

Lo primero que me llamó la atención –y de lo que pocos se percatan– fue el manejo perfecto de las técnicas del artista. Huella indeleble de su maestro Jean-Paul Laurens. A menos de que esas obras hayan sido muy maltratadas –y sin ningún tipo de protección– jamás verán ni un Boggio, ni un Michelena, craquelado. Y adviertan que Boggio usaba mucha materia en sus piezas. Me detendré en algunos detalles significativos que son el objeto de esta crónica.

Desde Caracas su madre –una mujer de recio carácter– le obligó a hablar con fluidez el inglés y el francés. Ella era francesa, nacida en Caracas. Eso le permitió que a su llegada a París pudiera moverse con soltura, en los círculos artísticos parisinos. Y dado que ya tenía gran destreza para el dibujo pudo adelantar, a grandes pasos, sus etapas de estudiante. Hubo resistencia inicial de la progenitora a que fuese pintor. La capacidad de persuasión de Emilio Mauri –ante una madre voluntariosa– admite el consentimiento. Obviamente –en la Academia Julian– siguió las técnicas clásicas. Al poco tiempo conoció a los simbolistas. Y la aproximación a esos poetas y artistas lo inclinan a pintar de esa manera. Pero siempre guardó un gran respeto por su maestro Laurens –al cual le pinta un retrato. No pasará mucho tiempo y conoce a Camille Pisarro. Bastante mayor que él, hacen buena amistad, ya que Pisarro gustaba de hacer largas caminatas con el joven Boggio para practicar su español. Pero su gran amigo fue Claude Monet. No hay duda de la influencia que este hace en el venezolano.

Un detalle revelador así lo confirma. En el célebre manifiesto que escribe Émile Zola para defender al soldado Dreyfus, el conocido exhorto de los artistas y poetas franceses que tituló “Yo acuso”, aparecen muchas figuras rubricándolo. Una de ellas es Claude Monet. Pero justo debajo de su firma está la de Boggio –lo cual confirma no solo que andaban juntos, sino que compartían ideas justas. Ambos se conocen en un mitin que realiza el escritor Georges Lecomte. De inmediato ocurrió la empatía y comenzaron a asistir, junto con el tribuno Jean Jaurés, a todas las causas a favor de desagraviar al soldado judío. Una historia que siempre es conmovedora y habla de los eternos ideales de justicia de Francia. Una de esas caminatas de los tres amigos fue inmortalizada en un lienzo por su amigo, el pintor Henri Martin. Como consecuencia de la amistad de Pisarro y Monet, a partir de ese momento la paleta de Boggio se transforma. Dejaría atrás el simbolismo y su pintura se vuelve más luminosa y más densa. El paisaje y la luz serían desde entonces su tema central. Monet le enseñó a no temer a la experimentación y a entender que podía pintar, una y otra vez, el mismo tema.

Para 1909, Boggio había avanzado mucho más en su pintura. Realiza unas pequeñas obras en las que evoluciona más en su trabajo. Son casi abstractas. Lo cual lo aproxima mucho al expresionismo. Eran tan atrevidas para su tiempo que nunca se arriesgó a exhibirlas. Esto corresponde al aporte de nuestro artista a la plástica latinoamericana e internacional.

El otro momento significativo, en este caso, ocurre en 1919 –recién finalizada la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Boggio regresa a Venezuela para liquidar la herencia de sus padres. Estos habían decidido marcharse a Francia, de forma definitiva. La muerte de otro de sus hijos, la enfermedad de Emilio en Caracas y la necesidad de evitar intermediarios que encarecían su fina tienda de telas y abalorios, requirió la ida. Mucho éxito tuvo el negocio en una afrancesada ciudad guzmancista. Habían dejado una pequeña fortuna para la época, cercana en un millón de bolívares. Ya desde el barco escribe en su diario –que es un documento valioso de esas sensaciones– la emoción que le produce su arribo al puerto de La Guaira. Paralelamente, organiza una exposición, con gran éxito de venta y de público. Pero además se involucra con los jóvenes artistas del Círculo de Bellas Artes. Esa aproximación dejó sus migas.

Boggio, primeramente, se fija en el cicerone que sus primos le colocan en Caracas, para que le ayude a hacer sus diligencias sucesorales. Sus parientes Pérez Dupouy, conocedores de lo complicado del damero y nomenclatura caraqueña, solicitan ayuda de Rodolfo Espinosa, el cartero de a pie de Caracas, del tiempo de Guzmán Blanco. Boggio se fija inmediatamente en el personaje, no solo por sus facciones, sino por su picardía en el hablar. Y lo pinta. De inmediato los jóvenes artistas venezolanos miran con interés al viejo Rodolfo. Así tenemos “Rodolfos” de Brandt, Cabré, Pedro Ángel González, Marcos Castillo y todos los integrantes del grupo. Rodolfo terminará como modelo viejo del Círculo de Bellas Artes. Pero hay más. Boggio se va con ellos a pintar, a transmitir sus experiencias, va a sus talleres, les enseña la técnica del plein air. Algo novedoso que ellos no tenían oportunidad de conocer en la provinciana ciudad. Brandt –con mejores posibilidades económicas– al poco tiempo viaja a París, a la Academia Julian. Cabré lo hará posteriormente. Pero, del año 1919, vemos obras de todos ellos bastante parecidas. La semilla fue sembrada. Este aporte es, desde nuestro punto de vista, muy significativo para la plástica nacional.

¿Por qué Boggio no es tan divulgado y reconocido como merece? Su vida estuvo signada por el fracaso de su primer matrimonio. Su segundo matrimonio fue con una buena mujer que le dedicó el resto de su vida. Pero se encerró en su casa. No tuvo descendencia. Su familia se disgregó por el mundo. La obra cayó en manos de un sobrino poco escrupuloso. Nadie se ocupó de su obra. Al contrario de Michelena, que su viuda se convirtió en la vestal y promotora de su marido, la obra de Boggio se abandonó. Toda la familia se marchó de Venezuela. Nuestro artista fue muy ordenado con su obra. Llevaba un diario con una numeración y descripción de sus cuadros, pero nunca se catalogó su obra, ni se divulgó su trabajo. Los pocos esfuerzos que hemos hecho algunos críticos, biógrafos y galeristas han sido en vano. Hace falta que ambos estados –el francés y el venezolano– hagan un gesto de buena voluntad para divulgar su obra. Es tarea pendiente.

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Imágenes:

(1) “L’écume” (La espuma); 1909; óleo sobre madera; medidas: 28,5 x 36,5 cm

(2) “Mer calme et rocher” (Mar en calma y rocas); 1909; óleo sobre madera; medidas: 26,5 x 23,5 cm

(3) “Les pommes aux deux enfants” (Los manzanos con dos niños); 1916; óleo sobre tela; medidas: 31,5 x 23,5 cm

(4) Imagen de Emilio Boggio en su taller de Auvers-Sur-Oise

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Colofón

Todas las cosas tienen su fin. Y su lapso. Cuando llegan a su punto superlativo, en el fondo están a punto de devastación, porque sabemos que no pueden permanecer mucho tiempo en ese estado. La vida es finitud. Es su destino. Esta serie llega a su final. Al menos en esta primera etapa. Muchos con méritos faltaron. Lo tenemos claro. Esos vendrán después. Serán los olvidados de los olvidados. El anochecer tiene languideces serenas. Pero hasta las más sólidas ruinas están condenadas a perecer. Y el amanecer siempre llega. Nos veremos nuevamente.


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