“La ‘inmimencia de la catástrofe’, el misterio de la víctima o de las víctimas que fueron al azar elegidas, la inevitable referencia al poema de Carlos Drunmond de Andrade, cuando con fría piedad el poeta sigue la rutina de un grupo de personas antes de tomar un avión cuyo destino final será la muerte.

Así quedamos o entramos en este libro que es una máquina. El pretexto literario, antes que la inspiración, sostiene la armazón conceptual del conjunto, y es la paradoja de que la muerte sorprenda en escenarios de extraordinaria belleza. ¿Qué suscita en el lector esa juntura espectacular?

Todo está aquí controlado, hasta los posibles atajos o las muletas de la lectura crítica o las muletillas de la pereza mental, y son los conceptos de la belleza, del horror y de la morbosidad que la autora expone como epígrafes o advertencias al lector distraído. No vayas por ahí, parece decirnos. No es tan fácil. Este mismo texto de contraportada forma parte de la ‘Máquina Jacqueline Goldberg’ por una coincidencia que aúna y separa de un tajo mis Bellas ficciones de estas Las bellas catástrofes. Pero no solamente por eso, sino porque me hace formar parte de la propuesta con un cruce de correos entre ella y yo y una imagen del lugar del siniestro de aquel vuelo de Swissair cuyo memorial conocí en Nueva Escocia. Así, la ‘máquina’ que digo es la que arma con gran inteligencia la estructura del poemario entre textos que, objetiva y desapegadamente, como crónicas periodísticas, llevan el relato de los hechos junto con imágenes que completan lo que no puede decirse con palabras, y anotaciones reflexivas de quien parece ser la autora”.

Yolanda Pantin

**

Desconfío de hogueras encendidas en casa. Hay tantos lugares para el escombro. Inútil es cegarnos de humo, vaciarnos.

*

y volver a la transparencia del agua / que busca el caos sereno del océano / dividido entre una continuidad que interroga / y una interrupción que responde [José Lezama Lima]

Beachy Head [2009]

Neil y Kazumi Puttick

salieron de Londres en su auto,

tomaron la carretera

que desiste en los acantilados de Beachy Head.

En el asiento trasero reposaban dos mochilas:

en una un oso de peluche,

en otra el cadáver de su hijo Sam.

El niño de cinco años llevaba muerto un par de días.

Olería mal, estriado su cuello impertérrito,

violeta el dorso de su pobre incumbencia.

Desde los dos años estuvo tetrapléjico,

víctima de un accidente

ocurrido mientras su madre conducía.

Dicen que los suyos fueron vocablos anegados.

La casa se convirtió en hospital,

la parentela en mendrugo.

Por último, enfermó de meningitis.

Murió en casa,

como las vergüenzas o el trueno.

“Es difícil reconstruir qué ocurrió

desde entonces con Neil y Kazumi.

Nada se supo de ellos

hasta que el oficial de policía Stuart McNab

avistó sus cadáveres desde el borde del acantilado

el domingo al filo de las ocho de la tarde”,

indicó el corresponsal en Londres

del diario español El Mundo.

Los padres habrían lanzado

primero la mochila más liviana,

luego la que contenía a Sam.

Inmediatamente se despeñaron ellos.

El acantilado de Beachy Head

–con más de 150 metros de altura–

es el preferido de los suicidas del Reino Unido.

También el de turistas obsesionados

con el verdor que acaba

en aquellas pulcrísimas laderas de tiza.

No hubo nota de prensa que explicase

cuánto miedo los embadurnó,

cuánto silencio habrá venteado

en el reproche del mediodía.

¿Nadie hubo que atajara su lento estrago?

¿Nada que insuflara un poco de vértigo?

*

Esta, la desproporcionada noche del desierto. La aguardábamos. Más dispuestos al engaño que a la triza, diestros en trágicas bellezas.

**

Cada vez sé nada de la poesía /// Cuando pienso que me ha abandonado/ me sorprenden sus engaños. / Ella me conoce. Yo voy confiada / creyendo que la sigo, vamos a decir, por la margen izquierda del río / justo en la entrada del bosque pero, asusta, / está en la otra orilla, agazapada, / Yo persigo una forma. ¡Ja! Se ríe. Sigue con tus cuentos infantiles [Yolanda Pantin]

Lejos de Ginebra [1998]

El 18 de marzo de 2015

envié a Yolanda mis catástrofes.

Días antes habíamos hablado

sobre cuánto maravilla lo terrible.

En apenas horas respondió:

“Estuve leyendo el libro y me impresiona mucho.

No sé qué decirte…

es un golpe tremendo y una iluminación”.

En el mismo correo hablaba de unas fotografías

que tomó en Nueva Escocia, Canadá,

en el Memorial del Vuelo 111 de Swissair.

Me pedía recordárselas luego.

No lo hice.

“Un lugar tremendo, muy bello”, escribió.

“No puedo olvidarlo.

Nunca supe qué hacer con lo que vi y sentí.

Ahora, viendo tu libro, lo sé”.

Luego surgieron otras desgracias.

Busqué el monumento,

sus piedras blancas frente a la Bahía de Santa Margarita,

la cercana comunidad pesquera de Peggys Cove.

[A lo lejos, un faro].

Tantos lugares serenos

y en torno a ellos lo peor.

Son bellas las diminutas flores de Auschwitz.

Bellas las cenizas amontonadas en Majdanek.

Lo hablamos:

la realidad satura,

la poesía satura.

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Jacqueline Goldberg es doctora en Ciencias Sociales y licenciada en Letras. Sus primeros trece poemarios están recogidos en Verbos predadores, poesía reunida 2006-1986 (2007). Luego vinieron Postales negras (2011), Limones en almíbar (2014), Nosotros, los salvados (2015) y Las bellas catástrofes (2018). Ha sido distinguida, entre otros, con el Premio Regional de Literatura Jesús Enrique Lossada, Premio de Poesía Bienal Mariano Picón Salas, Premio Bienal de Crítica y Ensayo Roberto Guevara y el Premio Nacional de Literatura Infantil Miguel Vicente Pata Caliente. Su novela Las horas claras (2013) mereció el XII Premio Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana 2012, así como el Premio Libro del Año 2014 otorgado por los libreros venezolanos; fue finalista del Premio de la Crítica a la Novela del Año 2013 y recientemente fue reeditada en México. También acaba de publicar El cuarto de los temblores con Oscar Todtmann Editores (2018).


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