La inclemencia del tiempo, abatida sobre lo que fue un panteón familiar en el Cementerio General del Sur, ha corroído casi por completo las lápidas y el obelisco de los allí enterrados. Pero ninguna incuria podrá borrar el recuerdo de una bostoniana, llegada aquí muy joven para convertirse en cabeza del hogar de un país sometido a una sucesión enmarañada de guerras civiles. Lo fue de tal manera que hace despertar una sensación de algo más que simpatía: ternura. Se llamaba Elena Russell.

Nació en Boston, Massachusetts, el 23 de enero de 1858. Llega a La Guaira, a bordo del barco Claribel, hacia 1874, acompañando a su padre, el diplomático Thomas Russell, designado el 20 de abril de 1874 por Ulises Grant, presidente de los Estados Unidos, ministro residente en Venezuela, o sea, jefe de la misión diplomática norteamericana. Presenta credenciales en julio del mismo año, y su gestión se prolongará hasta febrero de 1877.

Muy pronto, las delicias del amor sorprenden a Elena en Caracas. Los detalles del flechazo no pueden ser más traviesos. Cuando iba montada en un coche, el caballo se desbocó y empezó a correr desgaritado. Elena, una muchacha de 16 años, sin perder la calma, pudo apearse del coche y logró frenar al animal. La acción transcurrió frente a un cuartel militar, y el incidente lo observa un general de 26 años, de nombre Alejandro Ybarra, quien se queda maravillado ante el arrojo de la joven y, más que eso, le llama la atención su hermosura. Pronto, se encuentran de nuevo, ahora en el ambiente grato de uno de esos bailes tan elegantes que solía montar el presidente Antonio Guzmán Blanco. El noviazgo prende, el militar le declara sus sentimientos, la joven accede a recibirlo por las tardes, asomada a la ventana de su casa. Ya en la sala de recibo, el novio pide la mano a los padres y así queda sellado el compromiso.

La pareja sabe congeniar. Ella posee una esmerada educación. Él desciende de una vieja familia caraqueña. Su padre, de nombre también Alejandro, ha sido rector de la Universidad de Caracas. Su madre, María Mercedes Rivas Tovar, está emparentada con los condes de Tovar. Viven en una majestuosa casa de dos pisos, situada entre las esquinas de Conde y Piñango, Nº 24, con su escalera de caracol que conduce al piso alto bellamente balaustrado. Atrás, la amplia cochera con el portón que se abre hacia la calle que va de Piñango a Llaguno. Es un hogar atendido por una decena de sirvientes, criollos o martiniqueños o trinitarios, vestidos en las ocasiones regias con librea y guantes blancos. Una de las sirvientas, llamada Luciana, fue esclava y formó parte de los regalos de boda que recibieron los abuelos de Alejandro.

Elena Russell vivió mucho tiempo en esa casa, aunque con diversos paréntesis. A los pocos años de la boda tuvo que desocuparla, porque su esposo rompió con Guzmán Blanco y tuvieron los dos que irse a los Estados Unidos. Viven en este país durante diez años, desde 1879 a 1889. Él fue profesor de lenguas modernas en la Universidad de Yale. Escribió un diccionario inglés-español y un texto para aprender inglés. Viajaron por Europa, Tierra Santa y Egipto.

Al declinar la estrella de Guzmán, regresa Ybarra con Elena. Es comandante de la guarnición de Caracas y ministro de Guerra y Marina. Vuelve al ostracismo cuando triunfa en 1892 la Revolución Legalista de Joaquín Crespo. Después de otra revuelta, la de Cipriano Castro, tiene nuevas responsabilidades. Operada la reacción de Juan Vicente Gómez, Alejandro Ybarra entra a formar parte del Consejo de Gobierno, que es su último cargo público de importancia.

¿Cómo pudo adaptarse Elena Russell a los vaivenes de este país belicoso, campesino, montaraz, sometido al capricho de la bota y el machete? ¿Es que logró adaptarse? ¿Sufrió los sinsabores de una nación metida en el morral de un jefe rapaz? Poco sabemos de ella. Sin embargo, si nos atenemos al libro Un joven caraqueño escrito por su hijo, Thomas Ybarra Russell (editado en español por la UCV mediante traducción de Carlos Augusto León en 1941) es posible deducir que Elena supo erguirse por encima de las dificultades. En el libro no hay ninguna amargura, ninguna desazón que hiera, y los enormes defectos del país, que impregnan la marcha de los asuntos públicos, son tratados descarnadamente, pero con decencia y con humor. Thomas habla de un diario que llevaba su madre. Desafortunadamente, no deja pista sobre dónde puede hallarse.

Elena llamaba a su marido Alito. Se preocupaba por los traslados de su marido a Maracaibo, a Valera, a otras ciudades. Una vez le escribe:

“Estoy haciendo aquellas modificaciones en el cuarto de arriba, que estará listo para cuando regreses”.

Las fotografías que se conservan del grupo familiar son las acostumbradas de un grupo unido y feliz, donde el padre y la madre fungen de pilotos. Y nos ha quedado un episodio muy elocuente, cual fue el trato que se le dispensó a la antigua esclava Luciana. Por servir en la casa durante 52 años, se le consideraba ya como casi una pariente menor, no ejecutaba ningún trabajo penoso, y disponía de una habitación para ella. Al morir la lloraron todos los de la casa. El general Ybarra ordenó que fuese velada en la cercana catedral, y llevado el ataúd en medio de un piquete de soldados hasta el coche empenachado de plumas que la llevaría al cementerio.

A Elena le gustaban nuestros platos y bebía en ocasiones sus tragos de whisky Haigh. La mudanza a una nueva casa en El Paraíso, ya corriendo el siglo XX, debió de ser un acontecimiento grato. Sin embargo, hay de repente, una nota ominosa. Elena dice:

“Moriré de un paro brusco de un corazón cansado”.

Elena sobrevivió apenas 16 meses a la muerte de su marido. Alejandro Ybarra murió el 30 de julio de 1918, a los 70 años, y Elena Russell murió el 3 de diciembre de 1919, a los 61 años. Después, el tiempo empezó a hacer su labor con una crueldad infinita. La vieja casa de la esquina de Piñango fue rematada por mora de hipoteca. La adquirieron unos comerciantes árabes; luego la ocupó una misión protestante, y más tarde se convirtió en una pensión baratona, con cuartos para alquilar y depósito de buhoneros, mendigos y tahúres. La última vez que la visité ya estaba casi en ruinas, convertida en un cajón de cemento, los mosaicos del piso removidos y sustituidos por tierra y cascajos; las paredes desconchadas, los amplios espacios divididos por tabiques de cartón. Quizás hoy ya esté derrumbada.

Y en el Cementerio General del Sur, el cuadro del panteón familiar es lamentable, hórrido. Yerbajos, basura, lagartijas acechantes, lápidas casi pulverizadas, con los nombres de los muertos borrados por la lluvia y el viento. El obelisco erigido en homenaje al rector Alejandro Ybarra luce su melancolía entre yedras y destrozos. Sin embargo, la lápida con el nombre de Elena Russell de Ybarra nos trasmite una nostalgia en cierto modo alegre, aparentemente incomprensible. Allí están los huesos de una mujer norteamericana, prendada al instante de un joven venezolano, y que supo echar raíces en esta tierra, tan áspera con sus hijos.


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