Por más que sabemos que la memoria humana es imprecisa, acomodaticia y traicionera, sigue siendo una referencia importante, aunque muchas veces debamos reconocer, a regañadientes, que nuestros recuerdos son imprecisos. Sin embargo, si las experiencias son muy intensas, las imágenes quedan troqueladas con más nitidez a través del tiempo y aumenta un poco la credibilidad de la memoria. El paso de los años empieza a delinear una cartografía sentimental de nuestras primeras visiones, nuestra primera impresión de ese ambiente inicial, la fotografía original del primer lugar que conocimos, y empezamos a rearmar el rompecabezas del aspecto actual de nuestra ciudad con las piezas sueltas en nuestra memoria de la niñez o adolescencia. Por estos días, cada vez que regreso a Cumaná en septiembre, octubre o diciembre de cada año me paralizo en mi paso por el centro, es inevitable mirar hacia la calle que conecta los alrededores de la plaza Andrés Eloy Blanco con la Plaza Pichincha.

La arepera 19 de Abril

Ahora solo hay una serie de puertas cerradas, oxidadas, entreabiertas y detrás solo hay vacío, desolación, polvo de bahareque y caña brava. Hace cuarenta años o más, los olores de guisos de carne mechada, vahos de sardina aderezada con cebolla y pimentón, la intensidad de la pimienta espolvoreada sobre los huevos revueltos del perico demarcaban el ambiente de la arepera más dinámica que haya visto. Las puertas de la arepera 19 de Abril me asustaban con sus dimensiones, parecían gigantes ciclópeos. Me empinaba en la punta de mis zapatos de goma para ver las bandejas de los distintos rellenos a través del vidrio del mostrador, los adultos me daban espacio y tan pronto hacía mi solicitud arrancaba una cinética de brazos extendidos, voces coordinadas, tocaban una puerta pequeña en la pared y salía una bandeja de arepas, cada movimiento, cada gesto cargado de efusividad, cada sincronización entre las maniobras de cada uno de los tipos tras el mostrador terminaba con una bolsa de papel deslizando sobre el mostrador junto a la caja registradora, creía que estaba en medio de una sesión de acrobacias en el circo. Si era un atardecer sabatino o un mediodía dominical, tenían un radio portátil en la repisa de la pared al fondo del área tras el mostrador, con el juego de béisbol, muchos se distraían con el juego hasta que se daban cuenta de que había pasado más de media hora y salían corriendo para su casa. Yo apenas si escuchaba uno o dos outs hasta que me atendían, sabía que mi abuelo esperaba su arepa de chicharrón con sardinas.

Una heladería llamada Mipamel

Incrustada en una esquina de la calle Sucre, a medio camino entre Santa Inés y la gobernación, permanece la estructura de paredes altas que alguna vez exhibieron ventanales de vidrios gruesos. La más calcinante tarde cumanesa me hacía divisar la parte más alta de sus paredes como el faro que me orientaría para guarecerme del monstruo solar. Solo la imagen del refresco y el solaz de aquel espacio inmenso que se desplegaba al abrir la puerta de vidrio me hacía mantener el paso redoblado cuando el desfallecimiento apretaba mi garganta. La litografía adherida al vitral frontal, en forma de calcomanía, rezaba Mipamel y allende el mostrador varias personas servían barquillas, tinitas y paletas. Resultaba inevitable empuñar el asa de la puerta, de pronto el hormigueo del sudor en las costillas y el encandilamiento de los ojos cesaba y me encontraba en un relajamiento propio del inicio del atardecer y las penumbras empezaban a desarmar la incandescencia. Con la lengua pegada al paladar las palabras me salían silentes, el dependiente sonreía, preguntaba si era mudo. Pedí una barquilla de helado de florida, como se había agotado, pregunté por esa limonada que había visto servir la otra vez, “esa que lleva granada, hojas de menta y un toque de kolita Sifón”, el tipo se me quedó viendo, como si le estuviera pidiendo la bebida secreta de la casa.

