Entre los aromas del amanecer dominaba el del café recién colado, en competencia con el de las arepas, puestas orillando las brasas para que perfeccionaran su lenta cocción, y con el que salía del fuego de leña. Juntos, emitían las cálidas señales de que el corazón de la casa había reanudado su latir desde muy temprano, luego del reposo nocturno durante el cual unas pocas brasas, agazapadas en un lecho de cenizas, tuvieron la responsabilidad de mantener la vida en aquel sagrado recinto, una vez terminada la cocción del maíz, pilado al final de la tarde en una especie de danza ritual.

Estas armónicas sensaciones procedían de un mundo en el cual cada paso tenía su momento, y cada momento engranaba en un orden establecido, no regido sin embargo por el reloj. Imposible saber si el tiempo marcaba los pasos o si estos hacían el tiempo: café, desayuno, almuerzo, merienda y comida, eran las divisiones naturales del día, reservándose la noche para sí alguna merienda tardía. Para quienes como yo andábamos apenas en poco más de los diez años, el ciclo estaba claramente establecido, con intercaladura de juegos.

Todo había comenzado en la tarde anterior, cuando reposado el almuerzo se comenzaba a escoger el maíz, es decir, a limpiarlo de impurezas. Una vez terminada esta minuciosa operación, responsable del blancor del producto final, se procedía a pilarlo en un pilón al cual se le rodeaba la boca con un trozo de coleta atado con una cuerda, formando el gollete, para realzar un poco el borde. El pilar, a una mano o de manera sincronizada a dos manos, iba asociado por lo general con el cantar, interrumpido por alguna reprimenda dada por la cocinera “a esa muchacha tan floja”, que dejaba reposar la mano dentro del pilón, lo que rompía el ritmo del pilar a dos manos, por rochela, torpeza o lentitud. Nunca logré saber si tenía más responsabilidad la vista o el tacto en la decisión, pero lo cierto es que de pronto brotaba la sentencia: “lava bien el maíz”. Lavado en varias aguas, hasta que soltaba todos los picos, daba lugar al agua de maíz, destinada a engordar a los cochinos en el chiquero situado al fondo del gran patio trasero, en el rincón derecho, formado por la pared de la calle de atrás y la divisoria con la casa vecina.

Si pilar el maíz era un rito, cocinarlo era un arte. Dos grandes canarines de peltre, destapados, llenos de maíz hasta unos cuatro o cinco dedos por debajo del borde, y cubierto el contenido por unos dos o tres dedos de agua, se apoyaban firmemente sobre las topias e iniciaban su lento bullir. Lo de arte tenía que ver con la decisión sobre cuándo “el maíz está”. Dos modos de comprobación: hincarle la uña o el diente, para determinar cuándo está cocido sin quedar blando o cuándo está duro sin quedar crudo, porque si demasiado cocido, la masa se aguaría al ponerle agua con sal para amasarla; y si todavía quedaba crudo el maíz, la masa no tomaría la consistencia requerida para moldear las arepas y la concha de estas se cuartearía.

Muy temprano, apenas al amanecer, una vez montada el agua para el café, se procedía al amasado, en una batea de madera, rociando la masa con agua salada tomada de una escudilla en cuyo fondo podían verse algunos granos de sal, reacios a disolverse. El tomar una pizca de masa y probarla determinaba el grado de sal requerido, así como el apretarla entre los dedos indicaba si el molino Corona había cumplido bien su cometido, o si por el contrario era necesario volver a pasar la masa. Terminado el amasado, se dejaba reposar la mezcla en la batea, cubierta con una tela húmeda, durante un rato, tras lo cual comenzaba propiamente la elaboración: todos los días se hacían arepas, telas y bollos; con mucha frecuencia se hacían arepas peladas, de chicharrón o de plátano; nunca menos de tres tipos. Pero no recuerdo que se hicieran hallaquitas, como las que comen los caraqueños. El maíz blanco era básico, pero no era raro usar el amarillo, de tan particular aroma al contacto con el fuego de leña, combinación de lo ácido con lo tostado.

El desayuno se servía cuando volvía a casa, para tomarlo, mi padre, quien había marchado apenas amanecía a abrir la tienda, con solo un trago de café de la primera colada, o café puro, servido en una tacita de porcelana china, de paredes tan delgadas que dejaban traslucir el líquido.

