De las historias que enloquecen a las mayorías se encuentran las de los expedicionarios. Subyugan esos relatos, mezcla de empecinamiento y olfato, que llevan a esos hombres a encontrar hallazgos impensados por el lego. La mayoría de las personas piensa que los grandes arqueólogos y exploradores están ligados a Heinrich Schliemann (Ciudad de Troya, Turquía), Howard Carter (Valle de los Reyes, Egipto), John Lloyd Stephens (Cultura maya, Guatemala/México) o Hiram Bingham (Machu Picchu, Perú). A muchos de ellos se les reprocha que no fueron muy ortodoxos en sus prácticas o en sus vidas privadas. Pero nadie discute su sagacidad en encontrar esos tesoros perdidos. Ciertamente son los más famosos y conocidos pero, en Venezuela, hay muchas historias interesantes que nos ligan a los más grandes en esas ciencias que unen la antropología, la arqueología, las ciencias naturales y el arte. Por eso son tan apasionantes. Solo me ocuparé de los fallecidos, porque de los vivos las historias aún están por relatarse.

Johann Friedrich Blumenbach (Alemania, 1752-1840) fue el primer antropólogo científico. Fue el primero en identificar cinco razas: caucásica o blanca, mongólica o amarilla, etiópica o negra, americana o cobriza y malaya o aceitunada. Tuvo además la hidalguía, después de medir miles de cráneos de las diferentes razas, en concluir que hay unidad en la especie humana y que no es posible hacer discriminaciones. Su vida está ligada a la ética científica. Blumenbach fue maestro del barón Alexander von Humboldt, del príncipe Alexander de Wied y de Karl Ernst von Hoff. El hecho de que haya sido el mentor de Humboldt fue medular para América.

Hay tres exploradores que han tenido gran importancia en nuestro medio: el barón Humboldt (Alemania, 1769-1859) –de quien nos ocupamos en la crónica anterior–, Robert Hermann Schomburgk (Alemania, 1804-1865) y Josep María Cruxent (España, 1911 – Venezuela, 2005). Schomburgk –con la venia inglesa– fue enviado a una expedición a la Guayana Británica (hoy Guyana) donde fijó las fronteras entre Guyana y Venezuela, en la muy polémica “línea Schomburgk”, que fue inmediatamente protestada por Venezuela por anexar a Guayana Británica, 80.000 Km2 de nuestro territorio. Posteriormente –como después se encontró oro en la zona– se amplió “la línea” a 85.000 Km2. Tras su vuelta a Inglaterra fue nombrado caballero por la reina Victoria y, posteriormente, fue embajador de Inglaterra, en varios países. Ese expolio de nuestras fronteras parece nunca terminar. Encontró, por casualidad, un nenúfar gigante –y no dudó en denominarlo Victoria reginae– y tituló muchas de nuestras orquídeas con su nombre, en unas especies llamadas Schomb –para abreviar. Finalmente, J.M Cruxent es el padre de la arqueología científica en Venezuela. La fascinante obra plástica, sus aportes científicos y la vida de Cruxent es el objeto de esta crónica.

Josep Maria Cruxent Roura (España, 1911 – Venezuela, 2005) nació en Sarriá, en un barrio de Barcelona. Siendo hijo único pastoreaba las tierras y viñedos de su padre. Paralelamente, le encantaba el arte y la exploración. A los cuatro años sus padres le hacieron un regalo sui generis. Le “obsequiaron” una pared de su dormitorio para que ahí hiciera lo que quisiera. Cruxent la agujereó, la pateó, la dibujó, la rayó. Entre 1930-36 asistió a los cursos de arqueología del doctor Pedro Bosch Gimpera en la Universidad de Barcelona. Estudió, paralelamente, en la Academia de Bellas Artes. Interrumpió sus estudios por el alzamiento de Francisco Franco. Cruxent se alistó en el ejército republicano en Teruel y emigró a París, donde vivió ocho meses. Ligado desde Barcelona al surrealismo asistió a conferencias de André Breton. Hizo gestiones para salir de Europa y logró irse a Bélgica, donde obtuvo una visa para expatriarse a Venezuela. Lo hizo en un barco maderero sueco, como enfermero. Juró, en ese acto, que aportaría logros al país que lo acojiera. En 1939 llegó a Venezuela.

