La tarea del testigo (Caracas: El perro y la rana, 2007), la novela corta de Rubi Guerra, debería haber suscitado una inesperada y polémica atención desde su publicación. Sin embargo, no fue así. Resultó ganadora del Concurso de Novela Corta Rufino Blanco Fombona (2006) y recibió elogiosas reseñas críticas de Carolina Lozada y Gregory Zambrano, tanto por el estilo de su prosa inteligente y elegante, como por la revaloración del protagonista, J.A., referente de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), autor canónico en la literatura venezolana, de quien Guerra hace una reconstrucción libre, imaginativa y detallada del último periodo de su vida, cuando viaja a Europa y lo vemos en la aventura desesperada de encontrar una sanación para su condición enferma, mientras conoce, en un recorrido de encuentros azarosos con personajes delirantes, una época signada por experimentaciones artísticas, científicas y crisis políticas. Sin embargo, la tentativa de Guerra va mucho más allá de la imitación del estilo complejo de la prosa de Ramos Sucre y la exploración de sus dolencias físicas y psicológicas. Guerra revisa pormenorizadamente la figura romántica de Ramos Sucre y cuestiona su lugar en la historia de la literatura venezolana e hispanoamericana.

La tarea del testigo narra los últimos días de J.A., un personaje que desde el principio se confunde con José Antonio Ramos Sucre, aunque sin asumir una total identificación. Este distanciamiento no solo afirma la libertad del novelista para jugar con la realidad y la ficción, sino también apunta a un cuestionamiento de un autor objeto de culto en Venezuela. Nada raro en nuestra historia: el culto al personalismo, al héroe militar o civil que reúne todas las virtudes que la sociedad anhela y desprecia al mismo tiempo, sin preocuparse por la naturaleza de ese culto. Pero cuestionamiento no es negación. La novela de Rubi Guerra es mucho más sutil.

En la obra que nos ocupa J.A. es testigo de la violencia de la Venezuela de principios del siglo XX, que padece junto a muchas otras limitaciones de quien vive en un país gobernado por la barbarie. Viaja a Europa al final de su vida para intentar curar una amibiasis y un insomnio que lo está llevando a un agotamiento intolerable. Allí también es testigo del ascenso del nazismo en Alemania. J.A. no ignora la violencia de su época, pero actúa como si su condición de poeta enfermo demandara más su atención ante la incertidumbre de una existencia que no puede soportar y que lo conducirá al suicidio. Sabemos de los trastornos nerviosos y el temor ante la pérdida de las facultades mentales por las últimas cartas de Ramos Sucre. Esa tensión entre lucidez y delirio está muy bien recreada en la novela. Pero Guerra va más allá de repetir el ensalzamiento de la figura romántica de Ramos Sucre, el sufrido, el incomprendido. Por el contrario, confronta a J.A. con la experiencia mundana de la modernidad, esa con la que Ramos Sucre mantiene relaciones incómodas (su procedencia de una Venezuela mayormente rural y su culto por la tradición humanística lo atan más al siglo XIX). Como ha dicho Julio Quintero, la “sabiduría del poeta, al menos dentro de la tradición romántica y moderna, depende de forma estrecha de su residencia en la noche y del papel del sueño como espacio de reencuentro con el origen primero”, pero el insomnio de J.A. y Ramos Sucre contradicen ese vínculo romántico y lo insertan en una vigilia constante; para acentuar este giro, J.A. se convierte en detective del “asesino de Merano”, una estrategia para desmitificar la figura del poeta romántico en Hispanoamérica, cuya versión más conocida es Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño (549).  

Desde el principio, La tarea del testigo se desarrolla como una expulsión de J.A. de su sueño a una vigilia desconcertante. “El Cónsul abre los ojos y al lado de su cama hay un hombre que nunca ha visto” (11). Así empieza la obra, dando una atmósfera de umbral impreciso entre el sueño y la vigilia al introducir esa otra presencia inquietante que luego comprobaremos es la voz del autor implícito. Rubi Guerra advierte desde el principio al lector que su narración está hecha desde el extrañamiento. Pronto nos enteramos de que el protagonista se encuentra en un barco con rumbo a Europa, y el viaje se convierte en un recurso articulador de la trama. En su trayectoria J.A. se encuentra en un sanatorio con personajes extravagantes, como el doctor Kircher, un discípulo de Jung, el doctor Zeller, Cesare (quien recuerda al sonámbulo asesino del filme El gabinete del Doctor Caligari), y su amigo Konrad Reisz, paciente al igual que J.A., y muy cercano a Kafka. Esta galería de personajes tiene una gracia exquisita: es el mundo del psicoanálisis, las vanguardias artísticas y la innovación tecnológica del cine. Un mundo contemporáneo a Ramos Sucre pero al cual fue ajeno. Ni siquiera mostró interés por las transformaciones que el petróleo estaba haciendo en Venezuela, acaso porque es algo muy viscoso y mundano para alguien casi casto y reprimido. Ironía de la novela: el viaje de J.A. lo confronta con una exterioridad mundana, tecnológica y muy politizada. J.A. investiga la verdad del “asesino de Merano”. Los crímenes del sonambulista Cesare, si pensamos en El gabinete del Doctor Caligari (1920), han sido vistos como una alegoría del Kaiser Wilhelm II, emperador de Alemania, a quien se acusaría de la masacre de la Primera Guerra Mundial. Mientras J.A. sigue el rastro de Cesare, encuentra una manifestación proselitista de los nazis que termina en violencia. De este modo, los monstruos del expresionismo alemán son una antesala alegórica de la violencia soterrada de una Europa que se encamina a la Segunda Guerra Mundial. J.A. es un testigo conmovido pero a la vez impotente frente a estas convulsiones.

