El año 1931 significó un quiebre en la vida de Paul Klee. Por un lado, es nombrado profesor de la Academia de Arte de Düsseldorf y al mismo tiempo su arte [= su corazón] es el blanco de la campaña de difamación emprendida por el nacionalsocialismo contra el arte moderno. Por el otro, dispone de más tiempo para su propio trabajo [cuenta con dos atelieres, uno en Düsseldorf y el suyo propio en Dessau] y al mismo tiempo se siente desamparado, experimenta una inexorable necesidad de protección y de armonía. Se gestaba la gran tragedia. De modo que, Klee les atribuye a estos ángeles de 1931 una especial tarea. Ellos están destinados no a portar luz, tampoco mensaje, sino a brindar amparo.

En otras palabras, se trata de genuinos Ángeles de la Guarda.

Geraldine Gutiérrez-Wienken

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ESPERANDO ACONTECIMIENTO

Estos son los hijos de los caballos

que alguna vez me regalaste.

Estuvieron alzados en un médano

más allá de las sabanas

que durante el invierno

se aniegan

y son un verdadero mar de agua dulce.

Pero ellos han vuelto

justo en el momento

de abundante pastura

en estos campos

que aman el desorden.

Aunque debes saber

que también me refiero a nosotros,

los arrollados por el envés:

por la carga de incertidumbre

que la vida

y el esperanzador futuro      tienen.

Pero tú llegas de pronto

y me los entregas:

al potrillo saino

y al moro.

Cúanto me alegro, digo,

porque llueve

y las astromelias colgadas de los aleros

¡por fin florecieron!

Claro, era cosa de esperar

que las hojas

se acumularan en el patio

para quemarlas.

Nuestro deseo de vivir

se realizó de manera casi involuntaria

y ya no estamos hipnotizados

por la corona

de los segundos que pasan.

La vida      de estos potrillos

pertenece      desde ahora

a este tiempo.

¿Y en qué cañada habrán muerto sus padres?

¿acaso

lo sabes?

Igor Barreto

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Últimamente me despierto mucho antes de que salga el sol. Ayer: tres y cuarenta y uno. El martes a las cuatro y cinco, el miércoles a la tres y diecisiete. Hoy: a diez para las cuatro. Abro los ojos como quien abre la angustia. ¿Habrá pasado algo? La pregunta no llega a pronunciarse, ni siquiera se organiza en el aire. Pero puedo presentirla. Es una inquietud que todavía no tiene letras y, sin embargo, suena. Estiro la mano y tomo el teléfono que está sobre la mesa de noche, junto a los libros. El país de pronto es una media luz que titila en Twitter. ¿Habrá pasado algo? Miro, leo, sin soltar la respiración. Después, ya no puedo volver a dormir. La noche termina donde comienza esa pregunta. Me quedo un rato, entre las sombras, en silencio. Con el sueño despierto.

(07-03-2019)

Alberto Barrera Tyszka

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RELATO DE LOS ÚLTIMOS DÍAS

Cuenta Chateaubriand que Napoleón, ya deportado a Santa Helena, recibió la visita del capitán Basil Hall (hijo del primer ciudadano inglés que conoció) y que este le refirió que los habitantes de una isla japonesa cercana a Nagasaki, que recién había visitado, no conocían armas, ni luchaban por el poder, ni sabían de la existencia de Francia o de Inglaterra y que nunca –cosa que debió aniquilar la autoestima del depuesto emperador– habían oído hablar de él. Sin quererlo, Basil fulminaba al tirano con este testimonio, en momentos en que su muerte física ya lo demandaba. El escritor recuerda el episodio por lo que dice sobre la pasta anímica del reo y por los parecidos que se establecen con todos los hombres de poder cuando ya han caído y viven como muertos.

Francisco Javier Pérez

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“12.05.2016

Encuentro con mi primo Federico, después de muchos años.

En un café, conversando del país. Él lleva más de diez años viviendo en Suiza, entre Laussane y Ginebra. Tampoco pensaba instalarse cuando llegó. Hablamos con la mirada a veces un poco perdida, como si fuésemos veteranos de guerra. Imagen desproporcionada. Solo perdimos un país. Ese en el que nacimos y crecimos. Si algún día regresamos, ya será otro país.

Coincidimos en que no hay que hablar tanto del país con extraños. En el fondo, no les interesa y no hay necesidad de asustar a nadie. La gente le huye a los soldados y a las víctimas”.

Rodrigo Blanco Calderón

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Julian Barnes, en The Noise of Time, cuenta que el muy joven Dimitri Dimitrievich Shostakovich compuso con inmenso éxito la ópera Lady Macbeth en Mtsensk. Fue estrenada en New York, Londres, Berlín, Buenos Aires y llevaba una larguísima temporada en Moscú y en Leningrado (San Leninsburgo, la llamaban).

El éxito fue tal que el propio Stalin fue a ver la ópera, en el palco principal del Teatro Bolshoi y detrás de una cortina. Al día siguiente el editorial de Pravda consistía en una crítica demoledora contra la ópera, en la que el compositor era acusado de izquierdista (aparentemente no se podía ser izquierdista durante el leninismo), formalista y alejado de los intereses del pueblo. Dimitri lee el editorial y llega a la conclusión de que fue escrito por el propio Stalin: los errores gramaticales y ortográficos demostraban que nadie se había atrevido a corregirlo.

Por supuesto, a partir de ese momento los críticos que habían alabado la obra, repentinamente ven la luz y descubren que se habían equivocado y que la perversidad del compositor era tal que los había cegado y no habían visto las fallas de Lady Macbeth. Nadie le habla ni lo recibe.

Shostakovich dejó de dormir. No quería que la policía llegara a su casa y lo encontrara en la cama y en pijama. Los que salían así los mataban, en cambio los que salían de casa, pensaba él, vestidos y con una maletita quizás volvieran.

Shostakovich pasó una muy mala época, pero Stalin no pudo con él. Fue execrado y reconocido intermitentemente por la misma gente, pero sobre todo fue un músico del régimen, laureado con todos los premios de la URSS. Nunca dejó su país y murió en los años 70. No sé si tuvo suerte, o su ambigüedad lo salvó. Grandes músicos, pequeñas personas.

Violeta Rojo

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BARBERÍA DELIRANTE, 2

Estoy trabajando, siempre estoy trabajando. “Eres malo y egoísta”, escucho que me dices dentro de la cabeza. Me tiemblan las manos. “Tóxico, tóxico, peor que veneno. Deuda”. Poco puedo hacer para que la tijera no baile entre mis dedos, para no trasquilar la cabeza frente a mí. “Eres lo peor que me ha pasado en la vida”. Menos mal que no ha habido sangre, solo un trasquilón en la pollina. “Me has arruinado, maldito narciso”. Intento reparar cortando más. La tijera se mueve casi a ras del cuero cabelludo. Es la única forma de solucionarlo, pero ni siquiera así. “Frío como la guerra. Peor que la tercera en el patio de la casa”. Debería ofenderme. “Ruso, mercenario. Americano, explotador”. La cabeza respira pero no se da cuenta del daño. Quizá no le importa. Yo sigo trasquilando. Trasquilando y trasquilando. “Gallina, gallina, gallina”. Finjo dolor pero este último insulto me tranquiliza. No porque me guste correr, que a veces me gusta, sino porque esto ha cambiado y a las gallinas primero no las robaban y ahora ni siquiera las hay. Tampoco me importaría que me dijeras reproductor.

Slavko Zupcic


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