Mi padre encontraba la mesa puesta en un espacio ventilado, abierto al patio: sobre un mantel blanco, de un género que con el uso y el lavado frecuentes adquiría una suavidad al tacto que nunca olvidaré, estaban desplegadas una vajilla inglesa ordinaria y una cuchillería de plata alemana. (En el comedor de aparato, en un ceibó oloroso a cedro, reposaban la vajilla de gala y la cuchillería de “Christofle”, con iniciales grabadas, parte esencial del ajuar). Rara vez éramos menos de doce los comensales.

Por lo general el desayuno consistía en pescado frito: corocoro, lamparosa, y, cuando “no había pescado”, como decía la encargada de ir a la plaza si no encontraba algunas de las especies más apreciadas, lisa o tajalí, siendo este el último recurso. La alternativa consistía, por lo general, en morcilla cumanesa frita, con su leve dulzor asistido por el ají dulce y una pizca de picante, y chorizos de Carúpano o Río Caribe. Estos últimos, pequeños, delgados, hechos con carne de cochino cortada en minúsculos trozos –nunca molida, ni mucho menos mezclada con carne de res– con sus ojos de grasa y tropezones de pimienta negra quebrada, eran los preferidos. En otra bandeja, plátanos fritos. Los apoyos eran por lo general queso holandés “de carretilla” –en ocasiones los inolvidables quesos de mano de telitas traídos de Cariaco o de Chiguana–, mantequilla danesa “de la vaquita”; arepas y telas, y bollos recién hervidos, casabe y no con mucho favor algo de pan de trigo. No se tenía la costumbre de tomar jugos de frutas en el desayuno; la fruta se comía al final y variaba según la época del año. Con frecuencia procedía del patio: nísperos, lechosas, riñones o uvas del parral de la casa de la tía. El café con leche distinguía según las edades: la leche hervida con un punto de sal se combinaba con café puro para los adultos, y con café de la segunda colada para los menores.

Terminado el desayuno, vuelto mi padre a su trabajo y algunos de mis hermanos idos a la escuela, comenzaba casi de inmediato la movilización que culminaría con el almuerzo, servido por lo general un poco después del mediodía. Puedo dar fe de lo que entonces ocurría en casa porque no fui a la escuela antes de cumplir los ocho años: una tía madrina de mi más dulce recuerdo me enseñó a leer y a contar, al mismo tiempo que abrió mi sensibilidad a la dulcería criolla.

El almuerzo dependía de lo que hubiera en la plaza, es decir, el mercado. Aunque ya contábamos con refrigerador, este era utilizado sobre todo para enfriar líquidos, y no era costumbre guardar en él carne ni mucho menos pescado: ¿a quién se le podía ocurrir comer pescado viejo, es decir, del día anterior? Es más, por lo general el pescado del almuerzo era traído a las casas, poco antes del mediodía, por las esposas e hijas de los guaiqueríes de Caigüire Abajo y de Caigüire Arriba. Las veo con nitidez: acuclilladas en la playa, vestidas todas de negro o de medio luto porque siempre había un duelo que guardar, descalzas, con la batea de madera al lado y el rollete de trapo dispuesto para el ajuste de la batea sobre la cabeza, oteando el horizonte punteado de pequeñas velas latinas –ningún ruido mecánico alteraba entonces la armonía de los sonidos naturales del mar–, y dando pausadas chupadas, las de más edad, a unos cabos de tabaco que solían fumar con la candela hacia dentro. Llegado el bote correspondiente a la playa, acudían sin pérdida de tiempo a llenar las bateas, las cuales eran alzadas con ayuda del esposo o del hijo pescadores hasta reposar sobre el rollete, y de inmediato partían presurosas hacia la ciudad, más allá de la sabana, descalzas, agotando con paso acompasado y sin pausa la considerable distancia, procurando llegar primero para ganar los buenos clientes. Eran tiempos de pesca abundante, fácil y de peces grandes. Por lo general sobresalían de las bateas las colas de carites, sierras, pargos, cunas y jureles. Al comenzar a recorrer las calles, despertaba el vocerío cantando pescado fresco, y se asomaban al zaguán de las casas. Ante las respuestas de “ya se compró” o “a ver qué traes ahí”, bajaba o no la batea, que puesta sobre el suelo permitía a la dueña de la casa o a la cocinera escoger el pescado para el hervido: cuna o pargo, por lo general, y en ocasiones jurel, cojinoa o pámpano; y el pescado para el frito del almuerzo y para la comida de la tarde: sierra, carite y en ocasiones lamparosa o pámpano. No recuerdo que se friera pargo o cuna.

