Escribir una biografía de Cervantes conlleva dialogar con las anteriores, bien por identificación o por rechazo. Lejos de ser un lastre, refleja la gran vitalidad del cervantismo, en el que José Manuel Lucía es un referente internacional. Este catedrático de Filología Románica (Universidad Complutense), además de presidente honorífico de la Asociación de Cervantistas, acaba de publicar La plenitud de Cervantes (Edaf), con la que concluye su trilogía, tras La juventud de Cervantes y La madurez de Cervantes, ambas en 2016. Sigue ahondando en despojar a su biografiado de  lo que considera yerros, tópicos y exageraciones del cervantismo romántico, pero también en la de prevenirnos contra los equívocos –interesados y/o involuntarios– que el escritor propició en el proceso de elaborar su “vida de papel”. Por ello, “nada más alejado de la realidad” es la frase que repite a lo largo de la tercera entrega, en la que aborda la década 1605-1615, cuando vio publicado el grueso de su obra, antes de poner –en 1616– el pie sobre el estribo. No estamos ante biografía literaturizada, sino ante un riguroso ensayo biográfico, que consigue atraparnos como una novela de intriga. Los tres libros son de lectura independiente, pero juntos aportan una visión compacta, alejada de los excesos hagiográficos. Nos muestra una existencia normal, en los siglos XVI y XVII, sin que pierda interés.

Lucía abre caminos y nos invita a evitar otros. La gran variedad de intereses de este especialista le lleva a implicarse tanto en una nueva edición del Quijote como en El Quijotito; en una magna exposición en la Biblioteca Nacional, conmemorativa de la muerte del escritor, como en otra dedicada a la visión humorística de los personajes cervantinos plasmada por Herreros. Siempre con el buen hacer y pasión pedagógica.

“No fue un fracasado”, nos insiste, sino un hombre de confianza de la Administración, pese a las sombras –finalmente despejadas– sobre sus cuentas públicas; un agente de negocios, ajenos o propios, con contactos en la Corte; alguien valorado en los ámbitos profesionales en lo que trabajó, incluidos los círculos literarios, pese a los reveses (otra cuestión, explica su biógrafo, es que lo fuera por las obras o en los géneros en los que él quería ser reconocido).

En La plenitud, mucho de lo que los lectores no especializados saben o creen saber apenas coincidirá con lo que se encuentren. ¿Hubo un  primer Quijote, como novela corta, anterior al de 1605?, ¿fue un encargo de su editor?, ¿hubiera existido el Quijote de 1615 sin la afrenta del de Avellaneda, o su plan literario era otro? Aporta una explicación muy convincente acerca del debate sobre la biblioteca personal del alcalaíno, y cómo pudo adquirir tantas obras rastreables en los dos Quijotes o el Persiles: en el Siglo de Oro era habitual alquilar libros. Asimismo, varias vivencias adversas las explica desde las costumbres de la época, las resta excepcionalidad.

Rechaza que siga siendo considerada información autobiográfica la expresada por los yoes del narrador, en los prólogos o en Viaje del Parnaso; no, al menos, sin prudencia, pues ha dado pie al equívoco, entre otros, de que él mismo se consideraba mal poeta. En efecto, biografiar al autor del Quijote ofrece la dificultad añadida de que casi siempre se describió mediante la autoparodia. En este aspecto, apunto por mi parte, sin confundir autor y narrador: quizá tampoco Woody Allen sea –en su vida privada– neurótico e inseguro, como su  personaje fílmico, pero ¿por qué un autor elige un yo de ficción y no otro? Apasionante debate. No es La plenitud un libro para una única lectura.

Los lectores no se sentirán vencidos por el despliegue de saberes sino fascinados; sin embargo, no estamos ante divulgación, por loable que  nos parezca el género cuando está bien realizado, sino ante excelente cervantismo académico, escrito para ser entendido por todos.