Podríamos pensar que J.A. solo puede ofrecer su visión analógica e inspirada de la historia como una crítica de esta. Esta actitud romántica se contradice sin embargo con su función de cónsul en Suiza de una dictadura sudamericana (la de Juan Vicente Gómez), cuando la historia está demandando un compromiso político de sus artistas y escritores ante las guerras, totalitarismos, exilios y otras injusticias. Pero si nos atenemos a la historia de la literatura hispanoamericana, recordaremos que los compromisos de los poetas de la vanguardia con revoluciones despóticas empezaron a ser desacreditados e ironizados progresivamente. De allí que el autor implícito en La tarea del testigo cuestione al final de la novela la condición de testigo de J.A. ¿Se puede serlo y ser “funcionario de una dictadura” (84)? “¿Es el testigo y su tarea lo que importan, o lo atestiguado?” (85). J.A. no responde o es la figura enigmática de este eco de José Antonio Ramos Sucre la que quizá deba responder.

Para Paul Ricoeur el testigo no es solo el que percibe un evento único, sino quien es capaz de relatarlo y tomar partido al hacerlo. Se testimonia contra algo o a favor de algo en un juicio que es muy parecido al juicio de la historia. La carga de responsabilidad es a veces demasiado elevada o intolerable, porque lo que está en juego no son solo acontecimientos contingentes, sino la vida de una o varias personas (un juicio no es una confrontación de abstracciones). El testimonio es una declaración que puede ser atacada y desacreditada por otra, porque no es un enunciado investido de autoridad absoluta. Es esto, dice Ricoeur, lo que nos separa de los antiguos. Para Aristóteles, se podía confiar en los oráculos, en los antiguos poetas pero no en los testigos recientes que pueden correr el riesgo de estar parcializados. La confianza de Aristóteles en la tradición nos recuerda qué tan lejos estamos del tiempo de los oráculos y los sacerdotes. Escritores, artistas, intelectuales han venido a sustituirlos en la época moderna, cuando el vacío de los credos absolutos hace necesaria una nueva defensa de la verdad y la justicia para no caer en el relativismo. Esta oscilación entre la búsqueda de la verdad y su fracaso hace del testimonio un discurso que se fortalece o se desvanece en los límites. 

Ramos Sucre casi siempre se amparaba en la autoridad de los clásicos, a quienes invoca constantemente, y defiende la retórica, que para él no debe confundirse con la declamación. Confía en la palabra profética, ya sea la musa de los clásicos o la inspiración de los románticos. Pero si algo ha quedado devaluado en su época es la palabra profética y sagrada del poeta. Todo lo sólido, todo lo que era sagrado, se desvanece en la atmósfera profanadora de la economía capitalista. Ramos Sucre podía censurar el petróleo en su escritura, pero no pudo evitar trabajar para un gobierno dictatorial y sometido a las transnacionales petroleras. Fue su elección, desde luego, podría haber optado por el exilio y huir de una dictadura brutal. Para Paul Ricouer, decía, testigo no es solo quien percibe, sino quien narra un testimonio a favor o en contra de algo. La obra de Ramos Sucre se construye en torno a un poderoso silencio sobre la realidad. Sin embargo, en su condición de funcionario al servicio de una dictadura no representa un caso típico. Tuvo contemporáneos como Laureano Vallenilla Lanz, quien en Cesarismo democrático justificó la dictadura, lo cual reportaba muchos beneficios. Pero Ramos Sucre no elogió jamás al dictador en su obra ni hizo fortuna con la dictadura. Lo que revela una profunda insatisfacción con su situación. Su pesimismo por la condición humana palpita en todos sus libros y su suicidio lo confirma en esa convicción. Es un fracaso existencial y político. Y este fracaso del escritor es lo que Rubi Guerra pone en escena. No se trata de una condena aunque sí de un juicio, solo que ese juicio se desdobla. La voz que en La tarea del testigo juzga a J.A. es también la de otro escritor que se hace preguntas y evalúa la escritura. Ya no se confía en la palabra profética de un oráculo, de un dios ni de la historia. Después del último capítulo de La tarea del testigo, se ofrecen al lector “Tres historias perdidas”, cuyo común denominador es la violencia y el tormento, tamizados una y otra vez por el delirio de quien contempla a sus congéneres sufrir. “Estoy soñando” (52), dice el protagonista en un momento, y un poco más adelante: “Quiero despertar” (54). La historia es una pesadilla de la que algunos ansían despertar, pensaba Joyce. Esta lucha por despertar de las fantasías románticas de la historia es una de las brújulas del viaje desesperado en La tarea del testigo

______________________________________________________________________________

Referencias

Guerra, Rubi. La tarea del testigo. Caracas: El perro y la rana, 2007.

Lozada, Carolina. Reseña sobre La tarea del testigo. Ramosucreana. Notas sobre Ramos Sucre. Web. 21 de enero de 2009.

Quintero, Julio. “El novelista contemporáneo en Hispanoamérica y su representación del poeta: Una lectura de La tarea del testigo de Rubi Guerra”. Hispania, Vol. 93, No. 4 (diciembre 2010), pp. 547-554.

Ricoeur, Paul. “Essays on Biblical Interpretation. Chapter 3: The Hermeneutics of Testimony”. Religion on line. Web. (s/f).

Zambrano, Gregory. “Ramos Sucre y la certeza del abismo. Rubi Guerra: La tarea del testigo” (Venezuela). cervantes@milehighcity. Web. 2 de agosto de 2014.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!