Esta es la tercera vez que me toca hablar en presencia del maestro Cadenas. En una de ellas me fue dado además torturarlo con la lectura de mis poemas; así que, sea dicho, mi vergüenza ya debería estar acostumbrada a no tener vergüenza frente al maestro Cadenas, pero no, mi vergüenza no es tan sinvergüenza como parece, y ante el poeta y todos los dignísimos presentes les ofrezco disculpas si estas palabras por venir le parecieren torpes.

Michel Foucault señala en Hermenéutica del sujeto que con el cartesianismo el conocimiento se convierte en la única vía de acceso a la verdad. En la época moderna, sentencia, el saber se acumula en un proceso social, donde el sujeto actúa sobre la verdad, pero la verdad no lo hace ya sobre el sujeto. Así, según Foucault, en este momento se rompe el vínculo entre la transformación espiritual del sujeto y el acceso a la verdad, que comienza a entenderse como desarrollo autónomo del conocimiento. Es decir, puede que usted sepa mucho de ingeniería en computación, de filosofía kantiana o incluso de novela decimonónica francesa y aun así ser un verdadero pelmazo.

No obstante, a pesar de lo que señala Foucault, la espiritualidad y el conocimiento no necesariamente pasan por estar reñidos en las postrimerías de la hora cartesiana. Creo que la poesía, en toda la extensión de la palabra (es decir, como acto vivido y como acto escrito), es un lugar del conocimiento, o mejor, otro lugar del conocimiento que además tiene un profundo sustento en el manejo exquisito del lenguaje. Cuando uso la palabra “exquisito”, quiero acotar su origen en el verbo latino exquiro, que en inglés, donde queda más claro por la similitud, corresponde a query, es decir, una pregunta que a menudo expresa dudas sobre algo. A eso refiero cuando hablo de lo exquisito en el lenguaje poético: el poeta es exquisito porque interroga al lenguaje, porque expresa dudas sobre si lo que escribe o quiere escribir se corresponde a lo que necesita o busca expresar. Eugenio Montejo lo apunta de la siguiente manera en “Los árboles”. Acá la estrofa final del poema:

“Es difícil llenar un breve libro

con pensamientos de árboles.

Todo en ellos es vago, fragmentario.

Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito

de un tordo negro, ya en camino a casa,

grito final de quien no aguarda otro verano,

comprendí que en su voz hablaba un árbol,

uno de tantos,

pero no sé qué hacer con ese grito,

no sé cómo anotarlo” (1).

No habla Montejo de enredos lingüísticos –o no necesariamente– sino de decir aquello que se ha experimentado, la sensación, el pensamiento que te ha atravesado como una espada y que ya luego se deslizó hacia fuera a través de la luminosa herida. No es ser altisonante, el mismo Cadenas lo anota: “Que cada palabra lleve lo que dice” (2), pero también que cada palabra sea como un temblor que la sostiene, que se mantenga como un latido, viva, vibrante, nunca derrotada en su intento, nunca muerta en los lugares comunes. En “La vida secreta de la poesía”, Mark Strand dirá: “Cada palabra es importante, su intensidad es máxima” (3). La poesía no se la busca fácil a sí misma ni se la deja fácil al lector. Strand acota que “hasta parece que se burla de nuestra ansia por la simplificación y por un orden sencillo del que disponer” (4).

Eso hace la poesía: duda del lenguaje, de su eficacia, de lo que ella misma pueda decir. Esa otra forma de la duda (y lo digo en contraposición a la duda cartesiana de la que nos habla Foucault), es también una forma de buscar y de conocer el mundo.

De alguna manera, el poeta es como un parresiastés, aquel hombre de la antigua Grecia que decía las verdades a los poderosos, aun a pesar de su propia vida. No obstante, el poeta no es el parresiastés político, aquel que hablaba en público en el ágora, sino más bien me resulta aquel parresiastés ético cuya máxima representación es Sócrates.

Sócrates, tal como lo muestra Platón, siempre dudó. Dudó incluso el día que Querefonte le notificó que el oráculo de Delfos había dicho que él, Sócrates, era el más sabio de los hombres. Qué temerario nuestro Sócrates, que hasta del dios duda. Pero véase. ¿De qué duda Sócrates? Sócrates duda de la forma de las palabras e incluso de la verdad que se encuentra en las propias palabras. Duda y no dejará de dudar de lo que la gente en la calle dice saber de sí misma y del mundo. De persona en persona, irá buscando el alma en sus palabras. El cuidado del alma.

