La atmósfera violenta, las dificultades de la subsistencia diaria y el desánimo general erigen para la crítica literaria venezolana, como para cualquier actividad letrada del país, obstáculos que a nadie se ocultan. A los inconvenientes suscitados en los últimos treinta años por la progresiva restricción del acceso a catálogos editoriales extranjeros o la desaparición de medios de publicación –debido al uso proselitista de los estatales o al descalabro financiero– se suman costumbres rancias que, combinadas con la emigración, el avance de la cultura digital o el desmantelamiento de los centros de estudio, agravan el cuadro.

Entre esas costumbres se cuentan la “crítica de apoyo” –correlato del clientelismo político– y la falta de formación teórica de no pocos comentaristas de novedades en la prensa diaria o la red. Una ojeada a la producción crítica venezolana de mayor circulación –no la universitaria, concebida para el consumo interno– revela una asidua superficialidad, con el examen de la escritura reemplazado por la directa expresión emocional de sus efectos o con efusiones estilísticas del opinante a punto de opacar los textos ajenos que, en principio, deberían ser su mayor preocupación. En lo que atañe a la narrativa son demasiadas las reseñas o entradas de blog incapaces de ir más allá de cuestiones argumentales; tratándose de la lírica, descuella la impotencia para valorar la forma y el lenguaje, postergados ante los simples meandros anecdóticos o las mitologías autorales –la anacrónica persistencia del fisgoneo biográfico decimonónico, que raya en el morbo cuando se insiste en temas como el de las tragedias de los poetas para pretender ensalzarlos a través de estas y no de la meticulosa revisión de sus escritos–. Entre los ejercicios de historia literaria sin norte analítico que ayude a profundizar en vínculos intertextuales –acumulaciones de nombres, títulos y esporádicas observaciones sin más régimen que el artificioso corsé de las décadas o las generaciones– y los torneos chismográficos a los que, sin filtro editorial, se prestan el Facebook o el Twitter, la crítica venezolana atraviesa un oscuro momento.

Las meditaciones precedentes no deberían, sin embargo, cancelar la esperanza. Al fin y al cabo, suficientes críticos de gran talento perseveran en sus esfuerzos, lo que hace más decisivas y doblemente memorables las luces que arrojan. Si algo aún cohesiona la escena cultural en medio de la anomia, el fragmentarismo y la dispersión, ello habría de localizarse en el tesonero empeño analítico que ha tenido lugar dentro y fuera del país, recogido en libros, artículos y números monográficos de revistas. Tampoco han de ignorarse los simposios, los congresos, ni aquellos críticos que han incluido entre sus tareas las editoriales, comunicando la exégesis y los aparatos de rescate o distribución del material literario. Todo lo cual corrobora, en términos venezolanos, lo postulado por Octavio Paz en un célebre ensayo de Corriente alterna: “en nuestra época la crítica funda la literatura”.

Uno de los casos a los que he estado aludiendo es el de Violeta Rojo. Si su nombre tiene resonancia internacional asociado a la micronarrativa, género sobre el que ha publicado tratados y antologías imprescindibles, los estudios y ensayos ahora reunidos en Las heridas de la literatura venezolana (El Estilete, 2018) la ratifican como una voz determinante en varios debates suscitados por la prosa nacional. Llama la atención, en primer lugar, la variedad de sus pasiones y, enseguida, la perspicacia que despliega en cada una. Nos atraigan o no los autores asediados, no abandonaremos estas páginas sin disfrutar el abordaje al que los somete, tanto por su precisión conceptual como por su flexibilidad teórica –posible esta última cuando las lecturas que la alimentan son vastas y no solo recientes–. Ya se discutan los avatares de la autobiografía en Venezuela, la semejanza de pasajes de José Antonio Navarrete con el cuento miniatura o el influjo de las pesadillas dictatoriales en la narrativa del país, la perspectiva de Rojo, su sensibilidad para el detalle, se imponen una vez tras otra como fuente de sentido, dirección y placer intelectual.