Al llegar a Caracas, sin bienes y con una hija enferma, vendió frutas y sobrevivió como operador de cine entre Caracas y La Guaira. Comenzó a dar clases de dibujo y se relacionó con el mundo científico. Empezó a recorrer Venezuela y a conseguir hallazgos arqueológicos que de inmediato dio a conocer. Una anécdota de Abdem Lancini dice que, sorpresivamente, empezaron a llegar al Museo de Ciencias de Caracas hermosas piezas arqueológicas en paquetes, remitidos por un tal J.M. Cruxent. Sorprendidos ante semejantes obsequios lo localizaron excavando en el Lago de Valencia. Para 1944 fue nombrado Director de Arqueología del Museo de Ciencias en Caracas y sus descubrimientos le hicieron merecedor de reconocimientos internacionales. En 1945 asume la nacionalidad venezolana. Para 1950 realizó una expedición a África con el príncipe Leopoldo de Bélgica y le organizó una colección de arte africano.

En 1951 participó en la legendaria expedición franco-venezolana, que ya había sido frustrada en el siglo XIX, para conocer las fuentes del río Orinoco, dirigida por el Teniente Coronel Franz Rízquez Iribarren –siendo Cruxent del grupo élite de avanzada. Logró determinar con exactitud los límites de Venezuela con Brasil y las fuentes originarias del Orinoco. Con esta expedición se realizaron aportes a la geografía, cartografía, grupos étnicos, especies vegetales y animales y la incorporación de 4.000 km2 a Venezuela. La llegada al naciente la celebraron con tres sorbos de brandy y una botella de ponche crema, que Cruxent había guardado celosamente en toda la trayectoria, para tal evento. En 1953 fundó las cátedras de Antropología y Arqueología de la Universidad Central de Venezuela. Posteriormente, en 1957, llegó a las fuentes del río Guasare (Edo. Zulia). En 1958, publicó los descubrimientos arqueológicos de El Palito, Edo. Carabobo, los de Manicuare (Edo. Sucre), los de Nueva Cádiz (Isla de Cubagua). Finalmente, en 1960, fundó el Departamento de Antropología en el Instituto de Investigaciones Científicas (IVIC), por iniciativa del Dr. Marcel Roche. Solo cito algunos de los logros de Cruxent para resaltar sus indudables contribuciones a la ciencia y la arqueología venezolana.

Su éxito como científico opacó la labor como artista. Y si bien se han realizado muchas exposiciones sobre este artista no se le reconoce en el sitial que merece. En 1959, en la Sala “Espacios vivientes” de Maracaibo se realizó la primera exposición informalista de Venezuela. En uno de sus numerosos viajes, varios críticos –a sus espaldas– aprovecharon para exhibir su obra nunca antes expuesta. De inmediato sorprendió a los asistentes. Fue invitado a formar parte de El Techo de la Ballena –propulsor del informalismo en Venezuela.

En nuestro humilde juicio, hay cinco artistas pilares en el movimiento informalista venezolano: Renzo Vestrini –el pionero; Fernando Irazábal cuya exposición Bestias y occisos, realizada en 1962, fue una revelación para el público; Carlos Contramaestre cuya exposición, posterior a la de Irazábal, titulada Homenaje a la necrofilia (1962) fue asumida como un terremoto político –aunque, posteriormente, divagó con obra figurativa; Elsa Gramcko, reconocida pero no en su real dimensión e importancia y J.M. Cruxent.

La obra de Cruxent puede remover las fibras más insensibles. María Luz Cárdenas, en una exposición realizada en el Museo de Coro, lo define así: Arqueólogo, pintor, mundano, expedicionario, escritor, autodidacta, profesor, mujeriego, leyenda viviente, oteador, antropólogo, artista. Yo añadiría creador. Porque no solo olfateaba las excavaciones, con una intuición que es leyenda, sino que fue un demiurgo de imágenes.