Sócrates no paraba de hablar con la gente. Poetas como Cadenas y como Bello tampoco paran de hablar con la gente a través de su estudio, de sus traducciones, de su poesía. El maestro Cadenas, se sabe, es un hombre de pocas palabras. ¿Pero acaso no habla siempre? ¿No habla en su poesía, que es una voz constante, un diálogo inacabable del alma con sus lectores?

La poesía transforma nuestra experiencia del lenguaje y del mundo, pero la transforma en nosotros, la hace nuestra. En el alma, digamos. Mark Strand cuenta en el texto ya referido que publicó su primer libro de poemas en 1965. Su madre ya había muerto. El poeta, emocionado, le lleva el librito al padre. El padre lo lee y quiere hablar de los poemas. Unos le han parecido confusos, otros muy claros. Los que más le dicen, explica Strand, “son los que le dan voz a su sentimiento de pérdida” (5) tras la muerte de la mujer que él amó, es decir, la madre de Strand. “Parecen expresar lo que él ya sabe pero no logra decir”, sigue explicando el poeta. “Su poder es casi mágico. En pocas palabras le cuentan lo que él está sintiendo. Lo ponen en contacto consigo mismo. Mi padre puede leer mis poemas –y he de decir que podrían haber sido de cualquiera– y adueñarse de su pérdida, en vez de que ella se adueñe de él” (6).

Véase, estamos hablando de hacerse de una pérdida, de adueñarse y no dejarse adueñar. Anna Ajmátova también habló de ello. En los terribles años de Yezhov, la Ajmátova pasó diecisiete meses en las colas de las cárceles de Leningrado. Estaba fuera, a la sombra de los muros, junto a otras mujeres, madres, esposas, hijas, quién sabe si también abuelas. El hijo y el compañero de la Ajmátova habían desaparecido detrás de esos muros, y ella compartía y padecía con estas mujeres el dolor de sus hombres encerrados.

Un día, fuera de la prisión, entre la masa de mujeres, alguien reconoció a la poeta. Una mujer “de labios azules” se acercó y le dijo al oído:

“Y esto, ¿puede describirlo?”

La poeta respondió: “Puedo”.

Este breve diálogo forma parte del prefacio (“En lugar de prefacio”) de Réquiem (7), ese poema largo y doloroso sobre el miedo, el amor y la pérdida. Allí, ese esto de la mujer en los oídos de la poeta pertenece al horror del presente. Esto, deíctico de acá, de acá tan cerca, de acá sufriendo y padeciendo los horrores desatados por las tiranías.

No obstante, aquel inmenso horror fue transmutado por la poesía de Anna Ajmátova. Con la escritura ella lo tomó y lo convirtió en propio, le dio voz. Tal cosa logró la poesía, transfiguró el esto de la dura realidad. Dirá Lidia Chukóvskaya sobre la poesía de Ajmátova: “El verdadero juicio en estos tiempos de dolor solo puede ser poético. Solo la cristalización del verso puede contener la inmensidad del dolor” (8). Tan ciertas parecen estas afirmaciones que, al final de ese breve prefacio narrativo ocurre algo también brevísimo, algo en aquellos labios azules que habían susurrado unas palabras. Tras la respuesta, tras aquel “Puedo”, la poeta mira el rostro de la mujer de labios azules, y “entonces algo parecido a una sonrisa asomó por lo que antes había sido su rostro” (9).

La poesía transmuta el interior del ser humano, es una forma de conocimiento que se relaciona con lo espiritual. El espíritu, gracias a la poesía, se adueña de las sensaciones del mundo, de las cosas y, en los casos referidos, de la pérdida y de aquel esto tan doloroso de la tiranía.

Pensemos ahora en Andrés Bello y en la América que comienza a buscarse a sí misma, pensemos en él como imagen de los hombres que comienzan a decirse que son un particular género humano, pero que aún están a la búsqueda y ante la duda de lo que son. Bello, como poeta, como hombre amante del conocimiento, pidió en Alocución a la Poesía que esta fuese a América y estuviese acá con los hombres que comenzaban a pensarse americanos para así ayudarlos a entender, a saberse como americanos. Así le dice Bello a la poesía:

“(…) tiempo es que dejes ya la culta Europa,

que tu nativa rustiquez desama,

y dirijas el vuelo adonde te abre

el mundo de Colón su grande escena” (10).

