Los so­ni­dos co­ti­­­dia­­nos se diluyen en toda esa agua fluyente del río como exten­sión de la mira­da que se amplía cual tre­padora que se apoya sobre las plantas más próxi­mas pa­ra desplazarse a través de zarcillos surgidos de los tallos, mientras sus ho­­jas dan­zan en mo­­­vimientos axiales a medida que escalan el follaje con­ti­guo. La enre­da­de­r­a que va ha­cien­do la trama vegetal del paisaje con hojas que se po­si­­­­­cionan, reve­lan­do los di­fe­ren­tes matices de todo ese verde que nuestro campo de vi­sión intenta ab­sor­ber. Tre­­pa­dora que por momentos con­fun­de los espa­cios positivo y ne­ga­ti­vo pro­du­cidos por hoja sobre hoja de los movi­mientos que hace la plan­­ta con sus tallos y ra­­mas, tor­neán­­­­dose en el giro que abre campo para elevarse al cielo como un ascendit. La re­gión sa­­grada que refiere Leza­ma Lima, entretejiéndose por en­tre la som­bra y la luz de lo vi­si­­ble y lo invisible del ta­miz ve­­getal que intenta ocultarse, y que a ra­tos, devela ese ascen­­de­re de la región lu­mi­­no­sa para al­can­zar y hacer pa­sión hecha flor, forma es­car­la­ta en­cen­­dida, color, sangre.

Pasaban los días, y pa­re­cía que el río hera­cli­t­ano, con todo su fluir, aguar­da­ra a que al­­guien lo des­cu­briera en su im­pa­si­ble soledad, en sus silen­­­cios, en sus aro­mas, en sus lu­ces. Re­mé, y con la exten­sión de mis brazos traté de al­can­zar el pai­saje para des­pla­zar­me. La res­­pi­ra­ción acom­pa­sa­ba el so­ni­do de la pala del remo que calaba el agua rít­­mi­­­­ca­­­mente en su repetición man­­­trá­mi­ca del paisaje que venía a mi en­cuen­tro y se aden­traba. La suma de los días en la ciudad transcurre mientras sigo flotando en una es­pe­cie de lim­bo, sin hallar suelo que pisar, ni qué pie va primero, mientras me pregunto cómo es que se camina con la con­ti­nuidad que anteriormente venía haciendo. Caía la no­­che y ha­blá­­ba­­­mos del día, de la vida, tratábamos de entender. Íbamos de la casa a la clínica, to­dos los días, todos los días. Mientras cocinábamos, in­ten­­taba recor­dar qué había que ha­cer a continuación, como si entráramos en la secuencia que esta­ble­cía las pro­­gresiones de una ley desconocida confinada a un círculo, trans­for­ma­n­do la apre­­ciación inmediata de la realidad del cosmos receptivo de la ima­gen de lo ina­si­ble como artífice preciso de toda esa incierta temporalidad esférica que nos rodeaba.

Incertidumbre que conformaba de alguna manera, la eternidad cir­cular como forma úl­ti­ma del devenir de la materia en la que el dios desciende y el hombre asciende para al­can­­zarla en espacio y tiempo coincidentes. Recordé que lo único que me emo­­­cionaba era la luz del paisaje, los colores y la respiración, el ritmo uni­ver­­sal de ins­pi­ración y espiración, aque­llo que se oculta es lo que nos completa y es la ple­ni­tud en la longitud de onda.

Extraña urdimbre del pensamiento para en­tre­tejer situaciones tan dis­tin­tas en la re­cons­trucción de la imagen a modo de la sobre­na­tu­ra­leza lezamiana para flotar en­­­­t­re am­bos tiempos. Por un lado sigo el curso de un río y por el otro, transito por esa es­pe­­­cie de lim­bo exis­­­­­ten­cia­l citadino que en ocasiones me descoloca en mi propio rit­mo. Mien­­­tras, el tallo leñoso de ramas flexi­bles se ele­va por entre aquellas hojas crestadas aga­rrán­dose a la plan­­ta con­ti­gua para ele­­­­­­var­­se a ras de la tierra. Pareciera que limbus es flotar sin cer­­­­­te­zas, algo como si la vida rozara el confín de lo ina­si­ble a par­tir del instante cuando na­­­­cemos abrup­ta­­men­te del vien­tre ma­terno, hasta repenti­na­men­te ver y no ver, cómo na­­­da­mos, flotamos, o ca­­mi­namos. Pero en nin­gu­na de las situa­cio­­­nes ante­rio­­­res queda clara la naturaleza del camino a seguir, inmer­sos co­mo esta­mos en esa le­ve­dad in­a­pre­sable donde no exis­ten cer­te­zas y en las que Lezama Lima bus­ca­ba en lo ma­ni­fes­ta­do lo oculto, donde la imagen tiempo y luz se hacen sus­tan­cia líqui­da del espe­jo que con­­fi­gu­ra lo invisible y ocupa el primer plano de lo visible. Existe un compás tempo­ral que nos rige. La secuencia de los días, el sonido rít­mi­co de la pala del re­mo en­tran­do y salien­do del agua, la respiración, que por moment­os me su­jeta al tiempo, al suelo que piso, a la tem­­plan­za del espíritu. Aún así, la rea­­lidad se trans­­­­­for­ma depen­dien­do de la pers­­pec­ti­va del hori­zon­­te cuan­do a veces se torna cir­cular y trata de expo­ner la re­don­dez de la Tie­rra, o como se pensó que la lisura llegaba hasta Finis Terrae, el bor­­­­de del pla­neta don­de las aguas y los bar­cos se pre­ci­pi­ta­ban a un abis­mo sin fin en quién sabe qué re­gión del lim­bo. ¿Pudiera ser que la pers­pec­­ti­va de la vida no sea siempre la misma?