Librería Cervantes

Su primer local, a escasa media cuadra de la plaza Bolívar, ahí la brisa que baja del castillo San Antonio se mezcla con la humedad que sopla desde el Manzanares, donde leí en el tope de la vitrina Librería Cervantes. Mamá siempre me templaba de la mano cuando pasábamos por la acera y yo señalaba los libros de cuentos y las acuarelas, prometía que después. Yo presentía que era solo una excusa. Entonces levantaba la mirada y me imaginaba escapar de su mano para correr hasta el estacionamiento del Hotel Palace y subir a la mata de jobo de la India, no era temporada de frutas, solo que desde las ramas más altas podía mirar la actividad de la cocina del hotel restaurant adyacente a la esquina del callejón que conectaba los alrededores de la plaza Miranda con los muros de la residencia de gobierno, la esencia de ajos y albahaca traspasaba cielos rasos, paredones y tejas, era uno de los lugares favoritos de papá cuando andaba por el centro y sabía que no almorzaría en casa. Una mañana de octubre, fui con mis abuelos a la librería, en Cumanacoa se había agotado la enciclopedia Arco Iris y la maestra de tercer grado había solicitado varias tareas por ese libro. Cuando entré al recinto cargado de libros y aderezado por esencias de papel celofán y creyones de color, me quedé petrificado, parecía en medio del sueño postergado de entrar con mamá a ver los libros de cuentos, solo una palmada de abuelo en el hombro me hizo tragar saliva. ¿Este es el libro? Asentí con la barbilla y seguí absorto con la mirada rebotando desde el rincón donde flotaba un globo terráqueo hasta el estante donde sobresalían unos suplementos de La zorra y el cuervo. Más adelante me sorprendió la mudanza a la calle Comercio. Aunque la esencia de la Librería Cervantes continuaba intacta, yo extrañaba las esencias y las penumbras propias del primer local, aquel primer momento en busca de la enciclopedia. Momentos troquelados a cincel que ningún cierre podrá borrar.

Un barco en la Perimetral

Cada vez que paso ahora por la avenida Perimetral la mirada se me pierde desde la playa de El Monumento hasta los alrededores de Caigüire. Toda esa línea costera es apenas una visión fantasmal de las aguas turquesa y las arenas amarillas que recibían algas enmarañadas en la espuma de las olas. Espaciados cada quinientos metros aparecía el remanso y la tranquilidad de los manglares. Todos parecían centinelas de un buque encallado a escasos metros de la playa conocido como El Cariaco. Las raíces leñosas incrustadas en el mar desplegaban todo un espacio vital donde cada mañana o atardecer iba con mis tíos a despegar ostras de las raíces, sacar cangrejos de la arena y las piedras, y cuando el sol bajaba la guardia y asomaban las primeras penumbras del crepúsculo, nos escondíamos a un costado del manglar para ver cómo los alcatraces venían a alimentar a sus crías, los nidos variaban de posición con los días, mis tíos me decían que a veces por motivos de supervivencia con otras especies, a veces por motivos de la marea. La hora del regreso siempre fue traumática, mis tíos debían llevarme casi a rastras para salir del mar, me preguntaban si es que quería mudarme a vivir en El Cariaco.

La Farmacia Profesional

Siempre que abuela me pedía que le comprara algo en la farmacia iba a la Santa Elena frente a la plaza Pichincha o a una que estaba al lado de la oficina de correos. Esa vez, en esas opciones no tenían las papeletas de anís estrellado de mi encomienda. Abuela siempre me decía, que “cuidadito te vas a ir para la Farmacia Profesional, eso queda muy lejos para un niño de nueve años”. Como sabía que el anís estrellado se necesitaba urgente para un dolor de estómago de mi abuelo, empecé a subir por la calle Sucre. A la altura de la casa de Andrés Eloy Blanco divisé el campanario de Santa Inés, me dije que eso quedaba cerca. En el cruce con la calle Comercio, me detuve un rato, respiré profundo y me sequé el sudor de la frente en el hombro de la camisa. Apreté el paso ante el incremento de la pendiente mientras alcanzaba a divisar las escalinatas de la iglesia. En toda la esquina frente al Hotel Astoria y el callejón El Alacrán se levantaban los muros de argamasa de la construcción. Las puertas abiertas rociaban la acera sombrada con aromas medicinales y efluvios de pescado frito que llegaban desde la casa de familia. Las dimensiones inmensas que levantaba el techo de caña brava hasta casi tres metros me impresionaban al punto de creer que el tipo que atendía en la farmacia era un gigante. Solo me tranquilicé cuando en uno de tantos giros divisé un frasco en una esquina del mostrador, está repleto de pelotas de goma, de esas que tanto perdíamos en los jardines vecinos al jugar en la calle. Cuando el tipo regresó con las papeletas y le entregué el real, me dijo que cada pelota costaba siete puyas (moneda de 5 céntimos). Yo sabía que con el vuelto podía comprar la pelota, y también que abuela sabía cuánto costaba el anís estrellado, por eso me retiré caminando de espaldas hasta casi caerme al tropezar en el escalón de la salida. Ya era suficiente con el regaño que me iba a ganar por irme a la Farmacia Profesional, si estaba en riesgo mi salida a jugar pelota aquella tarde, al comprar la pelota ese castigo podía extenderse varios días.