Según Bello, la poesía ha perdido su fuerza telúrica y antigua, y pide para ella una vuelta a la tierra, a una tierra anterior, tan virgen de tan milenaria. Mirar América era, para Bello, una forma de rescatar, de volver a vivir la poesía en su más profunda esencia, la de esa otra forma de conocimiento que duda de lo ya conocido (el anquilosamiento de los patrones europeos) y descubre y se asombra y se reconoce y se funde con la América inmensa. Así la poesía, para Bello, era una manera de experimentar el continente, de sentirlo, de conocerlo a fondo. Europa yace dormida, y la poesía ha pasado demasiado tiempo repitiéndose y desgastándose en el molde. Ahora debe ir hacia el fragor, hacia los grandores naturales, hacia las nuevas gestas de libertad. Allí se rejuvenecerá, allí será de nuevo poesía viva, lenguaje que palpita, que se estremece con los temblores de una naturaleza diferente, poderosa. Así llama Bello a la poesía, así la invoca:

“Descuelga de la encina carcomida

tu dulce lira de oro, con que un tiempo

los prados y las flores, el susurro

de la floresta opaca, el apacible

murmurar del arroyo trasparente,

las gracias atractivas

de Natura inocente,

a los hombres cantaste embelesados;

y sobre el vasto Atlántico tendiendo

las vagorosas alas, a otro cielo,

a otro mundo, a otras gentes te encamina,

do viste aún su primitivo traje

la tierra, al hombre sometida apenas;

y las riquezas de los climas todos,

América, del Sol joven esposa,

del antiguo Océano hija postrera,

en su seno feraz cría y esmera” (11).

Bello pide una nueva poesía para los grandes paisajes de América. Pero, ha de acotarse, tampoco desdeña la tradición. En Bello hay amor por América pero también amor y respeto a la poesía que lo preside. Así la duda y esa otra forma de conocimiento que es la poesía, no se contraponen a la tradición y a otras formas de conocimientos tradicionales o incluso de otros ámbitos.

Lorca decía que la imaginación es pobre y la imaginación poética mucho más. Anotaba: “La realidad visible, los hechos del mundo y del cuerpo humano están mucho más llenos de matices que lo que ella [la poesía] descubre”. Luego pasa a hablar de las grutas con el fin de explicarse: “La imaginación de los hombres ha inventado gigantes para achacarles la construcción de las grandes grutas o ciudades encantadas. La realidad ha enseñado después que estas grandes grutas están hechas por la gota del agua. Por la pura gota de agua paciente y eterna. En este caso, como muchos otros, gana la realidad. Es más bello el instinto de la gota de agua que la mano del gigante. La verdad real vence a la imaginación en poesía, o sea, la imaginación misma descubre su pobreza. La imaginación estaba en el punto lógico al achacar a gigantes lo que parecía obra de gigantes; pero la realidad científica, poética en extremo y fuera del ámbito lógico, ponía en las limpias gotas del agua perenne su verdad” (12).

De acá quiero destacar algunas palabras, como por ejemplo enseñar: la “realidad ha enseñado”, dice Lorca. También utiliza la palabra bello y la palabra verdad. La ciencia también sale a relucir. Fíjense, lo bello resulta en Lorca una forma de verdad. No son los gigantes los que han hecho las grutas, son las gotas de agua, y esa es la verdad y eso, sin duda, es más bello: una simple gota de agua, eterna y paciente esculpiendo y hollando. Esa verdad bella ha sido enseñada por la realidad, pero, como todo hay que decirlo, para ser enseñada alguien debe de tener la curiosidad de aprender, y ese alguien, además, tiene que saber “leer” y lo digo entre comillas y lo digo literalmente, esa realidad. La realidad enseña y el hombre en su curiosidad, en su ansia de conocimiento, aprende a leerla. De algún modo, podríamos decir, que las formas de conocimiento se encuentran, se entrelazan, pero, sobre todo se necesitan. La poesía necesita de la realidad, y necesita del conocimiento, pues al descubrir en, digamos, la ciencia, diferentes formas de belleza, la poesía avanza hacia nuevos lenguajes y nuevas miradas del mundo. Pero allí, en la poesía, el hombre también encuentra otra forma de conocimiento que le ayuda a comprender y a descubrir la realidad más allá de la simplificación y además le ilumina una zona interior en estrecho contacto con lo de afuera.