El almuerzo giraba en torno al hervido de pescado. No más de una vez a la semana se hacía sancocho de carne de res y, los domingos, de gallina. El hervido de pescado era hecho en ocasiones con pescado frito del día anterior –por lo general sierra–, o con pescado salpreso, y ganaba rotundidad cuando era hecho con jurel, fresco o salpreso, con el añadido de leche de coco y la fragancia del ají dulce. En ocasiones el sancocho de carne admitía también variantes: el de cochino salpreso, con frijoles o arroz, y el de cecina de chivo, con o sin leche de coco. El acompañamiento básico era de ñame, mapuey, ocumo y yuca. Al de pescado se añadía zumbí tierno; al de carne, plátano pintón y auyama; al de gallina quimbombó. Cada cierto tiempo se servía mondongo, hecho con trozos de regular tamaño y con el acompañamiento de plátano semi maduro, y pimienta negra quebrada, para realzar el sabor ligeramente dulce por obra del plátano. Cuando coincidían los ingredientes de óptima calidad: chacos sin fibra y dulces, auyama carnosa y firme, frijolitos veraneros recién traídos de los bajos del Orinoco, y buen coco seco del Golfo, reinaba en la mesa el machucao, acompañado con casabe y pedacitos de lisa salada, no seca aún y por ello y por gorda de un color ambarino, asada a la brasa.

La ventruda sopera, el frasco de ají para los grandes, la bandeja con el aguacate cortado en tajadas y las arepas arropadas en su cesta, aportaban los contingentes del almuerzo. Luego vendría el frito: por lo general carite o sierra fritos en ruedas, arroz blanco, tajadas de plátano y solo ocasionalmente caraotas (los caraqueños eran desdeñados por comedores de caraotas y, lo que era peor, de quinchonchos). En su época, catalanas, mojarras, cagalonas, cunaros y aún corocoros, hacían el relevo. No pocas veces el cuajado de cazón o de chipichipe, o el arroz con pepitonas, reforzaban o sustituían el pescado frito, así como las torticas de huevas de lisa. Calamares, pulpos, langostinos y langostas no formaban parte de la dieta cotidiana, pero con frecuencia estaban presentes los cangrejos moros y las jaibas, por lo general hervidos para ser comidos solo con limón.

Debo confesar que jamás se me ocurrió pensar que comer pescado, en cualquiera de sus formas, no menos de dos veces diarias, y por lo general tres, pudiera cansar el paladar. Cumaná era entonces una ciudad en la cual, para unos treinta mil habitantes, no se mataban diariamente más de cuatro o cinco reses y unos cuantos cochinos.

Mangos, cambures, lechosas, catuches, riñones, jobos de la India, granadas, guayabas parchas –del patio de atrás–, y unos luminosos racimos de uva moscatel que la tía cultivaba, con amoroso cuidado, en el parral que ocupaba más de la mitad de su extenso patio, cerraban el almuerzo, cuando no lo hacían el plátano en dulce con incrustación de clavos de especia, el majarete recién hecho, el gofio, el arroz con coco, con su toque de anís y nevado de canela, y en algún domingo las ruedas de dulces piñas de Quetepe, maduras pero firmes, puestas en vino de Marsala el día anterior. De manera rutinaria el almuerzo culminaba con la entrada triunfal de la vieja Filomena, erguida, equilibrando sobre su cabeza una gran batea repleta de granjerías, que al ser colocada sobre la mesa nos permitía escoger entre turrones de todos los sabores, jaleas de mango y de guayaba, coquitos, pavos, almidoncitos, polvorosas y todas las demás. La combinación de aromas que se desprendía de la batea, al ser levantado el lienzo que la cubría, era en sí una gratificación.

Con cierta frecuencia, según la oportunidad del aprovisionamiento, cerraba el almuerzo una gran taza de chocolate, hecho con cacao en bola de los caños, es decir procedente de El Pilar o del Valle de San Bonifacio, molido en la casa paterna de Cariaco y amasado con azúcar, canela y clavo. Mucho me costó admitir, años más tarde, que lo que tomaban los caraqueños era también chocolate, aunque careciera de aquel aroma y el sabor un tanto agresivos, y de la consistencia lograda con el molinillo y sin la intromisión de la corruptora harina de trigo.