El Polo Norte

Desde mediados de los años 60 siempre me quedaba mirando hacia un rincón encajonado, empujado hacia el fondo de los alrededores de la calle que bajaba desde la plaza Miranda y seguía hasta las proximidades de la plaza Andrés Eloy Blanco. La capa vegetal de ramas de robles y ceibas demarcaba una sombra profunda desde el restaurant El Punto Criollo hasta la esquina del kiosko de revistas y periódicos. A medida que avanzaba en aquel espacio notaba más el gradiente entre las temperaturas calcinantes del medio de la calle y las puertas que se abrían en el rincón del fondo. En la parte superior de la pared destacaba un anuncio de letras artísticas: Bar Restaurant El Polo Norte. Desde niño me imaginaba que la razón de aquel nombre obedecía a los 15 ó 20 grados Celsius de diferencia que había entre la calle y el rincón. Siempre me iba hasta la acera del fondo cuando venía muy sofocado del mediodía cumanés. Una tarde de 1981 andaba apurado en el tropel de mis zancadas, finalmente había encontrado el dato teórico que me faltaba luego de registrar la biblioteca entera del Instituto Universitario de Tecnología, solo tenía el resto de la tarde para redactar el informe de química orgánica; sin embargo sentía una sofocación glacial en la garganta y el sol cumanés parecía aumentar diez grados con cada zancada. Filtré la mirada hacia el fondo de los alrededores del “Punto Criollo” y vi el rincón cual espejismo en desierto, me acerqué con muchísimo cuidado y apreté la puerta azul eléctrico cuando llegué al rincón. Una brisa natural fluía desde los jardines internos, me acerqué al bar y desde la rockola me saludaron un par de conocidos de mis tíos. Metieron dos monedas y empezó a sonar una melodía “… tropical es el manto de tu cielo…”. Hicieron señas con sus botellas ambarinas de elixir de lúpulo y cenada. Me hice el desentendido y pedí una limonada frappé, los tipos pasaron todo el rato lanzando comentarios burlones en medio de carcajadas y gestos despectivos. Me fui hasta uno de los jardines internos y entendí por qué ese restaurant se llamaba El Polo Norte, desde los árboles vecinos llegaba tamizada una brisa refrescante impregnada de océano y juncos del Manzanares, a un costado del jardín tenían un estanque donde se apreciaban camacutos, guaraguaras y querepes que invitaban a rememorar una orilla de río, envuelto entre la ebullición de la tarde cumanesa llegaba un rumor de calamares rebosados, hervido de pescado, coro-coro frito y arepa de maíz pilado. De pronto sentía que se había secado todo el traje de sudor que me acompañaba en la calle y disfrutaba del aire fresco del jardín interno. Cuando dejé el vaso sobre el bar junto al pago, la canción llegaba a su éxtasis, “Cumaná… tierra ardiente y de pasión… quien te vive una vez con amor… no te olvida jamás”.