Mírese, por ejemplo, este poema de Karmelo C. Iribarren, titulado “El hotel”:

“El hotel

reflejado

en el río,

los peces

cruzando

por los pasillos”.

O este otro también de Iribarren:

“La lluvia

le saca granos al río

y hace llorar

a las ventanas”.

O este de Lorca, también sobre la lluvia, pero más cercano a la experiencia espiritual, nacida, justamente, de una experiencia sensorial, o estética, si se prefiere un sinónimo más adecuado:

“La lluvia tiene un vago secreto de ternura,

algo de soñolencia resignada y amable,

una música humilde se despierta con ella

que hace vibrar el alma dormida del paisaje”.

¿No hay allí otra forma de conocimiento distinta a la de la realidad científica de la que hablaba Lorca? ¿Acaso entre esas palabras no hay también una verdad poderosa, una forma de conocimiento increíble que se hace entre los silencios? Y digo entre los silencios porque usted no ha leído allí un conocimiento que le diga: “La lluvia es un fenómeno atmosférico de tipo hidrometeorológico que se inicia con la condensación del vapor de agua contenido en las nubes”. No, en esos poemas hay algo que vive callando, que nos busca adentro y nos revela otro lugar de la realidad o a la realidad como otro lugar en el que no habíamos reparado. Allí también hay conocimiento.

Entonces, ¿a qué viene aquello de la belleza? Pues queda claro, la belleza, en este caso, la belleza del lenguaje, la belleza de la poesía es una forma de conocimiento que también nos debería importar, que también nos da alma, espíritu, espiritualidad.

La poesía no es excluyente. La vanguardia, por ejemplo, no negó el mundo ni el conocimiento del mundo. Los futuristas le cantaron a la máquina, los surrealistas abrazaron a Freud y sus estudios de la mente humana. Lo que realmente negaron las vanguardias fue el arte estancado en el mercado, en los moldes del gusto promedio. Pero el conocimiento no lo rechazaron, y el conocimiento, por ejemplo, en el caso de la máquina, no surge de la nada, sino que es un acumulado de otros conocimientos. Estamos montados siempre sobre los hombros de los que nos preceden, y de ellos aprendemos. Cadenas está montado sobre los hombros de Bello. Todos nosotros estamos montados sobre los hombros de Bello y Cadenas.

Andrés Bello tradujo poesía francesa. La conocía muy bien y la llevó al español, porque entendía, precisamente, el conocimiento como una forma de tradición que se acumula hacia el futuro. Bello tradujo de Lamartine un poema que es justo traer a nuestros días:

“¿Para qué el odio mutuo entre las gentes?

¿Para qué esas barreras,

que aborrecen los ojos del Eterno?

¿Hay acaso fronteras

en los campos del éter? ¿Vense acaso

en el inmenso firmamento vallas,

linderos y murallas?

¡Pueblos, naciones, títulos pomposos!

¿Qué es lo que dicen? ¡Vanidad, barbarie!

Lo que a los pies ataja

no detiene al amor. Rasgad, mortales

(Naturaleza os grita),

las funestas banderas nacionales;

el odio, el egoísmo tienen patria:

no la fraternidad” (13).

Tradujo también al abate Delille que, según nos cuenta Paz Castillo, tuvo gran influencia en Bello. Delille, explica Paz Castillo, no escribió una gran poesía, pero fue muy influyente en su tiempo, sobre todo, nos dice, considerando que su poesía “respondía a la evolución cultural de Europa enciclopedista, cuando por sobre el sentimiento se colocó la razón, y el empirismo de los grandes filósofos ingleses; y la ciencia, como nueva musa de la inteligencia, penetraba en todos los dominios de la actividad humana” (14 ).

Una vez más encontramos acá el tema del conocimiento. Para Bello, Delille resultaba digno de observación porque su poesía era sumamente descriptiva, y Bello no solo lo tradujo, sino que lo tomó como referencia para su propio oficio, pues en mucho se le antojó necesario describir los lugares de América. Silva a la agricultura de la zona tórrida y Alocución a la Poesía son muestra de ello. Así dice el abate en traducción de Bello:

“Elegante un jardín, más que ostentoso,

un ancho cuadro a nuestra vista ofrezca.