Como buen informalista la obra es escasa de color, pero intensa en sabiduría. Cito palabras textuales de Cruxent tomadas del análisis crítico de María Luz Cárdenas: “Tuve la oportunidad, durante mis andanzas por la selva amazónica, de contemplar el agua negra que deforma con su reflejo mágico las figuras. Los movimientos ondulantes con los espejismos. La luz verde del rayo vegetal. Me emocionan los rayos filtrados iluminando fantasmagóricamente la anarquía de miles de plantas. El todo es agitado por la brisa invisible e insensible, las sombras deformantes nacidas del sol, de la luna, del fuego. Todo un ambiente estático, pero en movimiento”.

Pintura visceral que realizaba, frenético y excitado, en una sola jornada. Recuerdan los trapos de Manolo Millares, pero mientras estos eran fuerza en los nudos, los agujeros y las tensiones, las piezas de Cruxent están sacadas de la esencia de la selva: fibra de moriche, petróleo, resinas vegetales, arenas, tintes naturales y acrílicos. Es una pintura que sale de las entrañas, como sus hallazgos arqueológicos. Hay materia, mucha materia. Hay sentimiento, pasión y alquimia. Eso le permitía metamorfosear materiales pobres y despreciados en arte. Algunos de los encabezados de sus piezas revelan ese deseo de desentrañar misterios como “Arúspice” –que alude a los adivinos etruscos que predecían el futuro por medio de la observación del aspecto de los menudos de los animales sacrificados. Muchas obras las tituló en francés. Como “Torpeur euphorique” (letargo eufórico) –que revela el estado de agitación en que lo hizo. Cruxent no era de ataduras. Era un ser desesperadamente libre que olfateaba los tesoros escondidos, pero también el arte. Esa furia se revela en otras palabras del artista: “Para enfrentarme a la desafiante tela, solo puedo hacerlo cuando siento un impulso mágico tan fuerte como un delirio erótico. Hay muchos puntos convergentes entre la posesión sexual y el aceptar la palestra con la tela y el objeto. El volcarse sobre ella no puede ser en frío. No concibo pintar de acuerdo al reloj”.

Un accidente, en 1963, le privó de hacer más expediciones y viajó a París donde se deleitó con las corrientes cinéticas del arte. Realizó entonces unos experimentos –no precisamente cinéticos–, sino de un movimiento en un “efecto moire” que le permitió mover ondas. El crítico Frank Popper las llamó “paracinéticas”. Recuerdan esas aguas oscuras y suaves de los ríos en movimiento, con esa sutil luz que permea de los árboles. Fue una experiencia con pocas piezas, ya que sería la obra informalista la que pesaría en su trabajo plástico. Hasta 1973 realizó arte y se dedicó, exclusivamente, a sus investigaciones. Esas piezas las pudimos admirar, en el año 2005, en una muestra antológica organizada por la Fundación Cruxent y la curadora Ruth Auerbach. Cruxent falleció en Coro a los 94 años, rodeado de cosas simples y sencillas. Nunca tomó una pieza arqueológica para sí. Nunca fue un negociante con su arte. Solo se regodeó con sus hallazgos y su arte. Murió, pobre pero feliz, en el Edo. Falcón, en la tierra que lo adoptó y a la que él supo devolverle sus glorias pasadas, como lo prometió.

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Imágenes

(1) Torpeur euphorique; 1960; moriche, resinas vegetales, petróleo, pigmentos vegetales, esmalte industrial, medios mixtos sobre tela; medidas: 130 x 89,5 cm; colección privada

(2) Maya; 1962; moriche y acrílico sobre tela; medidas: 80 x 40 cm; colección privada

(3) Arúspice; 1960; resina vegetal, moriche, medios mixtos sobre tela; medidas: 74,5 x 60 cm; colección privada

(4) Imagen de J.M. Cruxent a su regreso de la expedición al naciente del Orinoco


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