Cine Pichincha

Como nunca en ninguna sala de cine, los sábados había sesiones de matinée que empezaban a las once de la mañana, prácticamente guardabas el dinero de tus mesadas de vacaciones para acercarte junto a tus primos por los alrededores del cine Pichincha. La construcción inmensa pintada de un amarillo pálido transmitía un ambiente de sosiego y tranquilidad tras los apamates y bucares del patio del bar Sport. La expectativa por ver los cartelones y las fotografías de las películas de vaqueros o Tarzán aumentaba al acercarte a las taquillas laterales, de un lado preferencia, del otro galería. Ya con el boleto en la mano saltabas entre el tumulto de varios vendedores improvisados de jobo de la India pintones o verdes, piñonatos, almendrones que parecían guayabas y hasta suplementos viejos de Batman y Superman; eran los postreros intentos de quienes intentaban completar para ver la película. Mientras caminas por el pasillo lateral hacia la entrada de galería la luminosidad de la mañana se iba difuminando bajo las sombras de los árboles hasta que la oscuridad total te hacía tropezar con los bancos y te sentabas para iniciar un viaje fantástico donde te imaginabas cómo cabían todas esos personajes detrás de la pantalla.

San Luis hace 50 años

Cada vez que me acerco a los predios de la playa de San Luis y veo la arena cuajada de basura, el agua de la orilla invadida de algas y restos de contaminación ambiental, solo el azul añil de la atmósfera mezclándose con el cobalto en el horizonte me permite regresar a ese lugar cuarenta o más años, hasta que algún rastro de basura sobre la arena era una rareza y el agua era un homenaje a la transparencia. Lo que más extraño al contrastar las imágenes es lo que observo al detenerme en la línea mojada que describen las olas entre las arenas calcinantes y el lecho arenoso de la playa. Por aquellos días sentarse sobre aquellas arenas era recorrer con las manos un paisaje de conchas marinas, vivas, de una gama de colores que iban del blanco, al amarillo, al gris. Toda una experiencia caleidoscópica en la cual podíamos pasar todo el día y al final de la tarde nos llevábamos algunos veinte o treinta chipi-chipi junto a aquellos gasterópodos blanquirrosados que llamábamos “abuelitas” y avanzaban como trenes entre los granos de arena. Ahora si acaso quedan conchas marinas muertas, en medio de unas arenas ateridas de restos de bolsas plásticas.

El indio exiliado

En la confluencia de la avenida Arismendi, la avenida Nueva Toledo, la avenida Perimetral y la avenida Universidad, allí donde ahora existe un elevado infernal que pareciera subir al infinito, existía una redoma con la estatua de un indio que llevaba en brazos un pez que muchos decían era un cazón, otros un mero y otros un pargo. La escena marcaba las mañanas y los atardeceres cumaneses, dependiendo del ángulo de incidencia del sol, el indio podía traer aires de un sancocho de pescao en San Luis, o un cruzao de pescado salao con pollo en una orilla de río en San Juan o solo la magia de la brisa marina batiendo entre finísimas partículas de agua. Ahora el indio fue exiliado hacia la salida de Cumaná, y desde allí resulta casi imperceptible para quienes llegan o salen de la ciudad, desde allí el saludo de bienvenida o despedida que ocurría en medio de Cumaná perdió la efusividad, la hospitalidad, la esencia y el sabor de jobo de la India y cuajado de pepitonas que mostraba uno de los símbolos culturales de Cumaná.

El Cubanito

La configuración de luces de neón enhebradas con los postreros zumbidos del sol en el lienzo atmosférico de las seis y media de la tarde delineaba la escena de una flamante avenida Perimetral hacia finales de los años 60, comienzos de los 70. En las inmediaciones del grupo escolar Andrés Eloy Blanco, algunos setecientos metros antes del cruce que lleva al gimnasio 26 de Octubre, había una esquina donde refulgía una flecha roja dirigida hacia la acera. Al lado de la flecha, en sentido vertical, se leía El Cubanito. La primera vez que fuimos al lugar, papá me preguntó para dónde iba. Hizo señas hacia el encargado del negocio y de inmediato se acercó un empleado, libreta en mano, tomó la orden y en cinco minutos regresó con una bandeja que adosó a la puerta del conductor, allí dejó los batidos de fresa y un banana split. Fue el primero y de los pocos locales que prestaron servicio de automóvil en Cumaná.


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