Luego del almuerzo, para los adultos la siesta y para los muchachos la escuela, donde se libraba, como lo averigüé poco después, una heroica lucha contra el sueño en la clase de dictado, a las dos de la tarde. Para quienes permanecíamos en casa, el discurrir de la tarde traía siempre algún grato acontecimiento, el cual podía ser el fresco de jobito de río o de tamarindo, o la poliada de catuche. Y, en complicidad consecuente con la cocinera, la berenjena verde robada del patio de la tía y asada lentamente a la brasa, para comerla solo con sal; y con más frecuencia la liza salada asada también en brasa y comida con un trozo de casabe mojado en café colado. En ocasiones la merienda consistía en un pedazo de casabe cubierto con miel de la tierra, cuando no en un plato de leche de coco con jengibre, recién hecha con las orillas de casabe celosamente recopiladas.

Entre la merienda y la comida de la tarde, servida esta cuando empezaba a oscurecer, tenía lugar el baño, que preparaba para vestirse de limpio. En ocasiones el baño parecía una excursión, con sus proyecciones gastronómicas: marchaban las mujeres con los muchachos, por la calle del baño hacia el río, y entre zambullidas no faltaban los mangos, los jobitos o las guamas, encargados de mantener excitado el paladar con su contrapunteo de azúcares y fragancias, y hasta con el picor de la concha del mango tino.

La comida de la tarde se organizaba en torno al pescado frito, generalmente carite, sierra o lamparosa, y en su defecto o por estar especialmente buenos, catacos ojo gordo, cachorretas o corocoros. Concurrían el arroz blanco bien suelto, que exhalaba un aroma que trasuntaba la cebolla, el ajo, el ají dulce y el aceite de oliva, y los plátanos fritos o asados. Algunas veces reinaba la tortilla de plátanos con chorizos, verdadero reto al paladar por su difícil equilibrio de sabores de suyo tan contrapuestos: o el cuajado de cazón, capaz este último de alcanzar altos niveles de excelencia cuando se domina el arte de su elaboración, comenzando por la selección del pescado según el tipo, el tamaño y el grado de frescura. Nunca hacía su aparición el pabellón, tildado de central y por lo mismo no de mucha aceptación en el Oriente federal, donde la armonía con el arroz blanco, las caraotas levemente dulces y el plátano frito la establecía el pescado también frito, en el caso carite o sierra. Pero cuando estaba presente la carne mechada, por sí, enredaba sus finas hilachas, a veces fritas hasta resultar quebradizas y hechas por lo común a partir de tasajo y no de carne fresca, y con el solo condimento de ajo y cebolla. Más frecuente era el guisado de cochino salpreso, aromatizado con orégano silvestre de “la otra costa”, donde era pasto de chivos y conejos traídos en forma de cecina al mercado por los trespuños repletos de tinajas, aripos y múcuras hechas en el pueblo de Manicuare, y de pescado salado. Recuerdo bien que no era raro contar en la cena con las tiras de jurel salpreso fritas, o con las torticas de huevas de lisa. En cambio, brillaban por su ausencia las legumbres caraqueñas: remolachas, zanahorias y nabos. Las papas, no muy frecuentes, hervidas y cortadas en ruedas, se juntaban con el tomate en la ensalada de huevas frescas de jurel, hervidas con sal y ají dulce, y en ocasiones con camarones de mar o de río, regada con una leve vinagreta con jugo de limón y adornada con ruedas de cebolla y pimentón. Cuando el tiempo –en el sentido de “es tiempo de”– lo permitía, venían a la mesa los tabaquitos de arroz con trocitos de carne de cochino, envueltos en tiernas hojas de parras; las berenjenas de concha verde rellenas con la misma mezcla –versión de la musaka– o el quipe frito. Se anunciaba de esta manera la irradiación cultural de “los turcos”, impropia denominación dada a los laboriosos sirios y libaneses, llegados al amparo del detestado pasaporte imperialista. Rápidamente estas intrusiones gastronómicas fueron asimiladas hasta el punto de olvidarse su origen reciente y de vérselas como parte de la cocina criolla tradicional.