Procuro hallar dentro de mí el paisaje que pueda resonarme para precisar ciertas mar­cas del recuerdo que flo­tan en imágenes aún más vi­si­bles que la cadencia de los días que pasan. Como aquellas flores de la Pasionaria que elevándose se muestran so­li­­­­­­ta­rias pero vistosas, con los pétalos bermejos eclo­­­sionando al ritmo del mo­vi­mien­to de la luz en ese intenso color rojo que aflora entre tanto verdor tropical y en cuyos centros del cír­culo triple de los fila­men­tos evocan el misterio de la corona de espinas de Jesu­cris­to, los clavos de la cruz, y en sus pétalos, a los doce apóstoles. El sufrimiento de Cristo que recitan los Pasio­na­rios en sus cantos de ver­sos místicos acompañados de acor­des de rezo gregoriano.

Pero el giro de posiciones con respecto a ese universo permutable se hace inter­no­ cuan­­­­do mis ojos son ese cielo que mira el agua, en el que simul­tá­nea­mente el pai­­saje se col­ma de toninas y peces voladores, perros de agua y pájaros, mo­nos que apa­re­­cen súbi­ta­mente entre el follaje desprendiendo a veces las hojas y las flores de los ár­bo­les… y de nuevo esa melodía de pétalos y hojas descendiendo lentamente ha­cia el río, y el jue­go de los destellos de la luz haciendo resplandecer hasta a las tortugas sobre las pie­dras o los ma­de­ros que sobresalen del agua. El mun­do externo es la otre­dad de esa iner­cia in­terna que me envuelve, haciendo que no sepa si na­vego por el río o por el fir­ma­men­to que se refleja en las aguas. Mientras me miro en los cie­los que trato de asir, soy el agua que espeja el reflejo lí­qui­­do que re­tiene ese pai­sa­je ce­­les­­te ahora noc­turno cuya ausencia de luz dirige. Mi cuer­po pierde con­­tor­nos, se expande hacia lo in­fi­ni­­to de la no­che, por­que con mis ojos internos, soy la no­che que puede sen­­tir la ple­­ni­­tud de la infinita noc­tur­­­ni­dad dentro de mí. Ahora ya no soy la fi­gu­­ra de mujer don­de el cielo está fuera de mí y en la que haría falta exte­rio­ri­zar la mira­da ha­­cia el fir­ma­­men­­to, tra­­tando de vis­lum­brar al­guna cons­­­­­­te­la­­ción que iden­ti­fi­que un or­­den cósmico nutrido de abun­dan­tes imá­ge­nes mi­to­­ló­gi­cas, pues yo soy ese cie­lo que se mira a sí mismo.

José Lezama Lima veía la noche como “si algo se hubiera caído sobre la tierra, un des­cendimiento. Su lentitud me impedía compararla con algo que descendía por una es­ca­­lera, por ejemplo. Una marea sobre otra marea, y así incensantemente, hasta poner­se al alcance de mis pies. Unía la caída de la noche con la única extensión del mar” (1). Podría decirse que la noche es la que puede borrar el horizonte hasta confundirnos alte­ran­­do el arriba y el abajo, como si fueran las pinceladas de una noche sobre la siguiente que sobre­po­ne una capa enci­ma de la otra en una acuarela ilimitada que se extien­de al mar. Entonces el ojo crece y se magnifica en aquel cielo estrellado que mira y es obser­va­do con el círculo del iris centrado en la pupila alusivo a la vi­sión de la creación divina y a la noche con sus miríadas de estrellas fungiendo de ojos. El ojo del pez en el que pu­die­­ra verse la curvatura del cielo o la del mar, el hori­zon­te en el que este aletea y saca la cola fuera del agua para morderla. La redondez de la Tierra expresada en ese inmenso ojo del ictio que gira con la mirada puesta al sol y a la luna, por la que “tuviese que atra­ve­­sar el Cipango del azar y de la coin­­cidencia de todos sus posibles en una afor­tu­na­da coordenada” (2).

A Lezama Lima la noche le regalaba una piel, “debía ser la piel de la noche. Y yo dan­do vuel­tas en esa inmensa piel, que mientras yo giraba se extendía hasta las mus­cí­neas de los co­mien­­zos” (3), y así mismo “para dejar los frag­men­tos míos que la piel de la no­che había de­ja­do incomunicados sobre la cama” (4). Y de nuevo, la perspectiva no sien­do la misma en­tre mi mi­rada que asciende al cielo y la suya que desciende para ela­bo­rar el rei­te­ra­­do círculo de innumerables comprobaciones que se completa a lo largo de Paradiso.

Probablemente las aguas van entonando los sonidos sagrados que re­­­­corren nuestras geo­gra­fías internas mostrándonos lo que ya vivimos. Un mar lejano se extendía como un sueño y penetraba el cuarto donde Lezama Lima dor­mía en el oleaje que le lle­ga­ba apo­­­­­­­­­yado entre dos nubes, un río por el cual remé o flo­té entre estrellas, cuyas aguas nos ha­bla­ron con sus pausas y sus ritmos a tra­vés de los signos cifrados de la noche, mien­tras la Passiflora brotaba desde las en­tra­ñas de la tierra tratando de asir lo inasible en to­da su danzante verticalidad solar.

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Notas

(1) José Lezama Lima. El reino de la imagen. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 2006, pág. 473.

(2) José Lezama Lima. Paradiso. Caracas: Ediciones Cátedra, 1980, 2006, pág. 208.

(3) José Lezama Lima. El reino de la imagen. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 2006, pág. 473.

(4) Ob. cit., pág. 473.

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                                                                                                  Caracas, 1° de junio, 2010.


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