Sé pintor: la campiña y sus matices,

la luz del sol, las sombras de la selva,

el giro de los cielos que varía

de las horas y meses la librea,

de las colinas el ropaje verde,

la alfombra del abril en la pradera,

musgosas rocas, y árboles copados,

y fugitivas aguas, tal la tela,

tales son tus pinceles, tus colores” (15).

Dice Bello en la Silva, trayendo de allá la poesía pero con los colores de América:

“¡Salve, fecunda zona,

que al sol enamorado circunscribes

el vago curso, y cuanto ser se anima

en cada vario clima,

acariciada de su luz, concibes!

Tú tejes al verano su guirnalda

de granadas espigas; tú la uva

das a la hirviente cuba;

no de purpúrea fruta, o roja, o gualda,

a tus florestas bellas

falta matiz alguno; y bebe en ellas

aromas mil el viento;

y greyes van sin cuento

paciendo tu verdura, desde el llano

que tiene por lindero el horizonte,

hasta el erguido monte,

de inaccesible nieve siempre cano” (16).

Allí están la luz, los colores, la pintura del paisaje y sus frutos. Allí, en ambos poemas. Pero Bello, ya se ha dicho, canta la tierra nueva en el conocimiento de la poesía europea que bien conoce.

También tradujo Bello a Voltaire, a Víctor Hugo, a Lord Byron, a Petrarca, y más atrás en el tiempo, a Virgilio y a Tibulo, entre otros. Pero Bello no solo tradujo, sino que también escribió poesía con remembranzas a otros poetas. Allí está “Égloga”, por ejemplo, que es un poema que “copia” el estilo de Virgilio, tal como lo señalara el mismo Bello en el subtítulo: “En imitación a Virgilio”. Paz Castillo señala que en un poema como “El Anauco”, el conocimiento de la poesía latina se encuentra en estrecha unión con el conocimiento de la ecología de América. Así lo anota: “Esto es, la poesía clásica, con todas sus virtudes de erudición y de universalidad, trasplantada al ambiente americano” (17).

En Bello entonces leemos:

“Irrite la codicia

por rumbos ignorados

a la sonante Tetis

y bramadores austros;

el pino que habitaba

del Betis fortunado

las márgenes amenas

vestidas de amaranto,

impunemente admire

los deliciosos campos

del Ganges caudaloso,

de aromas coronado.

Tú, verde y apacible

ribera del Anauco,

para mí más alegre,

que los bosques idalios

y las vegas hermosas

de la plácida Pafos” (18).

Cadenas, por su parte, también nos ha entregado poesía venida de otras tierras. Me parece que ha buscado conocer la forma en que poetas lejanos en la distancia y en el tiempo asimilan la pérdida, el dolor, el esto del que hablaba Anna Ajmátova, y así nos ha ofrecido sus traducciones de polacos como Jastrun, Rózewicz o Herbet.

De Jastrun, encontramos, por ejemplo, el poema “Hombre”:

“Vi a un hombre

asesinado por ángeles,

torturado con preguntas,

hinchado por lágrimas contenidas,

un cadáver vivo

una víctima de la mortalidad.

Y no podía ayudarlo,

pues él solo merecía piedad, y esta había sido

exiliada.

Y yo tenía que darle el último golpe

junto con los ángeles,

pisotearlo, desgarrando, despedazando

su insignificante corazón,

su, después de todo, corazón humano” (19).

No me resulta un azar que Cadenas haya buscado en estos poetas, que los haya traducido y que nos los ofrezca. Si Bello buscaba hablar de esa América que surgía como conciencia propia, Cadenas busca acá la poesía y el conocimiento de aquellos que hablaron del dolor vivido en sus patrias. En estos días, por supuesto, la necesidad es distinta, y esas traducciones quizás obedecen a esa urgencia de explorar el conocimiento poético de otros que permite adueñarse del dolor, de las pérdidas.

Allí está el poema de Herbert, “Cinco hombres”, que habla, justamente, de cinco hombres que van a ser fusilados, y en ese trance de recordar a los que murieron, el poeta se cuestiona si acaso la poesía tiene sentido, para luego también preguntarse, dentro de la duda inicial, de qué hablaron aquellos cinco la noche antes de ser ejecutados. Herbert, profundamente humano, irónico y audaz ante el ojo vigilante de los tiranos, dirá que hablaron

“de sueños proféticos

de alguna escapada a un burdel

de repuestos de automóviles

de un viaje por mar

de cómo cuando él tenía carta de espadas

no ha debido abrirse

de que el vodka es mejor

el vino da dolor de cabeza

de muchachas

de frutas

de la vida” (20).