La diversidad no impide que Miguel Ángel Campos acierte en su prólogo al destacar un planteamiento que reaparece en la mayoría de las piezas: ni más ni menos, la triangulación de ficción, testimonio y realidad. En pocos renglones, empresa nada fácil, Campos condensa una buena porción de las complejas pesquisas de este libro: “si la ficción resulta en Venezuela debate con los prestigios de lo civil, y en esa medida crónica, la escritura memorialista puede permitirse invenciones cuestionadoras de la ficción. Mediar desde la experiencia íntima para así fecundar un imaginario, o removerlo” (p. 8).

Ha de repararse en que una de las inquietudes esenciales de Rojo con respecto al testimonio es que su ingrediente autobiográfico tiende a soslayarse. No que el país carezca de autobiografías, sino que las disponibles se abstienen de una introspección auténtica, incisiva, como si el sujeto moderno, el “yo” como propiedad privada, no acabase de configurarse –y aquí estoy leyendo entre líneas la frecuencia con que Las heridas de la literatura venezolana retoma el problema–. Ello nos sale al paso en uno de los trabajos iniciales, dedicado a Francisco de Miranda:

“A pesar de lo minucioso que es en sus anotaciones, los comentarios son externos. Muy rara vez conocemos al personaje profundo, es como si sus vivencias fueran exteriores. No sabemos de sus sentimientos, nunca se refiere a su familia, no hace mención de si alguna vez se sintió solo y perdido, si se enamoró o fue feliz. Ni siquiera explica si las razones verdaderas de sus viajes eran conseguir apoyo económico, político y militar para la independencia o, simplemente, diletantismo de viajero curioso e ilustrado” (p. 34).

Cuando se concentra en Rafael Nogales Méndez, Rojo introduce la distinción entre escritos “autobiográficos” –remitiéndonos a Lejeune, Gusdorf y de Man– y “memorialistas” –cimentándose en Starobinski y Weintraub–, para de inmediato afirmar, previo reconocimiento de la cualidad “pública” del memorialismo latinoamericano percibida por Sylvia Molloy, que

“En Venezuela hay más memorialismo que autobiografía. Entre las memorias que nos dan una visión de la historia podemos encontrar las de héroes de la independencia, perseguidos políticos, presos, opositores, ministros y aduladores varios […]. En estos textos rara vez es protagonista el individuo sino el tiempo histórico. Muchas de las memorias no hablan ni siquiera de la circunstancia del autor que las escribe, solo se dedican a hablar de la época. Ser testigos de un evento trascendental, o de la actividad de alguien famoso y reconocido es lo que motiva esas páginas […]. No son individuos sino testigos del colectivo” (p. 47-48).

En otras palabras, la sociedad rige, presentándose el hablante, a lo sumo, como su interlocutor o intérprete.

Quienes estén familiarizados con la trayectoria del ensayo venezolano captarán la afinidad entre la situación de las “autobiografías” convertidas en “memoriales” y lo que ocurre en el seno mismo de un género que en Europa, a partir de Montaigne, habitualmente se relaciona a la exploración de la subjetividad, pero que en Hispanoamérica se ha orientado, por las coyunturas poscoloniales y los desde entonces empedernidos proyectos de construcción o reconstrucción de la patria, a servir como laboratorio de identidades comunitarias. David Lagmanovich, al historiar esta especie de escritura en el mundo hispánico, por algo, ha aseverado la existencia de un “ensayo del nosotros” que para él caracterizó todo el siglo XIX; en Venezuela, no obstante, toca señalar que ese modelo parece dilatarse hasta hoy, con solo breves paréntesis –uno, alrededor de 1900, con el advenimiento del Modernismo; otro, entre 1970 y 1990, de la mano de Eugenio Montejo, Guillermo Sucre, María Fernanda Palacios, Óscar Rodríguez Ortiz, entre otros autores–. La confluencia del compromiso cívico del letrado hispanoamericano y la herencia montaigniana latente que aproxima el ensayismo a los tanteos autobiográficos justifica que en Venezuela algunos de los diarios o las memorias más prominentes se deban a ensayistas canónicos como Rufino Blanco Fombona o Mariano Picón Salas. Tampoco es accidental que esos grandes autobiógrafos hayan desarrollado una carrera política o hayan intervenido en cuestiones públicas. En el sistema literario autóctono la modulación entre ensayo y distintas vertientes de la autobiografía o el tratado político resulta casi normativa, y ese contagio se vuelve obvio en varios de los textos que estudia Rojo, si se omiten los entregados al registro narrativo de “aventuras” –caso de Nogales Méndez–. En la mayoría de las otras obras objeto de sus indagaciones, la veta ensayística es flagrante, en particular aquellas a las cuales se refiere el artículo “Memoria y recuerdo: el gomecismo desde la literatura autobiográfica” (pp. 67-87), donde se reiteran como un mantra en la página 69 y la 86 las siguientes disquisiciones:

“En estas memorias de venezolanos, lo autobiográfico desaparece. No son historias de individuos, sino de testigos y participantes, en el gobierno o en la oposición, en una situación histórica. En ellas lo importante no es el yo sino la circunstancia. Lo que en realidad quieren contar es cómo era el país que cada uno de ellos quiso que quedara para la posteridad”.

La “autobiografía del nosotros” –¿cabría denominarla así?– se encuentra con un único rival de consideración: la niñez. Rojo tiene razón cuando subraya que la intimidad halla un refugio en el amanecer de la vida –acudamos a la metáfora de Picón Salas–. Con todo, nos advierte, “los recuerdos de la infancia son textos sobre alguien que en cierta medida no está, alguien que ya murió” (p. 92), por lo que esa ausencia prepara, en no pocas ocasiones, al hombre público instalado en el presente de la enunciación.

Desde luego, además del escrutinio de los lazos de memoria y escritura, Las heridas de la literatura venezolana depara otros derroteros temáticos de importancia. Uno de ellos se explaya en dos trabajos dedicados al diálogo que las novelas de Miguel Otero Silva entablan con el poder; otro, en un par adicional de piezas acerca del hermetismo de Oswaldo Trejo. Sobresalen también las reflexiones en torno a la “autoficción” –relatos donde los límites de imaginación y vivencia se difuminan con abundancia de ingredientes metalingüísticos, puesto que la acumulación de experiencias desemboca en la producción de discursos–.

Entre las páginas de esta colección resaltan las que inspiran su título: “Las heridas de la narrativa venezolana contemporánea” (pp. 141-144). Quien desee una introducción a las fuerzas sociales que dinamizan muchos de los asuntos de la novela y el cuento nacionales en lo que va de siglo XXI la encontrará articulada con transparencia, afán de síntesis y tacto elocutivo indispensable para que la objetividad no desaloje discretas contribuciones de índole personal.

Lo anterior me lleva a una peculiaridad de este volumen: en él pactan dos géneros de los cuales se vale la crítica. Si bien unas piezas son claramente estudios breves –un ejemplo: “Invenciones del olvido” (pp. 145-155)–, otras exhiben la conducta del ensayo –“Historia autoficcional sin fantasmas para unos relatos de autoficción con fantasmas” (pp. 157-163)–. Y en varias oportunidades cristalizan zonas intermedias, en las que la disciplina analítica propia del estudio se entrevera con quehaceres de un hablante individuado sin rodeos, cuya perspectiva se enriquece con voluntad estética, ludismo o afectos. La melancolía que se adivina en “Las heridas de la narrativa venezolana” ilustra la mezcla a la que me refiero, un balance expresivo que insufla la urgencia de lo sentido en el rigor de lo pensado, quizá como respuesta creadora de Rojo a la escasez de intimidad, de subjetividad moderna, que con desasosiego ha contemplado en las letras nacionales.

Quienes duden del vigor de la tradición crítica en Venezuela habrían de detenerse a examinar sus frutos. Las heridas de la literatura venezolana constituye prueba fehaciente de una estimulante sofisticación alcanzada incluso en tiempos donde todo parece impregnado de tristeza, opresión y desastre.


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