El libro de Lisa Blackmore es fascinante: Modernidad espectacular: dictadura, espacio y visualidad en Venezuela 1948-1958. No ha sido traducido del inglés al español, así que sirvan estas breves palabras para el llamado a su necesaria traducción y el reconocimiento de una lectora que como yo ha aprendido de Blackmore más de un asunto sobre el tema del archivo.

En sus páginas realizamos una inmersión en lo que la autora llama el “libreto oficial” de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Y comprendemos cómo fue que esa gran ola de la “inauguración del progreso” en el país se fraguó bajo una cultura del espectáculo en torno a “la marca Venezuela” cuyos intereses corporativos estuvieron en las manos militares del momento. El inmenso trabajo de publicidad del régimen de Pérez Jiménez se sustentó en la creación de un archivo portentoso (hoy Archivo Histórico de Miraflores) en el que Lisa se inmiscuyó con un ojo curatorial e inquisitivo de porqué ese espectáculo llamado Venezuela estaba destinado a fundar una historiografía de la modernidad a la que aspiraba esta dictadura. No solo para transmitirla con imágenes y obras arquitectónicas primariamente –“Pérez Jiménez ejercería una escritura de la historia más visual y espacial que verbal”– sino para controlar a una ciudadanía que comenzaría a desplazarse coreográficamente en torno a las premisas de ese “Nuevo Ideal Nacional”.

Si bien Blackmore se mantiene sujeta a tal década sin sobrepasar jamás los límites de la investigación correcta, los lectores venezolanos no podemos dejar de sentir cómo ese ideal de modernidad espectacular penetró los tuétanos de una ciudadanía caribeña y petrolera que produciría sueños apoteósicos. Ideal basado en certámenes de belleza, carnavales, paradas, y que además buscaba traer el consumo a casa: llega la TV a los barrios, leche en polvo, carros veloces, centros comerciales, vitrinas. Cosas que Pérez Jiménez puntualizó con asfalto e importaciones y la construcción continuada de la primera gran Caracas. Digo continuada porque el prospecto se dibuja anteriormente: entre la muerte de Gómez y la llegada de Pérez Jiménez. En ese intervalo surgen las nacientes propuestas arquitectónicas que nos llevan, incluso, hasta el proyecto del Banco Obrero en el gomecismo, según la cuenta acuciosa de Blackmore.

Pero, sin discusión, es la década 48-58 la que va a concretar un nuevo país propenso al progreso y sus aspiraciones ciudadanas, aunque bajo la reprimenda grotesca de la bota militar, la desmovilización política, presidios y exilios. Determina Blackmore: “Nadie negaría que la Ciudad Universitaria trajo una estética desafiante al corazón de Caracas. Sin embargo, el hecho es que la velocidad de construcción del campus y la ceremonia de inauguración sirvieron a fines pragmáticos. El gobierno militar estaba dispuesto a afirmar su credibilidad y a confirmar la importancia geopolítica de Venezuela en el escenario mundial”. Lisa examina el archivo-arquitectura del régimen que se afirmaría entonces en una “modernización sin precedentes” ocasionando una “transformación radical del espacio y los cuerpos”.

Y, no obstante, como persona, como cuerpo, que creció bajo los beneficios de la arquitectura de Villanueva, saboreándola cotidianamente, y gracias, asimismo, al diálogo con las páginas cardinales de este libro elaborado con un sentido vivo de compromiso con Venezuela –lo que hace de Lisa una investigadora entrañable para el país–, me pregunto si acaso ¿este espacio no nació con la democracia ideológicamente? La Cuidad Universitaria no es un campus sino una auténtica ciudad con flujos y volúmenes urbanos y una escala humana integral y orgánica a la magnitud de un trópico caribeño continental. Me pregunto, entonces, si acaso no es posible afirmar que Villanueva ideó una vía democrática en medio de la dictadura. ¿No hubo birlado a la tiranía? ¿Hasta qué punto esta arquitectura favoreció los desplazamientos de la clandestinidad? ¿No contribuyó Villanueva con la emergencia de la democracia construyendo vehículos eficaces para los agentes de la lucha pertinaz? Parece que lo que se vivió con la inauguración de la Ciudad Universitaria (1954) fue todo lo contrario a lo que había declamado la juventud perseguida, que esta sería un campo de concentración; muy por el contrario, los estudiantes se descubrieron disfrutando un espacio cuya generosidad vital fue inequívoca.


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