Estos poemas maravillosos y filosos, dolorosos y luminiscentes, nos los ha traído el maestro Cadenas. Nos los ha enseñado. Nos ha dado conocimiento de ellos.

Rafael Cadenas y Andrés Bello son poetas y son académicos. Y nosotros estamos en la universidad, que es un lugar del conocimiento, pero también un lugar del espíritu, de la espiritualidad unida al conocimiento.

De eso hemos estado hablando acá. Así lo hemos estado nombrando: la importancia de la poesía como forma de conocimiento y de la importancia del conocimiento como elemento que da altura y profundidad al espíritu. Hemos hablado de dos poetas, uno, que le da al nombre a esta universidad, y el otro, que viene de otra universidad, de la Central, como yo también vengo de la Universidad Central. Cadenas habló de los importantes vínculos entre Venezuela y España cuando recibió el Reina Sofía; acá, para hacerle el juego, hablamos de dos lugares del saber, de dos universidades unidas por dos poetas, por dos académicos. Porque es así, un país se hace de esa unión de espíritus, de la unión de los saberes.

Hemos traído a esta conversación a dos hombres que han dudado y que en la duda han indagado, han sido exquisitos y han conocido. Dudar no es ser ignorantes. Dudar ante el lenguaje, ante el mundo, ante la invasión de las ideas de otros es fundamental. Pero no hablamos de cualquier duda. No, hablamos acá de la duda llevada hacia el alma y de vuelta hacia el mundo. Cadenas y Bello comparten un mismo país. Son dos de los mejores hombres de Venezuela. Dos hombres de conocimiento y de espíritu, tan necesarios para sabernos y encontrarnos como ciudadanos de un país.

Permítanme cerrar, con unas palabras del maestro Cadenas que están en su magnífico libro En torno al lenguaje. Su publicación es de 1985, si no me equivoco. Cadenas habla, en este párrafo que citaré sobre el venezolano y su relación con el idioma, sobre el deterioro de esa relación. Dice así: “El desconocimiento de su lengua lo limita como ser humano. Lo traba; le impide pensar, dado que sin lenguaje esta función se torna imposible; lo priva de la herencia cultural de la humanidad y especialmente la que pertenece a su ámbito lingüístico; lo convierte en presa de embaucadores, pues la ignorancia lo torna inerme ante ellos y no lo deja detectar la mentira en el lengua; lo transforma fácilmente en hombre masa, ya que una conciencia del lenguaje es una de las mejores defensas frente a las fuerzas que presionan contra la individualidad” (21).

Muchas gracias.

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Notas

(1) Eugenio Montejo. Algunas palabras. Caracas: Monte Ávila Editores, 1976, p. 7.

(2) Rafael Cadenas. Poemas selectos. Caracas: Bid & Co. Editores, 2009, p. 72.

(3) Mark Strand. “La vida secreta de la poesía”. Sobre nada y otros escritos. Madrid: Turner, 2015, p. 37.

(4) Ibid., p. 38.

(5) Ibid., p. 40.

(6) Ibid.

(7) Anna Ajmátova. Réquiem / Poema sin héroe. Madrid: Cátedra, 2017, p. 103.

(8) Ibid., p. 31.

(9) Ibid.

(10) Andrés Bello. Obras Completas de Andrés Bello. Volumen I. Poesías. Caracas: Fundación La Casa de Bello, 1981, p. 43.

(11) Ibid., p. 45.

(12) Federico García Lora. Obras completas. Madrid: Aguilar, 1971, p. 87.

(13) Andrés Bello. Obras completas de Andrés Bello. Volumen I. Poesías. Ob. cit., p. 294.

(14) Ibid., p. XCVI.

(15) Ibid., p. 105.

(16) Ibid., p. 65.

(17) Ibid., p. XLVIII.

(18) Ibid., p. 5.

(19) Rafael Cadenas. El taller de al lado. Caracas: Bid & Co. Editor, 2005, p. 117.

(20) Ibid., p. 157.

(21) Rafael Cadenas. En torno al lenguaje. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1985, pp. 19-20.


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