Sin duda, muchas sorpresas esperan al lector no especialista. Entre otras, que las dos entregas del Quijote se vendieron bien, mejor la primera que la segunda, pero muy por debajo de las Novelas ejemplares o el Persiles. En La plenitud queda muy bien explicado que lo inusual –hoy lo llamaríamos fenómeno mediático– fue la rápida popularidad de don Quijote y Sancho, muy por encima de la de su autor. Les resta excepcionalidad a los pesares sufridos, los cuente el propio Cervantes o los cervantistas y cervantófilos, pues considera que eran comunes a gran parte de los españoles. En efecto, para Lucía “normal” y “genial” no son excluyentes, pues entiende que fue ambas. Aboga por no mitificar, del mismo modo que no debemos confundir autor con narrador, Cervantes con don Quijote, quijotismo con España… mezcolanzas que impregnaron a gran parte de las biografías, hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XX.

En definitiva: Lucía propone desromantizar a Cervantes… para que lo disfrutemos en su genial normalidad.

Si en La juventud consideró que en la batalla de Lepanto fue un valiente soldado bisoño, pero uno de tantos heridos en combate, así como seguía la tesis de quienes sospechan que en Argel no fue condenado a muerte, pese a sus varios intentos de fuga, porque quizá tenía negocios con sus captores, incluso a una posible condición de “passeur”; si en La madurez nos lo mostró como un eficaz empleado público, además de como un agente de negocios, ajenos y particulares, con reveses económicos pero alejado de la pobreza, en La plenitud nos contextualiza brillantemente al Cervantes escritor, cuando la literatura empezaba a planteársele como un posible sistema de subsistencia, por difícil que fuese; es decir, lo ubica  en los prolegómenos de la industria literaria, entonces vinculada al clientelismo para obtener cargos y mecenazgos del poder. Coincide con Blecua y con Rico y en que quizá pudo trabajar para su editor Francisco de Robles, en actividades no relacionadas con su propia literatura; se suma a quienes creen que el apodo de las Cervantas, aplicado a las mujeres de su familia, no tuvo connotación peyorativa; también, rebaja a mera situación desagradable, sin repercusiones en su imagen pública, el proceso Ezpeleta (por el que él y los suyos se vieron detenidos sospechosos de estar involucrados en la muerte de este noble). Reivindica la poesía y el teatro cervantinos, eclipsados  por la devoción quijotista.

Pero desmitificar a Cervantes conlleva también riesgos. ¿Cuándo detenerse en la criba? Los mitos, nos diría un filólogo llamado Tolkien, son verdades con errores, pero no pueden ser considerados mentiras. Como con la limpieza de un cuadro antiguo, la desromantización ha de hacerse con el máximo cuidado para no llevarse “óleo” –o sea, verdad– en el proceso. Lucía une a sus sólidos saberes la condición de poeta, que le permite hablarnos del Cervantes humano, con grandezas y debilidades, con contradicciones. En efecto, normal y genial

Sin duda, a la visión romántica le sobraban elementos folletinescos. No obstante, la corriente analítica en la que cabe encuadrar a La plenitud, que parte de la biografía de Canavaggio (1987), aunque dentro de un proceso iniciado años atrás, también conlleva riesgos potenciales; entre ellos, como ya he expresado, que se haga excesiva tabla rasa. No es el caso de Lucía, a quien no le duelen prendas en admitir que la biografía de Astrana Marín es “una de las mejores”, pese a carecer de distanciamiento emocional con su biografiado.

Con La plenitud, como con las dos anteriores entregas, que conforman una sola biografía, nos ofrece un Cervantes para el siglo XXI, acorde con lo que los documentos –los ya conocidos y los de reciente hallazgo– permiten afirmar. Pero estamos ante mucho más que  cronología actualizada: Lucía invita, a especialistas y a profanos, a disfrutar de un nuevo imaginario colectivo. Y sí, en efecto, cada biógrafo establece un diálogo, por identificación o por rechazo, con todos los demás. Dialóguese pues, con esta excelente trilogía, desde el acuerdo o desde la discrepancia, para felicidad y aprendizaje de los lectores.

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La plenitud de Cervantes. Una vida de papel

José Manuel Lucía Megías

Editorial Edaf

España, 2019


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