El pan de la cena estaba representado por casabe, y arepas y bollos recalentados, lo que correctamente hecho y cuando se trata de productos bien elaborados añade una nueva dimensión a su sabor: un ligero ahumado y una que otra área tostada hasta amarillear. El café con leche acompañaba la comida. No eran frecuentes ni el queso ni la mantequilla.

Para los más jóvenes la comida de la tarde era en gran parte un camino hacia la satisfacción de la expectativa del postre, representado por el dulce de lechosa verde hecho papelón, el dulce de jobo de la India, el de tamarindo, la jalea de mango verde o el dulce de pulposos hicacos traídos de la boca del río. Punto culminante lo constituía la aparición del queso de piña, cocido en baño de María, con el toque de unas brasas puestas sobre la tapa de la lata de leche o de galletas en la cual se le cocinaba, para dorarlo por encima.

Terminada la comida de la tarde, era de rigor sacar sillas y mecedoras para “sentarse en la puerta” de la casa. El frescor del anochecer, el saludo de los paseantes y un poco de tertulia, llenaban la velada cuando no se iba a la intermediaria, es decir, la función de cine, al aire libre, en el “Cine Bar La Glacière” o en el más popular cine “Paramount”, para culminar en el “Bar Sport”, de Francisco Pérez, a tomar helados, en copas de plata alemana y con cucharillas del mismo metal. No era fácil escoger entre el cremoso helado de coco, el muy fragante de jobito de río, el de mantecado con leve sabor a requemado, el de catuche que parecía ser la pulpa misma de la fruta y el de limón punteado de rayadura de la concha.

Aunque el no ir al cine nos parecía a los más jóvenes el colmo de la privación, permanecer a la vera de los mayores no dejaba de tener sus compensaciones, pues al poco tiempo pasaban los muchachos vendiendo cucuruchos de maní en concha recién tostado o de harina de maíz Cariaco endulzada con papelón raspado. Más tarde, poco antes de marchar a la cama, tenía lugar la excursión hasta la casa de Aurora “la turca”, venerable dama que había desarrollado una especial técnica para elaborar las empanadas de cazón. Eran casi del doble tamaño de las corrientes, y sobresalían por la calidad de la masa –con leve dulzor–, y por su perfecta fritura, de la que resultaba un producto en el cual el crujir de una película ligeramente tostada se armonizaba con la suavidad de la masa –nunca correosa–, y el guiso de cazón punteado de ají dulce. El arte de doña Aurora compensaba la adopción de tabaquitos y quipe.

Debo confesar que de las conversaciones “en la puerta de la calle” guardo un recuerdo que ignoro si se corresponde solo con lo escuchado o también con lo vivido: me refiero a la taza de chocolate tomado con bizcochos poco antes de ir a la cama, para ayudar a conciliar un sueño sereno y reparador. Lo que no logro establecer es si el recuerdo de esta sana práctica se refiere a mi propia experiencia o a la de mis bisabuelos, evocada en aquellas tertulias como signo de mejores tiempos, naturalmente ya pasados.

Termina de esta manera mi recorrido de un día de alimentación en mi casa paterna, en Cumaná, a comienzos de la década de 1940. Aparte del valor espiritual que tiene para mí esta evocación, he querido contribuir con ella a la conformación de ese gran campo de la cocina criolla venezolana, en el que trabajan, con tanto empeño como éxito, el Presidente de esta dignísima Academia, Armando Scannone, y su Vicepresidente, José Rafael Lovera.

A manera de conclusión diré que se trataba de una cocina cuyos procedimientos técnicos consistían en hervir, freír y asar, y en algunos casos en el uso del baño de María, pero que ignoraba el horno. Era, igualmente, una cocina que consistía en una combinación relativamente limitada de componentes, agrupados en torno al eje constituido por el pescado. La condimentación solo disponía de unos contados ingredientes: sal, azúcar, papelón, miel de la tierra, pimienta negra, caituco, ají dulce y picante, orégano, yerbabuena, clavos de especia, canela, anís, jengibre y vainilla. La frescura y la alta calidad de los componentes alejaban el riesgo de la monotonía. Por supuesto, en este último resultado se manifestaban también el celo y el arte culinario de mi madre, en estrecha cooperación con la veterana cocinera, y el poder adquisitivo y el gusto de vivir de un próspero e ilustrado comerciante de una capital provinciana.

(De Carrera Damas, G. Elogio de la gula (Glosas sobre apetitos y satisfacciones). Caracas: Grupo Editorial Norma, 2005).

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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